Quien la haya escuchado hablar, jamás volvió a ser la misma persona. Si encima de tanto privilegio tuvo la dicha de recibir alguna de sus clases, está claro que pudo dar su vida por transformada. Pero si alguna de esas tardes del año, con la compañía de un café o alguno de los dulces que tanto disfrutaba, pudo entrar a su casa, compartir su espacio mágico y ver de cerca la relación de amor que la unía a su esposo, esa persona puede dar toda la fe de que Isabel Moya era de esos seres que caen en la Tierra, provenientes de cualquier galaxia inexistente, para transformar lo que no se hace bien en este planeta.
Yo tuve todas esas suertes. Y me siento feliz por eso. Porque un día la admiré de lejos, porque después la tuve frente a mi pupitre, porque recibí un correo suyo solo para reconocerme un trabajo y porque, sin ton ni son, me vi en su casa de repente y completé la mejor de las impresiones sobre esta mujer transgresora y única.
Viví también su amor, que no es cosa fácil de contar. Entendí la complicidad casi infantil entre ella y ese Juan Carlos que la acompañaba a todas partes, que era sus pies cuando ella no podía andar, su elevador cuando ella debía ir de un sitio a otro y su medio de transporte más fiel y cariñoso. Descubrí la pasión y el modo especial que tienen para admirarse dos seres cuando se comprenden más allá de los límites, los problemas, los años, la vida que se empeña en ir para un lado y no para el otro. Los vi amarse, si es que puede decírsele al modo único en que ellos se elevaban, uno en brazos del otro. Y eso no es cosa que se olvida fácil. Nada de lo que enseñaba Isabelita es lección para dejar ir al doblar la esquina.
Su mirada es la mejor enseñanza. Ese modo único de escrutar allí donde pareciera que una mujer va bien, cuando en realidad la están queriendo vulnerar, no es entrenamiento común al que se pueda llegar por una ruta propia. Hay que partir de la mano de Isabel Moya, de sus cinco sentidos aguzados para identificar cuando se denigra, se limita, se margina, y para entender también el mejor modo de revelarse. Y hacerlo de pensamiento, que es la estrategia más perenne. Y de conocimiento, que es la forma más segura.
Por eso liberó de casi todos los frenos a la Editorial de la Mujer, a la revista Mujeres, y a cualquiera de los espacios a los que llegó para ser el brazo fiel de la Federación de Mujeres Cubanas. De nada valen los saberes que se repliegan en sí. Solo aquellos que se multiplican y se atreven a ser guía de la autoridad de un país pueden sentirse plenos de haberse dado sin miramientos, de entregarse a una Cuba que aún tiene mucho que hacer en materia de género, pero que ha conseguido tanto del alma impulsora de seres incombustibles como Isabel, de guerreras a prueba de todo, como ella misma.
Fue así que cambió para siempre a todos los que miraban de lejos sus clases en la Facultad de Comunicación, sus postgrados en el Instituto Internacional de Periodismo, y a quienes se sentaron a escucharla hablar de estereotipos, de lenguaje y sexismo, de ese masculino genérico que tanto la indignaba y de la emancipación para todas, y no para las elegidas, sino para que cada mujer tomara el mundo por su cuenta y se sumara a la sociedad desde la mayor de las valentías.
Comunicadora hasta el final (si es que para mujeres así puede hablarse de finales), no cesaba de proclamar su lucha feminista con ese ánimo de modificarlo todo, dinamitarlo todo, mejorarlo todo y hacer del mundo un espacio para que todos los saberes y existencias confluyan.
«Si las mujeres ponemos nuestro sueño unidas, si tratamos de ir poniendo ese granito de arena en el camino, pues para la próxima generación se acercará más al horizonte, y así sucesivamente», dijo en una entrevista inédita a Resumen Latinoamericano, como parte de un documental que aún no se ha estrenado.
«Tú sabes que la historia generalmente se cuenta desde los triunfadores y desde los varones, porque la historia muchas veces se cuenta solamente desde las guerras y los conflictos y hay muy pocos libros de historia donde se hable de los espacios de resistencia y más, de resiliencia, ¿verdad?», razonó en ese mismo material. Hay que contar la historia desde nosotras, entonces. Hay que contar la historia desde nuestra Isabelita Moya.
Para ello están todos sus libros, cada conferencia que dictó, cada pensamiento que compartió, cada sexo de un ángel caído, el azogue de todos los espejos y cada página sin contraseña a la que dejó acceder desde esa bondad con carácter que daba, pero exigía a cambio una transformación, un ser a cambio de todo, una entrega incondicional para la causa de todas las causas: la de la libertad.
Allí donde Isabel puso su mirada nunca más nada se verá igual. Una vez que ella desmintió las manipulaciones, nadie más volverá a caer. Después que desmanteló el legado simbólico de un pensamiento patriarcal dominante, ya no hay mujer alguna que no se percate de si está siendo tratada como objeto o soslayada como ser pensante y viviente. Para todo hay que ponerse ya los espejuelos de Isabel.
Esos lentes que ella creó para todas y todos nosotros, cuando creó las teorías que no existían para describir la realidad que pululaba sin pensamientos. Los lentes de la lucha perenne de Isabel que no podemos dejar de usar para salvarnos junto a ella. Para entender la lucha diaria como su amor inacabable por el periodismo, esa pasión que salva, dijo ella. Esa combustión especial que la eterniza para cada una de las personas que estuvo cerca de su espíritu.
Algún día seré madre. Si es niño, se llamará Daniel, como el profeta que salvó a Susana en la Biblia. Si es niña, se llamará Isabel. Y tal vez no tenga una justificación de mayor peso para la elección que contarle a la pequeña que una insigne maestra y mujer llevó su nombre. Que le toca a ella entonces caminar por su camino para llegar al nivel más supremo de la emancipación: el que libera el alma.