La familia socializa a sus miembros según el contexto histórico cultural en el que viven. Los mensajes y modelos acerca de la sexualidad se estructuran desde una lógica social que adjudica símbolos, representaciones, sentimientos y comportamientos, según la pertenencia a uno u otro sexo. En el proceso de socialización, se encarga de domesticar la sexualidad de mujeres y hombres de acuerdo a lo deseado, los estereotipos sexuales y de género aceptados en cada sociedad.

No obstante, y a pesar de la férrea vigilancia ejercida para reducir los comportamientos sexuales que se alejan de la «norma», durante el proceso de construirse sujeto de deseo y deseante, emergen las sexualidades

contraculturales, que se revelan del deber ser. Estas se encuentran, reconocen e identifican en el disfrute afectivo-erótico no hegemónico, expresándose en las múltiples y diversas identidades sexuales.

La transgresión de la «heteronormatividad» no es sinónimo de anormalidad, no es enfermedad.

 

Mujeres transgresoras

 

La bayamesa Estoy de visita en de la ciudad oriental de Bayamo, cuando escucho unos golpes, al parecer, en la puerta de la casa contigua. Ante la insistencia, pregunto a mi anfitriona. Ella me cuenta que la madre había expulsado de la casa a su hija de 18 años porque, durante su práctica de producción, había iniciado una relación íntima con la responsable del departamento en el que trabajaba. «Un día sentí una discusión muy fuerte; la madre le gritaba ‘tortillera’, ‘descarada’. Le decía que P (jefa) era una inmoral y una sinvergüenza que la había enredado y convencido de esa ‘cochinada’. La madre fue al trabajo y, luego de hablar con el director, ofendió a la compañera de su hija. Luego, al llegar a la casa, expulsó a la hija aduciendo que, desde ese momento, no era más su hija, porque en su familia nadie era señalado con el dedo y ella era una ‘cochina’, prosiguió mi anfitriona. Como resultado, la joven fue trasladada a otro centro para culminar su práctica de producción, su pareja le pidió continuar la relación de forma discreta y ella se siente muy defraudada, dolida y triste…

Mi amiga

Durante meses atendí a una mujer de mediana edad por síntomas depresivos y ansiosos. Era divorciada, tenía una hija casada y una nieta pequeña que vivían con ella. El yerno se encontraba cubriendo un contrato de trabajo en el exterior, por un tiempo prolongado. Ellas mantenían el hogar y los fines de semana jugaban dominó con amigas del barrio. Una tarde, cuando se produce el cambio de parejas en el juego, sorprende a su hija en el cuarto besándose con su compañera. Esta situación desencadenó serios conflictos. La madre escribió al esposo.

Según la hija, ambos «se pusieron de acuerdo: si yo decidía mantener esa relación e irme a vivir con ella, me quitarían a la niña, por inmoralidad. Me ofendían, me presionaban y me deprimí mucho. Tuve que dejar la universidad, donde estudiaba Pedagogía. Me dijeron que lo dirían allí para que no pudiera concluir: ¿cómo iba a trabajar con niños?».

Lo sorprendente es que la muchacha, antes de conocerme, visitó a otra colega en busca de ayuda. «La ‘otra’, cuando le expliqué lo que me estaba ‘sucediendo’, me dijo que tenía que tener relaciones sexuales con varios hombres y que eso se me iba a pasar. También me dijo que yo debía hacer un ‘esfuerzo’ y que dependía de mí que los ‘conflictos’ en la casa mejoraran».

 

La joven habanera

 

Ella era una joven de 22 años, delgada, con mirada triste, sentada con una postura de quien se encierra en sí misma. Su primer parlamento fue: «Yo no tengo nada, sólo que no puedo ni quiero vivir más en mi casa. Yo no se lo había dicho a nadie porque sabía que no comprenderían nada. Hace una semana estábamos sentadas en la calle G y mi mamá nos vio. Cuando llegué a la casa, la encontré muy molesta.

Me fue arriba preguntándome quién era esa mujer con la que yo estaba en el parque. Le dije que era una amiga, pero insistió. Por su tono supe que imaginaba algo más y fue cuando le dije que era mi novia. Se voló (se molestó). Comenzó a decir que yo era una desvergonzada, una descarada, una desfachatada…

Realmente no recuerdo cuántas ofensas me dijo. Cuando llegó mi papá, le contó lo que había pasado, y la discusión fue muy grande. Él la culpaba. Yo no salí del cuarto». Ante las amenazas de control y vigilancia del padre, y el temor a no poder reencontrarse con su novia, la joven decidió escapar hacia la casa de la hermana. «Yo a mi casa no regreso», decía. Más tarde, en un aparte con los padres, este me dice: «Lo último para mí es tener una hija ‘tortillera’; ella tiene que cambiar, por eso la traje aquí, para que la ayuden a cambiar porque ella no era así».

Estas historias servirán de guía para la reflexión acerca del actuar profesional ante la violencia contra las mujeres lesbianas. Pero, antes de avanzar en este sentido, deseo resaltar cuatro aspectos:

1) ninguna de las mujeres solicitó atención por razón de su orientación sexual, 2) en todos los casos los síntomas psíquicos se presentaron asociados a la intolerancia y lesbofobia familiar,

3) la violencia emerge con la salida del closet, proviene de las personas que deben brindar un ámbito de contención y afecto a las mujeres: su familia; y, por último,

4) en todos los casos, ante la violencia recibida, existió alguna manifestación de respuesta violenta.

La demanda de atención en consulta

Las personas identifican a los profesionales de la salud mental como quienes van a comprender, orientar, apoyar y acompañar a las personas que «sufren». Mientras que, en el campo de las profesiones, tanto la psicología como la psiquiatría son las encargadas de rotular la salud mental o la enfermedad mental, según las características emocionales, cognitivas o comportamentales de las personas, en tanto se acerquen o alejen de la «norma». En el caso de las mujeres descritas en las historias, quienes demandaron y necesitaban atención fueron sus familiares. Las angustias, los malestares y los síntomas que padecen las mujeres lesbianas tienen como base el malestar familiar, la no aceptación de la elección de pareja sexual en correspondencia con una orientación sexual «no deseada». En dos de las historias, fueron las figuras parentales las que buscaron ayuda; solicitud que no estuvo encaminada a aceptar la realidad, sino a cambiarla. Para estas, la elección de la pareja sexual de las hijas requería de una intervención profesional urgente, encaminada a subsanar «el error». La «fragilidad» de sus hijas había sido puesta a prueba, y estas habían sucumbido ante mujeres más fuertes: las lesbianas.

Durante años, se consideró la homosexualidad entre las clasificaciones de enfermedades mentales. La «inversión del deseo sexual» motivó que se nombrara como «invertidas» a las mujeres cuyo deseo erótico–afectivo se dirigía hacia otras mujeres. Se creía que esta supuesta patología podía curarse– corregirse con psicoterapias profundas y terapias aversivas. Para muchas familias, la «hija enferma» puede ser considerada objeto de atención. Sin embargo, la hija que elige con libertad su objeto de deseo sexual y, a la vez, se siente sujeto deseante, niega y transgrede los valores familiares.

Las familias centradas en perpetuar la heterosexualidad como fundante de la pareja y la familia, viven la salida del closet de una de sus hijas como la mayor violación de los principios familiares, la mayor ofensa posible, ante el desvelo por el cuidado y la educación de la heterosexualidad de sus hijos (as).

Por otra parte, los y las profesionales de la salud mental, desgraciadamente, no siempre reconocen las articulaciones existentes entre las categorías: salud y bienestar, salud mental y capacidad de construir, transformar, decidir, disfrutar, amar; salud mental y libertad de elegir con quién disfrutar sexualmente, con quién vincularse afectivamente y eróticamente; salud mental y autonomía. La salud mental es ausencia de sufrimiento psíquico. La prestación de servicios en el ámbito de la salud mental debe basarse en los principios del respeto al otro (a), y en los formulados, desde la bioética: beneficencia, no maleficencia y autonomía; luego debe despojarse de los prejuicios que excluyen de las «poblaciones sexualmente saludables» a quienes no responden a los paradigmas hegemónicos de la sexualidad: lesbianas, homosexuales, transexuales, transgéneros, intersexuales, personas discapacitadas y otras. El

actuar profesional debe despojarse, además, de los mitos que definen la sexualidad –como el conjunto de prácticas que acontecen entre personas de diferente sexo-, anclados en los preceptos de la reproducción a que estuvo confinada la sexualidad durante siglos o de aquellos aprehendidos en las familias de origen, que legitiman como perversos, anormales o contranatura los vínculos afectivos y eróticos que buscan el placer sexual entre personas del mismo sexo.

 

Lesbofobia como expresión de violencia contra las mujeres

 

La lesbofobia familiar lleva a calificar la sexualidad de las mujeres de nuestras historias como «sucias», «cochinas» y, en general, como «desvergonzadas», «descaradas», «inmorales». Estos calificativos peyorativos han servido, durante siglos, para descalificar la sexualidad femenina y calificar a las mujeres que se han adueñado de su cuerpo, y de su erotismo; pero, especialmente, para ejercer el control social sobre la sexualidad de las mujeres.

Una mirada desde la salud permite reconocer las prácticas sexuales entre mujeres como saludables y placenteras, según estas afirman. Sin embargo, la intolerancia familiar, expresión de la lesbofobia social, obliga a muchas mujeres a renunciar, posponer o negar la orientación de sus deseos eróticos y la necesidad de establecer un vínculo afectivo duradero con otra mujer.

Esas actitudes se asumen para sostener los lazos afectivos con sus familias de origen o con las que han constituido. Para muchas, es la única forma de mantenerse cerca de sus hijos, o conservar los lugares de prestigio alcanzados en sus trabajos o en sus comunidades. Esta represión tiene impactos sobre la salud mental de las mujeres que se mantienen en el closet y apuestan a la unidad familiar en detrimento de vivir su sexualidad como mujeres lesbianas. Sin embargo, salir del closet no es un camino fácil. Las historias expuestas demuestran que la violencia también sale del closet. En estos casos, perpetrada por las personas que deben brindar un ámbito de contención y afecto a las mujeres: su familia. Cabría preguntarse cuáles son los factores que generan estas manifestaciones de violencia y qué papel juega el profesional de la salud mental ante tales situaciones.

Las mujeres lesbianas que dieron respuesta a la primera pregunta refirieron: «Las madres tienen otras expectativas para nuestras vidas». Esperaban de ellas que se casaran, tuvieran hijos; la decisión adoptada les rompía los proyectos de vida que habían concebido para ellas.

 

Las madres no querían que «sufrieran»

 

Los padres (madres y padres) no creían que su decisión de iniciar una relación con una pareja de su mismo sexo fuera un buen «ejemplo para sus hijas».

Los padres sentían «temor por su futuro». Estos fueron algunos de sus testimonios:

—»Mi mamá estaba muy centrada en qué iba a pensar la gente y los vecinos si esa mujer se mudaba para la casa, pero si yo me iba, ¿qué van a decir cuando se enteren que vives con otra mujer?»

—»Mientras yo recogía mis cosas, me gritaba, me preguntaba: ¿qué le vas a explicar a tu hijo?»

—»A ellos solo les importaba mi aspecto. Nunca, hasta ese momento, me dijeron que parecía un macho».

Para este primer grupo, la violencia se generaba y emergía en la contradicción de la articulación entre afectos, pérdidas y duelos. Desde mi perspectiva de análisis, la violencia intrafamiliar fue un anticipo, la antesala de las múltiples formas de violencia que recibirían las mujeres lesbianas en los diferentes espacios de interacción social; una forma de iniciación por transgredir la heteronormatividad social, cuya sanción será la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones; pero más la psicológica, por el malestar y sufrimiento que percibe quien la padece. En cada uno de los planteamientos de las mujeres se puede rastrear cómo opera la lesbofobia y los mecanismos psicológicos de los que se vale para sujetar la decisión y ejercicio de los derechos sexuales de las mujeres lesbianas.

Un segundo grupo, perteneciente al movimiento de mujeres, respondió a la pregunta con tres ejes de análisis:

La discriminación de las mujeres en las sociedades patriarcales: La violencia está anclada en los mecanismos estructurales de discriminación contra las mujeres, en los cuales las lesbianas sufren múltiples discriminaciones por ser mujeres, por ser lesbianas y por razones que se adicionan como el color de la piel, la clase, la etnia y otras.

El mito de la mujer igual madre: Las mujeres son responsables de la reproducción social. ¿Qué pasa si las mujeres lesbianas deciden no tener hijos?: transgreden el mandato cultural de la reproducción; desconocen su capacidad reproductiva; demuestran que pueden vivir y disfrutar su sexualidad sin la presencia un hombre y que su realización personal no es la maternidad.

Las mujeres lesbianas son «marginales» en tanto transgreden la norma cultural de las sociedades falocéntricas y socaban el orden patriarcal, escenario donde se cuece y opera la lesbofobia y la violencia

contra las mujeres.

Los ejes antes mencionados permiten colocar la siguiente reflexión: la emergencia de la violencia en el espacio familiar, dirigida hacia las mujeres por reconocerse lesbianas, se sustenta en un imaginario social que las proscribe, precisamente, por ser lesbianas.

La violencia recibida por las mujeres originó respuestas violentas como vía para defender sus derechos.

Aun cuando pueden definirse estas formas de violencia como intrafamiliar, la violencia contra las mujeres interpreta mejor, como concepto, la violencia social resultante de asumirse como mujer con deseos, preferencias y escogencia de una pareja del mismo sexo.

 

Los derechos sexuales de las mujeres lesbianas

 

Sería interesante reflexionar, desde el referente de los derechos sexuales y los principios de la bioética, acerca del papel que deben jugar los profesionales de la salud mental ante tales situaciones, e invitar a buscar los puntos de encuentro con el principio de justicia, con la noción justicia erótica.

La especialista Sonia Corrêa establece un vínculo entre el principio de justicia erótica y los derechos sexuales: «Los derechos sexuales son un incentivo para crear un entorno que permita la realización de los principios de justicia erótica»1. Revisemos los derechos sexuales desde esta perspectiva en el contexto asociado a la salida del closet.

 

Derecho a la libertad sexual

 

Este derecho alude a la plena expresión del potencial sexual de cada persona. Se vulnera el derecho de las mujeres lesbianas en cada una de las historias descritas, luego de que, en las familias, madres y padres utilizan argumentos o asumen conductas que obstaculizan la libertad sexual de su descendencia.

Un acercamiento a su análisis desde la noción justicia erótica que implica que las prácticas sexuales individuales deberían ser placenteras, pero también estar animadas por principios de respeto por la integridad y la voluntad del «otro», nos coloca ante la interrogante: ¿la violencia dirigida a las mujeres lesbianas emerge por violar los principios de respeto por la integridad y la voluntad familiar?

Ninguna manifestación de violencia es justificable, por lo que cualquier atisbo de explicación a los comportamientos violentos por parte de las familias debe llevar a un actuar profesional basado en el respeto del ejercicio de este derecho por las mujeres e invitar a las familias a negociar, si de lo que se trata es de la falta de espacios físicos para el ejercicio del derecho a la privacidad sexual.

Libertad sexual conecta con el derecho a la autonomía, integridad y seguridad sexuales del cuerpo. Este derecho reconoce la capacidad de tomar decisiones acerca de la sexualidad y su disfrute dentro del contexto de la ética personal y social, libre de violencia. La enunciación remite nuevamente a la noción de justicia erótica de Corrêa; la expresión sexual no debe estar sujeta a restricciones morales o legales.

En su actuar, los y las profesionales de la salud mental deben estar alertas en el respeto a los principios de autonomía y justicia, para evitar la revictimización de las mujeres lesbianas. Para ello deberán revisar las creencias que tienen acerca de la sexualidad y cuestionar los paradigmas dicotómicos «normalidad– anormalidad», que por siglos han etiquetado el deseo y la elección de pareja del mismo sexo como patológicos y, por ende, susceptibles de la intervención de los profesionales de la Psicología y la Psiquiatría.

Legitimar como un problema los comportamientos lésbicos, desde el saber y actuar profesionales, normatiza la violencia contra las mujeres y la discriminación por razones de orientación sexual presente en nuestras sociedades patriarcales. Igualmente, adjudicar la responsabilidad por la violencia recibida a las mujeres que deciden salir del closet, oculta la violencia estructural que emana del poder hegemónico heteronormativo, que estigmatiza lo diferente y escamotea el poder de las mujeres sobre su cuerpo, su sexualidad y el ejercicio pleno de su ciudadanía sexual.

La violencia contra las mujeres tiene su origen en las relaciones de poder estructuradas en nuestras sociedades. La «naturalización» de la violencia por razones de orientación sexual legitima la intolerancia, la lesbofobia y la discriminación. La perspectiva de derechos humanos y de la bioética en el actuar del personal profesional de la salud mental evita la patologización de los comportamientos sexuales entre mujeres, su revictimización y contribuye a mantener la violencia en el closet.

Tomado de No a la Violencia SEMlac

Octubre 2010

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