La noción de violencia simbólica juega un rol teórico central en el análisis de la dominación en general, hecha por Pierre Bourdieu, quien la considera indispensable para explicar los fenómenos vinculados al control y en particular al control patriarcal. Por consiguiente, se hace necesario comenzar el análisis en torno al tema reflexionando sobre la relación que existe entre violencia estructural y simbólica con la legitimidad y reproducción del control patriarcal y sus expresiones en las tipologías de la violencia.

Resulta importante referir que la violencia estructural y simbólica es cultural, responde a la pervivencia de una cultura patriarcal y cuenta con una representación social vinculada a la masculinidad hegemónica, a un régimen heterosexual y a las formas de socialización que estos imponen, donde está presente la dominación de unos seres humanos sobre otros y, por tanto, la consiguiente subordinación que como modelo universal que se nos ha enseñado.

Es por ello que al interior de cualquier relación o vínculo de pareja, e incluso en cualquier otro tipo de relación e interacción social, se continúan reproduciendo posiciones de poder que se establecen en la bipolaridad persona dominadora/persona dominada. Si dimensionamos el término “persona” con características específicas según construcción biológica, psicológica y sociocultural, se aprecia entonces su complejidad según contextos, ideologías, políticas, instituciones sociales y, diría más, en tanto representaciones, construcciones, significados asociados al cuerpo y el control represivo sobre este, mediante las reglas sociales.

En consecuencia, para poder comprender esta complejidad creí oportuno apoyar el análisis en la noción de violencia simbólica y estructural de dos teóricos que estudiaron las formas simbólicas para el ejercicio del poder: Pierre Bourdieu y Michel Foucault, para quienes el ejercicio del poder y la violencia simbólica son inseparables, porque el ejercicio del poder guarda una estrecha relación con la dominación simbólica.

Aunque ambos teóricos coincidieron en este aspecto, realizaron –sin embargo– análisis diferentes sobre el fenómeno.

Según Bourdieu, la violencia simbólica no solo está socialmente construida, sino que también determina los límites entre los cuales es posible percibir y pensar; se instaura en las relaciones sociales de forma amortiguada, invisible, insensible, por los caminos puramente simbólicos del conocimiento y la comunicación, o más exactamente del desconocimiento, el reconocimiento o en último término, los sentimientos[1].

En otras palabras, se ejerce sin coacción física, a través de las diferentes formas simbólicas que configuran las mentes y dan sentido a la acción. Es aquí donde se coloca el por qué naturalizamos e interiorizamos las relaciones de poder, convirtiéndolas en evidentes e incuestionables para las personas sometidas. Y explica por qué se ejerce, además, con la colaboración de quienes la padecen.

Esta construcción teórica y epistemológica permite dar respuesta a recurrentes cuestionamientos referidos al por qué una persona inmersa en el ciclo de la violencia, o que este siendo víctima de cualquiera de sus manifestaciones, sostenga una relación con el agresor que en ocasiones sobrepasa los 12 años de convivencia.

Esta interrogante no solo es una indagación que parte de los profesionales que trabajan el tema, sino de todas las personas que interactúan alrededor de una situación de este tipo. Es por ello que Bourdieu refiere que no solo se instaura por los caminos de la comunicación y el conocimiento y ofrece otros términos, “desconocimiento, reconocimiento y sentimientos”[2].

Durante los talleres de sensibilización y capacitación para el tratamiento a esta temática se constata la importancia de las tres últimas terminologías, porque en la praxis con las personas víctimas de violencia, agresoras y con profesionales, lo primero que se diagnostica son los vacíos del conocimiento sobre el tema, transversalizados por los mitos y estereotipos de género que naturalizan estas prácticas. Por tanto, no solo se necesita llenar estos vacíos, sino facilitar el reconocimiento de la existencia de la violencia en el entramado de las relaciones sociales, su magnitud en cuanto a daños y el porqué de su pervivencia.

Pero hay más; Bourdieu alerta sobre la importancia, no solo de trabajar lo cognitivo, sino de llegar a los afectos, las emociones, para poder movilizar a las personas, tanto víctimas, agresoras, como profesionales que estudian el tema en función de promover el cambio.

A diferencia de Bourdieu, Foucault plantea que no podemos hablar de relación de poder sin que exista una posibilidad de resistencia; quien se subordina no puede ser reducido a una total pasividad, sino que tiene la opción de buscar otras formas de responder al poder, tanto de forma individual como colectiva. De hecho, existen víctimas- sobrevivientes de todo tipo de violencia y un grupo importante de personas comprometidas con las campañas de bien público, que buscan el cambio desde las buenas prácticas en materia de acción social, para lograr equidad, justicia social y respeto a la dignidad humana[3].

Foucault nos alerta sobre la existencia de una serie de desigualdades en relación al papel de los individuos en la construcción social de la realidad, donde se ubica la invisibilidad de una serie de desventajas sociales como la diversidad y pluralidad de las identidades de género, el color de la piel, la religión, la zona de residencia, la situación de pobreza, entre otras, todo lo cual se coloca en el campo de lo político en relación con tres términos fundamentales: desigualdad social, cambio social y poder (otorga importancia al capital cultural, simbólico, económico, sociopolítico)[4].

Foucault ofrece, además, un análisis histórico sobre los modos en que los seres humanos son constituidos como sujetos, lo que nos sirve para explicar fenómenos tan aparentemente diferentes como la dominación personal en las sociedades tradicionales o la dominación de clase en las sociedades avanzadas, las relaciones de dominación militar, tecnológicas, cultural, económica, la dominación masculina, las relaciones de dominación que se establecen en el ejercicio de la sexualidad, o en el ejercicio de la profesión pedagógica, médica cuando ejerce poder en la persona, entre otras. Y es aquí donde se conectan con el resto de las tipologías de la violencia, nominalizadas como violencia económica, sexual (incluyendo todos los tipos de acoso), cultural, laboral, escolar, ginecobstétrica, con una estrecha relación en cuanto a las representaciones sociales y significados del cuerpo.

A modo de conclusión, me gustaría referir que el poder ideológico al que se refiere Foucault, presente en las relaciones de dominación que se establecen en los comportamientos violentos, y particularmente en la violencia de género, el castigo toma significado y tiene como personaje principal e inédito las representaciones simbólicas del cuerpo.

Como bien expresara Bourdieu, la violencia simbólica, esa que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales con el apoyo de expectativas colectivas socialmente inculcadas, transforma las relaciones de dominación y de sumisión en relaciones afectivas; convierte el poder, en carisma. El reconocimiento de la deuda se convierte en agradecimiento, sentimiento duradero respecto al autor del acto generoso que puede llegar hasta el afecto, al amor[5].

Esta alquimia simbólica produce un capital de reconocimiento que reporta beneficios simbólicos, susceptibles de transformarse en beneficios económicos y esto es lo que Bourdieu llama capital simbólico.

En correspondencia con el análisis que propone el artículo, se puede inferir que el capital simbólico es una propiedad cualquiera, fuerza física, riqueza, valor guerrero que, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla, se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica e invisible para el ejercicio del control y en particular del control patriarcal.

Bourdieu nos ofrece la posibilidad de comprender cómo emerge, cómo se ejerce y cómo se reproduce el poder simbólico en campos tan diferentes como el educativo, el lingüístico, el religioso, el científico, el cultural, el familiar o el político.

Su énfasis en el rol de las formas simbólicas en la producción y reproducción de las desigualdades sociales resulta uno de los modos que emplea para distanciarse del marxismo tradicional, el cual subestima, según él, la importancia de la dimensión simbólica de las relaciones de poder.

En otras palabras, el poder simbólico no se reduce al poder económico o político, sino que añade su fuerza especialmente simbólica a esas relaciones de poder. Esa especificidad atribuida a lo simbólico es lo que establece la diferencia entre la visión de la cultura de Bourdieu y la visión ortodoxa marxista de superestructura. El ejercicio del poder requiere, en casi todos los casos, alguna justificación o legitimación que oculte o genere su carácter fundamentalmente arbitrario.

La dominación simbólica se basa en el desconocimiento y reconocimiento de los principios en nombre de los cuales se ejerce. Por todo eso, coincido con Bourdieu en que las revoluciones que cambian las mentes son tan posibles como las que cambian las estructuras sociales.

[1] Hernández, I. (2017) “Prevención y reinserción social de mujeres en doble condición de victimas – victimarias. Metodología con enfoque de género”. Tesis para optar por el grado de Doctor en Ciencias Sociológicas.

[2] Bourdieu, Pierre y Passeron, J.C. (2002) La reproducción. Elementos para una teoría el sistema de enseñanza. Editorial Popular: Madrid.

[3] Foucault, M. (1975) Vigilar y Castigar.

[4]Peña, W. C. (2009) “La violencia simbólica como reproducción. Biopolítica del poder”. En: Revista Latinoamericana de Bioética. ISSN 1657-4702/volumen 9/Edición 17/Paginas 62-75/Junio-diciembre.

[5] Fernandez, J. M. (2003) “Habitus y sentido práctico en la obra de Bouerdiue”. Cuadernos de Trabajo Social, vol.16 (2003), 7-28.

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