La marca de coñac Soberano lanzó a comienzos de los años 70 un anuncio de televisión en el que una mujer acudía a una pitonisa a la que le explicaba su dilema: su marido estaba de cada vez de peor humor, hasta el punto de que la vida en el hogar se había vuelto “un infierno” y él tenía accesos de “terrible cólera”. Sus palabras y las imágenes que lo acompañaban sugerían claramente signos de maltrato. Tras escucharla, la pitonisa le recordaba que su marido trabajaba muchas horas y que merecía encontrar “un agradable recibimiento” al volver a casa, y le daba la solución a todos sus problemas: tener siempre a mano una copita de coñac, por supuesto marca Soberano, para ofrecerle al jefe del hogar.
Parece poco probable que un mensaje semejante pudiera ser retransmitido hoy. Y, si así fuera, seguramente tardaría poco en ser retirado, como sucedió en 2007 cuando la marca italiana Dolce & Gabanna copó marquesinas con una imagen que promovía la violencia machista de un modo tan evidente como el spot de Soberano: un hombre sujeta por las muñecas a una mujer que aparece tumbada en el suelo, mientras otros cuatro hombres contemplan la escena.
No cabe duda de que, al ritmo de la ebullición de los feminismos, la sociedad ha cambiado y las empresas han captado la necesidad de amoldarse a esa transformación. Cada vez más marcas se autodenominan como “feministas”, a veces con la misma ligereza con la que se dicen “sostenibles”. Las empresas del Ibex 35 son buena prueba de ello: el 8 de marzo de 2021, Iberdrola lanzó la publicación ‘Heroínas’, en la que quince escritores –y escritoras, aunque el anuncio de la empresa en Twitter no utilizó lenguaje inclusivo- cuentan historias de “grandes mujeres”. El Banco Santander, como parte de su estrategia de responsabilidad social corporativa, mantiene desde hace varios años programas de microcréditos para mujeres en países como México, Brasil y Chile. Y Pescanova sorprendió, en la navidad de 2017, con la campaña ‘El mensaje de navidad de las reinas’, en la que mujeres diversas lanzaban consignas feministas.
Los casos alcanzan todo tipo de sectores, dentro y fuera de las empresas del Ibex y de las fronteras del Estado español. Audi obtuvo gran éxito con su campaña ‘La muñeca que eligió conducir’ en 2016, y bajo el lema (y hashtag) ‘Cambiemos el juego’ combinó dos de los sectores de la economía cuya publicidad ha explotado en mayor medida los estereotipos de género: el automóvil y el juguete. Campofrío también dio que hablar en 2013 con su campaña ‘Alimentando un nuevo modelo de mujer’. Y más recientemente, a Johnie Walker le apareció una compañera para vender whisky: Jane Walker. Incluso Axe, ampliamente conocida por los mensajes machistas de su publicidad, saca ahora un anuncio en el que, supuestamente, apuesta por masculinidades alternativas.
¿Lavado de cara feminista o verdadera voluntad de contribuir al cambio hacia el que el movimiento feminista viene empujando a la sociedad? En el caso de las grandes empresas del Ibex 35, un análisis de los datos no les otorga mucha credibilidad a la hora de sumarse al carro de la igualdad. Según datos de Oxfam, la brecha salarial media de estas empresas ronda el 15 por ciento, y alcanza el 31 en el caso del Banco Santander, por mucho que sea una mujer, Ana Botín, quien ostente la presidencia. La periodista y escritora Brenda Chávez, especialista en consumo y sostenibilidad, recuerda que los índices de igualdad de los que presumen muchas marcas “solo miden un cierto número de indicadores, y no reflejan adecuadamente la multidimensionalidad del abordaje de género, sino que ofrecen su mejor perfil en una foto fija estudiada al detalle para puntuar mejor en ciertos índices o informes”.
Es más, en opinión de Chávez, si una empresa tiene un interés genuino en aportar en materia de igualdad, “su política de género debería alcanzar también a las inversiones”. Y en casos como los de Iberdrola y Banco Santander, “sus inversiones en el sur global son nocivas para el medioambiente [pensemos en las energías fósiles o los transgénicos] y socialmente [armamento], y muchas veces afectan especialmente a las mujeres”, apunta Chávez. Es notable el caso de Iberdrola: en América Latina, sus inversiones en megarrepresas han provocado graves daños en los ecosistemas y han desplazado comunidades indígenas, como sucede en Belo Monte, el segundo mayor embalse de Brasil ubicado en plena selva amazónica. La imposición de este tipo de megaproyectos ha generado resistencias que se han reprimido con un régimen de terror, como evidenció el asesinato el 22 de marzo de 2021 de tres activistas del brasileño Movimiento de Afectados por las Represas (MAB). Los impactos de los proyectos de Iberdrola y de otras grandes compañías han sido ampliamente documentados por organizaciones como Ecologistas en Acción y OMAL (Observatorio de Multinacionales en América Latina). También son cuestionables, si vamos más allá de la superficie, los programas de microcréditos que promueve el Banco Santander, que a menudo son más eficaces para endeudar a las mujeres e incluirlas así en su sistema bancario como clientas que para sacarlas de la pobreza, según concluyen autoras como Silvia Federici o Vandana Shiva.
Lo que está en juego en este debate no es únicamente si otorgamos credibilidad al supuesto impulso por la igualdad de estas empresas, sino también, y sobre todo, qué entendemos por luchar por la igualdad. ¿Se trata apenas de techos de cristal, o de una perspectiva que se articule con otras demandas para combatir todas las desigualdades, incluidas las que tienen que ver con la racialidad, la clase o la diversidad funcional?
En 2018, Nike lanzó la campaña ‘Juntas imparables’ en América Latina, en la que se narraba la carrera de obstáculos a la que una mujer debe enfrentarse a lo largo de su vida. Nike recibió loas, pero también críticas: no faltó quien, en las redes sociales, recordó que la empresa estadounidense tiene una larga trayectoria de abusos vinculados al uso de mano de obra infantil, así como de trabajo feminizado y racializado en condiciones de sobreexplotación en países del sur global. Una de las críticas que la campaña recibió en Twitter lo resumía así: “Si tu feminismo empodera a unas y oprime a otras, no es feminismo, es capitalismo”.
No tuvo en cuenta estos matices la exvicepresidenta del Gobierno español Carmen Calvo cuando, al celebrar la victoria electoral del PSOE en 2019, se vistió con un traje de Zara sobre el que destacaba una camiseta de Mango con el bordado: “Yes I am a Feminist” (“Sí, soy feminista”). Chávez explica la incoherencia –o la hipocresía- en la que incurre la marca cuando promueve este tipo de eslóganes: “El 80 o 90 por ciento de las manufactureras son mujeres racializadas; ellas son la fuerza de trabajo global de un sector que externaliza su producción a países como Bangladesh, Camboya, Vietnam, México, Marruecos y Turquía. Mujeres sobreexplotadas para coser camisetas con soflamas feministas”.
La industria de la moda, por otro lado, sigue perpetuando los estereotipos de género y la cosificación de la mujer transmitiendo una imagen de “mujer lánguida, blanquita, pálida, muy delgada, que parece que le ha dado un desmayo”, en palabras de la diseñadora Marina López, presidenta de la Asociación de Moda Sostenible de España (AMSE). Mango y las marcas de Inditex siguen utilizando, además, tallas pequeñas que generan un amplio malestar. “En moda sostenible, debemos tener mucho cuidado con estos mensajes: cuando hacemos un desfile, pedimos modelos con cuerpos de mujeres reales, y utilizamos un sistema de tallas que es diferente del que utilizan las marcas convencionales”, apunta López.
“Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”, escribió la escritora afroamericana Audre Lorde. “En la mayoría de los casos, los supuestos mensajes feministas de muchas marcas no hacen más que imponer nuevas servidumbres a las mujeres, o hacer más ‘atractivas’ las servidumbres de siempre”, afirma Brenda Chávez.
Es ampliamente conocida la capacidad del sistema capitalista para apropiarse de las demandas sociales y convertirlas en mercancía. El mismo sistema que durante siglos ha invisibilizado el trabajo doméstico y reproductivo que han realizado históricamente a las mujeres y del que se ha apropiado gratuitamente. El mismo sistema que pretende acaparar también de la lucha feminista a través del uso de sus eslóganes, banalizados, individualizados y despolitizados en manos del mercado.
“El riesgo es que las consignas se vacíen de contenido, porque lo que quiere el sistema es venderte camisetas”, lamenta López. De hecho, intelectuales como Nancy Fraser y Hester Eisenstein llevan tiempo advirtiendo de la peligrosa amistad entre el neoliberalismo y ciertas corrientes del feminismo que han abandonado la crítica anticapitalista. El movimiento feminista es mucho más amplio que ese “feminismo liberal” cuyas demandas de reconocimiento encajan tan bien con el discurso neoliberal. Feminismos que, como señala la intelectual y militante argentina Verónica Gago, “tomaron las calles y, a partir de esta práctica, comenzaron a pensar todos los espacios: de la calle al trabajo, la casa, las relaciones sexo-afectivas; y así, a partir de la experiencia en huelgas, marchas y asambleas, fueron organizando el conflicto y trazando alianzas políticas con gran diversidad de colectivos, ampliando así la agenda”. Desde la teoría y desde la praxis, estos feminismos populares, trans, comunitarios, rurales, gitanos, negros, obreros, favelados y periféricos parten de la interseccionalidad y de la crítica a todas las formas de opresión y se articulan con otras luchas sociales. Por ello mismo, van tejiendo una capilaridad difícilmente apropiable por ese discurso neoliberal que, publicidad mediante, pretende hacerse un lavado feminista