Por Ilse Bulit
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La noticia de la muerte de la musicóloga, compositora y pianista María Álvarez Ríos en la madrugada de este 6 de diciembre, hizo retornar a la niñez a numerosos artistas cubanos.
Nacida en el poblado de Tuinicú de la antigua provincia de Las Villas en un junio caluroso de 1919, esa madrugada fría la apagaba a los 91 años y podía reducirla, a pedido propio, a cenizas; pero jamás desaparecería de tanto niña y niño que ya adulto y hasta en la adultez mayor, incorporaría ante un escenario cualquiera, el consejo de María escuchado muchos años atrás. La impronta María, distribuida y multiplicada en diversos aspectos de la cultura nacional, estuvo y estará en la música detrás de cortinas teatrales, en paneles instructivos en los años iniciales de la televisión, en las traducciones de óperas italianas al español, en numerosas composiciones de variados géneros, en meticulosas investigaciones.
Este alud de posibilidades, dada la inteligencia, creatividad y tesón de la poseedora, puede reproducirse en las largas listas analizadas para otorgar premios y condecoraciones y después de la muerte, para rellenar las frías efemérides del año.
La inmortalidad de la impronta María está en esos artistas que, en Cuba o en el extranjero, regresaron a la niñez y evocaron sus enseñanzas. Más allá del acople de voces, de la colocación de las manitas en el piano, de la medición de pasos y movimientos en el escenario, estaba lo otro, lo fundamental: esa hermosa relación de respeto mutuo lograda entre los niños; la ruptura de toda diferencia de sexo, raza, belleza o condición social; la asimilación del arte como un escalón en el crecimiento humano.
Menuda, leve y silenciosa, gustaba estar sin estar para la curiosidad pública. Dulce de voz en oraciones cortas y definitorias. Justa en los señalamientos críticos y libres de adornos embaucadores. Firme en los principios abrigados… hasta el fin.
Al recordarla, alguno bajará, avergonzado, la cabeza, por haber transgredido las leyes del arte verdadero y cotizarse como una mercancía en mostrador o se morderá los labios porque el triunfo lo convirtió en un petulante, lejos de la modestia que ella les indicó profesar.
Habrá otros, ojalá sean los numerosos, que después del impacto primero por la tristeza de la ida física, sonreirán porque le continúan el derrotero en propios alumnos y seguidores.
María Álvarez Ríos merece ser recordada, admirada y seguida, en primer lugar, en su condición de educadora, de las herederas de la mejor escuela cubana, con raíces profundas desde el Siglo XIX y que enseñan la carrera del vivir en paz con la humanidad y la naturaleza.
Diciembre de 2010