Cuando el domingo ejerza mi derecho al voto para elegir a los diputados y las diputadas al Parlamento de Cuba, lo haré a sabiendas de cuántas mujeres y hombres, personas blancas y negras; de qué edad y nivel escolar, y hasta cuál tipo de trabajo desempeñan quienes integran la candidatura, pero no tengo la menor idea de la cantidad de homosexuales que habrá en nuestro nuevo gobierno.
No basta —aunque es muy bueno— que en esta próxima legislatura debamos tener como diputada a Mariela.
La Comisión Nacional de Candidaturas presentó como un gran éxito el incremento de la composición femenina del 43% hasta casi el 49% entre la anterior y la próxima legislatura, o el 37% de integrantes de raza negra y mestiza que ahora tendrá la Asamblea Nacional del Poder Popular; sin embargo, lesbianas, gays, bisexuales y transgéneros no poseemos confirmación pública de si habrá aunque sea un solo individuo como nosotros y nosotras en el máximo órgano legislativo.
Aquí saltará enseguida el viejo razonamiento de la heterosexualidad hegemónica de que la orientación sexual y la identidad de género son un «asunto privado», y a nadie le importa con quién uno mantiene relaciones sexuales o cómo cada persona siente su feminidad o masculinidad. Sobre todo porque es más cómodo que la gente disimule, calle, ignore y no pretenda hacer política contra ese orden predominante.
En este punto es muy probable que hasta mis amistades heterosexuales más tolerantes posiblemente me cuestionen: ¿Te imaginas que empezaran a preguntar a las personas cuál es su orientación sexual cuando les propongan para ocupar un cargo público? ¿No resultaría eso para la comunidad LGBT tan discriminatorio como marginarles e impedirles acceder a tales puestos?
Y por supuesto que ahí no estriba el problema, ni tampoco sería el objetivo. Mi gran preocupación es que todavía las personas LGBT que dirigen en Cuba al parecer no sienten la necesidad, ni comprenden la importancia, o tienen miedo de salir del closet de manera pública para hacer política a favor del derecho a la libre orientación sexual e identidad de género.
Pero hay más, el Partido comunista de Cuba aprobó entre sus objetivos de trabajo «enfrentar los prejuicios y conductas discriminatorias por color de la piel, género, creencias religiosas, orientación sexual, origen territorial y otros que son contrarios a la Constitución y las leyes, atentan contra la unidad nacional y limitan el ejercicio de los derechos de las personas».
Ya vimos que el color de la piel y el género son indicadores sobre los cuales hay una estadística fiel en los diferentes niveles de dirección para medir el avance en esa política inclusiva. El origen territorial no suele resultar una condición particularmente relevante para el ejercicio de los cargos —por el contrario, ahora la tendencia quizás es importar hacia responsabilidades nacionales a directivos provenientes de las provincias más desfavorecidas—, y en el caso de los órganos de gobierno ese aspecto lo resuelve en gran medida su propia naturaleza geográfica o el carácter representativo por regiones.
Las creencias religiosas tampoco son un requisito a particularizar de manera individual o colectiva como un dato público, pero sí hay cuidado en incorporar en instancias del Poder Popular a líderes de distintas iglesias o tipos de fe, quienes —por cierto— son muy activos en el Parlamento y predican con muy buen tino y mucho orgullo sus convicciones.
¿Por qué, pues, entre esos prejuicios contra los cuales el Partido tiene la obligación de luchar, el único misterio insondable, la única condición humana que nadie asume, el único discurso que nadie arriesga en un cargo de relevancia en Cuba, es ser homosexual, bisexual o transgénero?
No basta —aunque es muy bueno— que en esta próxima legislatura debamos tener como diputada a la directora del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), Mariela Castro Espín, quien lidera las campañas educativas estatales por el respeto a la diversidad sexual. Tampoco es suficiente que ya contemos en un municipio rural como Caibarién con la primera persona transexual electa por su comunidad para delegada de circunscripción o consejal.
Al menos no es suficiente para mí, y probablemente para muchas otras personas LGBT que desearían un mayor compromiso, visibilidad y activismo de nuestros iguales que ocupan importantes puestos públicos o son figuras de prestigio en cualquier esfera de la vida social en el país.
Por eso, al votar puntualmente este domingo en las elecciones generales, lo haré entonces con la esperanza y como una exhortación abierta y muy enfática, para que también en este enfrentamiento contra la homofobia y la discriminación en todas sus variantes, nos sirvan de ejemplo —más temprano que tarde— los diputados y las diputadas de nuestro próximo Parlamento.
Tomado de Paquito el de Cuba