América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo y, en ese panorama, la violencia machista es la expresión más extrema de la desigualdad entre mujeres y hombres. También es la región más violenta del mundo y, además, la más violenta con las mujeres. A juicio de la psicóloga Yohanka Valdés, especialista del Centro Oscar Arnulfo Romero (OAR), las desigualdades de poder entre mujeres y hombres por razones de género se encuentran en la base de esta problemática social y han marcado, históricamente, posiciones de privilegios para ellos y de subordinación y sumisión para ellas.
¿Cuáles identificaría como las principales desigualdades que están en la base de las violencias contra las mujeres y las niñas?
La violencia machista supera la concepción binaria de la realidad, colocando otros rostros en las conocidas categorías de víctimas y victimarios. Así, son múltiples las formas que se utilizan para excluir a quienes no se ajustan a las normas del mandato heterosexual: todos los cuerpos que desafían el orden impuesto son susceptibles de sufrir mecanismos de control. Reconociendo esta diversidad, es importante resaltar que son las mujeres y las niñas las más afectadas por la violencia machista, con profundas raíces en la cultura patriarcal que se reproduce desde -y mediante- imaginarios y normas sociales.
En resumen, se trata de la expresión más aguda de las desigualdades de género y constituye una violación de los derechos humanos. Esta realidad compleja conecta con otras desigualdades que cotidianamente viven las mujeres por su color de la piel, escolaridad, territorio en que residen, clase social, edad, entre otras. Por tanto, analizarla requiere reconocer las distintas condiciones en las que cada mujer vive, así como visibilizar las discriminaciones que suman por ser negras, rurales, jóvenes, migrantes, lesbianas, transgénero, con limitados recursos económicos, etcétera.
La impunidad social en torno a este tema no es solamente la causa de la violencia machista, sino también su resultado. Desde el femicidio, la violencia sexual, el acoso callejero y la vulneración de sus derechos económicos, se pone en marcha un sistema que remite al lugar que ocupan hombres y mujeres en nuestras sociedades actuales.
¿Cómo se manifiesta el fenómeno en Cuba? ¿Tienes rasgos particulares?
Es importante reconocer que es una problemática presente. Nombrar un problema es el primer paso para abordarlo. En los últimos años se ha avanzado en diagnosticar, clasificar sus formas de expresión y su alcance, pero se requiere mayor profundización. No son pocas las personas que siguen viendo la violencia contra las mujeres como un asunto “ajeno”, o, incluso, solo presente en otros países. Pero lo cierto es que cada vez más la investigación social, los medios de comunicación y, más recientemente, las redes sociales dan cuenta de estas violencias y colocan la atención en los daños que ocasionan y en los derechos que vulneran.
En Cuba existe violencia física, psicológica, económica y sexual. Por muchos años, la física estuvo identificada entre las de menor alcance y, al mismo tiempo, era la que se reconocía por ser la más visible: golpes, agresiones físicas en una escalada que puede llegar hasta el asesinato. Por su parte, la psicológica, también nombrada emocional, suele ser más documentada, pero menos visible en la cotidianeidad, llegando incluso a ser naturalizada. Es así que humillaciones, gritos, insultos, descalificaciones, silencios prolongados y acoso (en sus distintos ámbitos de expresión) suelen pasar inadvertidos. Más recientemente, se ha colocado en el debate la violencia obstétrica y cobra mayor presencia la económica. En todo este panorama, ¿qué resulta común?: son las mujeres las principales víctimas, la que llevan sus huellas y cargan sus múltiples costos.
En este rápido mapeo, es clave reconocer la dimensión de los espacios; ¿dónde ocurren estas violencias? Esta interrogante supone confrontar mitos e imaginarios muy instalados en la sociedad cubana. Y es que, como mismo no es posible hablar de un perfil de mujer víctima, tampoco las violencias que las afectan se inscriben en un solo espacio. Suceden con mucha frecuencia en sus hogares (a manos de personas cercanas y familiares), en los centros escolares, laborales y de recreación, calles, instituciones públicas, comunidades, en los medios de transporte, etcétera. Reconocer esto es importante para visibilizar su alcance y plantear rutas diferenciadas para prevenirla y atenderla.
¿Cómo establecer rutas para la prevención y la atención? ¿Cuáles son los desafíos más importantes?
En los últimos años han sido muchos los esfuerzos liderados por distintas organizaciones para prevenir la violencia contra las mujeres en Cuba. Desde campañas de bien público como Evoluciona, hasta la puesta en marcha de programas de sensibilización que promuevan su reconocimiento y de acciones de capacitación que profundizan en el análisis de sus causas, consecuencias y principales actores. A esta línea también ha aportado la formulación de políticas o estrategias institucionales por la igualdad de género y las alianzas con personas de distintos sectores (artistas e influenciadores clave) y para posicionar esta agenda en el debate público. Igualmente, ayuda la aparición de series y programas temáticos en la televisión nacional.
Lo cierto es que se ha explorado en múltiples vías, todas valiosas, pero todavía con el desafío permanente de construir agendas conjuntas que aseguren mayores impactos y sostenibilidad de los cambios.
En el caso de la atención, los avances son muy discretos si bien se cuenta con experiencias puntuales que abarcan la orientación, el acompañamiento psicosocial y la reparación en general. La Consejería para la atención a mujeres víctimas de OAR es un referente importante en este sentido. Más recientemente, se cuenta con un espacio similar en el municipio Santiago de Cuba y se espera que otros territorios integren esta iniciativa. Algunos centros de salud han explorado este camino en distintas provincias del país y estaría muy bien sistematizar las experiencias. No obstante, la complejidad que caracteriza a esta violencia y la diversas formas en que se expresa requieren de una atención integral que articule saberes y herramientas de distintas disciplinas para asegurar una reparación de las mujeres víctimas –y sus familias- y también el seguimiento a los hombres que ejercen las violencias. Sabemos que, en estos casos, no se trata de atender un síntoma, sino de atender un problema estructural, cuyas causas son profundas. También se requieren cambios legislativos para contribuir a sancionar este fenómeno de manera más eficaz.
Ambas rutas, prevención y atención social, necesitan fortalecer capacidades de especialistas, actores nacionales y locales, activistas, periodistas y profesionales del ámbito de la comunicación social. Igualmente, urge inversión pública y mejor articulación entre organizaciones e instituciones responsables para avanzar en el largo camino que supone su eliminación.