La escritora estadounidense Naomi Wolf, una de las representantes de la tercera ola del feminismo, cuestiona en su libro El mito de la belleza la “fecha de caducidad” de las mujeres. Para ella, la juventud y la virginidad han sido consideradas símbolos de deseo durante décadas, porque representan ignorancia sexual y falta de conocimiento. Cuando un filme como La Sustancia, de la directora francesa Coralie Fargeat, recibe múltiples nominaciones en los premios Oscar, entre ellas mejor película, mejor guion y mejor actriz, resulta inevitable reflexionar sobre el envejecimiento femenino y su tratamiento en los medios de comunicación. La cinta evidencia cómo la juventud se presenta desde un enfoque hipersexualizado y de cosificación, convirtiéndose en una fórmula de éxito para la industria del entretenimiento.

“El envejecimiento en las mujeres no es bello porque las mujeres se vuelven más poderosas con el tiempo. El eslabón entre las generaciones de mujeres tiene que ser continuamente roto: las mujeres viejas les temen a las más jóvenes, las jóvenes les temen a las viejas (…) La identidad de la mujer debe estar fundamentada en la belleza, para que permanezcamos vulnerables a la aprobación exterior, llevando el órgano vital y sensible del amor propio expuesto a la intemperie”, escribe Wolf en El mito de la belleza.

La Sustancia expone de manera explícita, incómoda y perturbadora una verdad sobre la industria hollywoodense: las mujeres, al igual que los productos de consumo masivo, son percibidas como desechables y reemplazables. Para seguir apareciendo en las vitrinas de los cines y los canales de televisión, deben ajustarse a un ideal de juventud, belleza y deseo. Cuando su cuerpo comienza a mostrar signos de vejez —canas, celulitis, arrugas— y ya no encajan en este molde, corren el riesgo de ser sustituidas por una “carne de primera”, que se venderá más rápido.

Este mecanismo refuerza la idea de que el valor de una mujer depende de su apariencia, condicionando incluso la percepción que ella misma construye sobre su identidad y autoestima. Una escena particularmente reveladora es aquella en la que el ejecutivo Harvey le dice: “A los 50 se acaba”, mientras devora camarones con mayonesa de una manera grotesca. El contraste entre lo repulsivo de la toma y la estética colorida de la película simboliza la podredumbre que se esconde detrás de las luces y el glamour de las industrias culturales y los medios de comunicación. Esto deviene un recordatorio: en un mundo donde la juventud femenina es capitalizada, el paso del tiempo sigue siendo un tabú.

Muestro mi carne, luego existo: la estética como moneda de validación

La filósofa Susan Bordo reflexionó en su libro Unbearable Weight. Feminism, Western Culture and the Body sobre cómo el deseo masculino define la manera de presentar los cuerpos femeninos y sus subjetividades. La investigadora cuestiona la naturaleza de la mujer vinculada constantemente con ser “deliciosamente” atraída por las trivialidades y soportar las inconveniencias físicas que esto conlleve.

“Ya sea que le rompan los pies y les den la forma de lotos de diez centímetros, o que su cintura sea atada con encajes hasta los treinta y cinco centímetros, o que sus senos sean rellenados quirúrgicamente con plástico, ella es `su peor enemigo`”, escribió.

Por otro lado, la cultura occidental se alía con las tecnologías de la información y la comunicación para intencionar la imagen de una mujer liberada sexualmente, dispuesta a ser consumida. Entonces emerge la dicotomía entre la hipersexualización como mecanismo de empoderamiento o de control. Feona Atwood, profesora de la Universidad de Northumbria, en Newcastle, Inglaterra, postula en su tesis doctoral “Mainstreaming Sex: The Sexualization of Western Culture” varios puntos para comprender esto:

—La pornificación de la cultura ha normalizado la idea de que el cuerpo femenino debe ser constantemente mostrado y consumido.

— Los cuerpos femeninos en los medios son diseñados para ser observados, poseídos y descartados.

— El deseo de ser deseada se ha convertido en la única forma de validación femenina en la cultura popular.

— El «porno-chic» no es solo una estética, sino un marco ideológico que dicta cómo deben comportarse las mujeres.

— Las representaciones hipersexualizadas no solo afectan la percepción de las mujeres, sino también la manera en que se relacionan con su propio cuerpo.

En este sentido, las mujeres terminan atrapadas en un doble mandato: ser deseables y al mismo tiempo presidir su propia sexualización. Aunque el mercado vende la idea como progresista, esta responde a la mirada masculina sobre el deseo y el placer. Para la profesora titular de la Universidad de Burgos, María Isabel Menéndez, la pornificación de la cultura se sostiene a partir de la tríada entre el mercado, la cultura popular y los discursos académicos sobre la inevitabilidad de la pornografía y sus posibles beneficios.

“La rebeldía pasa ahora por mostrar el cuerpo cosificado: el definido como capital erótico se presenta como una posibilidad de ascenso social. (…) La cuestión es que el imaginario pornográfico legitima la construcción cultural contemporánea de la sexualidad”, aborda en su artículo “Culo prieto, cabeza ausente: una reflexión feminista sobre la pornograficación en las industrias culturales”. La protagonista de La Sustancia, Elisabeth Sparkle, representa estas presiones estéticas, inoculadas durante años de fama en la industria hollywoodense. Para este personaje, su identidad y valor están indisolublemente conectados al ansia de ser deseada, vista y valorada por un público que es únicamente leal al estímulo inmediato. Sue, su otro yo, encarna el ideal inalcanzable impuesto por la industria y asume la complacencia necesaria para posicionarse como un objeto sexual.

La directora francesa Coralie Fargeat ofrece un sutil guiño al Retrato de Dorian Gray, escrito por Oscar Wilde. El espejo termina siendo ese cuadro donde Elisabeth no soporta observar sus nalgas caídas, sus patas de gallo y su piel flácida. Prefiere ser otra porque “las viejas” no caben en las fórmulas de éxito; se les asignan papeles secundarios. Ella solo desea existir en el espejo, el retrato y la pantalla, todos espacios finitos y limitantes.

De acuerdo con la monografía “Personajes femeninos de 40 años o más: un estudio del Centro para el Estudio de la Mujer en la Televisión y el Cine de la Universidad de San Diego”, en las películas más taquilleras de 2023 sólo el 15 por ciento de los personajes femeninos tenían entre 40 y 59 años, y apenas el siete por ciento tenían 60 años o más. Las estadísticas del período de 2002 a 2023 indican que las mujeres representaron el 38 por ciento de los personajes principales en cintas a nivel mundial, con un marco etario predominante entre los 30 y los 39 años de edad.

Para Demi Moore, quien interpreta a la protagonista de La Sustancia, este papel proporciona a las audiencias un poderoso relato sobre los estándares de belleza y el envejecimiento, teniendo en cuenta los diálogos negativos que muchas personas establecen consigo mismas. “Historias como La Sustancia podrían conducir a un cambio cultural. Es necesario un cambio de percepción hacia una mayor expansión de la belleza en todas sus formas, tamaños, colores y preferencias”, aseguró en una entrevista.

Violencia estética y soluciones mágicas

Hay diferentes maneras de conceptualizar el cuerpo. Este se entiende como una estructura física y material, el conjunto de sistemas orgánicos que conforman un ser vivo. Por otro lado, está la eterna disputa filosófica entre cuerpo y espíritu. Para algunos pensadores occidentales, este se vinculaba con nuestra naturaleza animal y primitiva. En materia religiosa, se le ha asociado con pecados viles y perecederos, que solo podían ser expiados con castigos y mutilaciones.

Si relacionamos esta percepción con los estándares impuestos a la estética femenina, es inevitable acudir a la frase: “Para lucir hay que sufrir”. Los ideales de belleza parten, la mayoría de las veces, de una inconformidad con el cuerpo, tal y como fue concebido desde su nacimiento hasta su posterior desarrollo, porque no cumple precisamente con las aspiraciones alrededor suyo. Entonces, se justifica que el cuerpo se medique, agujeree y corte para convertirlo en lo que se espera de él. ¿Quiénes han sabido aprovechar esta brecha en favor de sus ganancias? Las industrias farmacéuticas, los centros de cirugía estética y tantos negocios que “transforman” las imperfecciones en cuerpos esculpidos, pieles lisas y curvas firmes y grandes.

Aunque desde mucho antes existían procedimientos similares, los años 30 del pasado siglo en Estados Unidos definieron el curso de la cosificación de la mujer y, en la década del 80, se profundizó el culto por los cuerpos delgados, así lo explica la socióloga venezolana Esther Pineda. Liposucciones, botox, cremas anticelulíticas, pastillas adelgazantes: todos estos métodos para embellecer se van perfeccionando cada día.

En el libro Bellas para morir, Pineda destaca el papel de agentes socializadores como la familia, la escuela y los medios de comunicación en la consolidación de estos ideales de belleza. Dichos sujetos refuerzan constantemente cómo debe lucir una mujer para ser considerada atractiva. Esto contribuye a la internalización de estos estándares y el deseo de cumplirlos, incluso a costa de la salud y el bienestar personal.

Aunque las estrategias de comunicación de estos negocios no tengan reparo en demostrar los efectos mágicos de todo esto, detrás se ocultan las consecuencias nefastas en la salud de los pacientes: deformaciones, infecciones, cicatrices permanentes, reacciones alérgicas graves, así como necrosis, daños a órganos internos, pérdida de movimiento o sensibilidad, e incluso la muerte.

Para la socióloga Ana Patricia Balseca Veloz, máster en Género y Políticas de Igualdad en la Universidad de Valencia, España, el culto al cuerpo se convierte en un método de lucro a través de dietas, gimnasios, medicamentos e intervenciones quirúrgicas. Esta autoexigencia de los individuos los conduce a moldear sus cuerpos a un estándar de belleza mediante su propia lesión.

“En esta lucha constante en la que los ideales alienan a los sujetos a transformar y mutilar sus cuerpos, las mujeres están sujetas de forma más intensas, por lo que la ‘máquina normalizadora’ simboliza, a través de sus prácticas, una muestra de las relaciones desiguales entre los sexos y señala el aumento progresivo de las intervenciones quirúrgicas en las últimas décadas. Las personas sienten la necesidad de transformar sus cuerpos, agrandando o disminuyendo algunas partes para conseguir una mayor autoestima y reconocimiento en nuestra cultura”, asevera Balseca Veloz en su artículo “La presión estética: una manifestación más de violencia contra las mujeres”.

En 2023, el sector de medicina y cirugía estética a nivel mundial superó los 80 mil millones de dólares estadounidenses. Entre las operaciones de cirugía estética más demandadas a nivel mundial figuran las mamoplastias de aumento y las liposucciones. Por su parte, en el caso de la medicina estética, destacan las inyecciones de bótox y ácido hialurónico. Estados Unidos y Brasil encabezan la lista de países donde se realizan la mayor cantidad de procedimientos a nivel global. Cabe destacar, además, la juventud de las pacientes femeninas: el sector más representativo tiene entre 19 y 34 años. Como explica Balseca Veloz, entender la violencia estética implica analizar la manera interseccional en que esta afecta a diferentes poblaciones femeninas.

Desde la visión sexista: Si las mujeres no cumplen los estándares de belleza establecidos, su feminidad es inferior ante la visión masculina.

Desde lo racial: El modelo de belleza hegemónico occidental discrimina los rasgos afrodescendientes, indígenas, árabes, entre otros. La violencia estética niega la diversidad cultural, étnica y racial.

Desde el rechazo a la vejez: La gerontofobia denomina el rechazo a la vejez y a los ancianos. La violencia estética solo aprecia los cuerpos jóvenes.

Desde la gordofobia: Se impone la idea de que las personas gordas son inferiores física, estética e intelectualmente a las personas delgadas, atléticas y saludables. Incluso, tener unos kilos de más implica recibir críticas y comentarios sobre el peso.

Además, la violencia estética tiene consecuencias tangibles en la salud física y mental de las mujeres. Trastornos alimenticios como la anorexia y la bulimia, el abuso de cirugías plásticas y el consumo excesivo de productos cosméticos son solo algunos de los efectos de esta imposición. De acuerdo con la psicóloga Susie Orbach, la obsesión con la delgadez y la perfección física es una construcción social que responde a intereses comerciales y políticos, y no a una verdadera preocupación por el bienestar de las mujeres.

Las redes sociales han exacerbado este problema al fomentar una cultura de la autoimagen, donde las mujeres son evaluadas constantemente a través de likes y comentarios. Las aplicaciones de edición de fotos y los filtros digitales han creado una distorsión entre la imagen real y la representada, generando ansiedad y dismorfia corporal en muchas personas, especialmente en adolescentes. Frente a esta problemática, es fundamental promover una educación crítica sobre los estándares de belleza y fomentar modelos de representación más diversos e inclusivos. El feminismo ha desempeñado un papel clave en la denuncia de la violencia estética y en la creación de espacios donde las mujeres puedan redefinir la belleza en sus propios términos. Cuestionar los cánones impuestos y reivindicar la diversidad corporal no es solo un acto de resistencia, sino una necesidad urgente para el bienestar colectivo.

Como se puede ver, es mucha la sustancia social sobre la verdadera liberación de la mujer que puede extraerse del polémico filme de Coralie Fargeat.

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