Prevenir y atender las violencias machistas es muy difícil, pero las condiciones que distinguen a los entornos rurales lo hacen todavía más complejo. Herencias culturales más conservadoras, creencias arraigadas, difícil acceso a la información y a los recursos configuran un escenario muy particular para la ocurrencia de este tipo de maltrato.
Para Yenisei Bombino Campanioni, socióloga, profesora de la Universidad de La Habana y estudiosa durante años de esta problemática, “los factores estructurales y culturales que están presentes en las comunidades rurales inciden en esta realidad. Allí es donde a menudo están más reforzados los estereotipos de género y sociales que posicionan a las mujeres en condiciones de desventaja y de mayor discriminación; de vulneración de derechos y de condiciones de minusvalía e inferioridad respecto a sus pares masculinos”.
¿Tienen entonces las mujeres rurales más riesgo de ser víctimas de violencia de género?
Sin dudas. En estas comunidades se mantienen y reproducen tradiciones de discriminación del patriarcado y de una sociedad muy machista, reforzadas por estructuras sociales, culturales y políticas –recordemos que lo personal es político- que sostienen y agravan la situación de las mujeres.
Algunos de estos elementos estructurales tienen que ver con que allí la producción agropecuaria es la principal fuente de empleo. Este un sector donde históricamente ha existido un predominio masculino y una valoración social de que son trabajos rudos, “de hombres”. Esta es una primera condición que hace que las mujeres tengan menos posibilidades de empleo y trabajo remunerado; algo que les generaría mayor independencia y solvencia económica.
En segundo lugar, en las comunidades rurales hay una reproducción de la vida cotidiana muy explotada –vamos a decirle así–, que deja a las mujeres poco espacio para cultivarse de manera integral, desde la ciencia, el conocimiento y también desde su autocuidado. El trabajo doméstico no remunerado les ocupa todo el tiempo. Tenemos las estadísticas de la Encuesta Nacional de Igualdad de Género de 2016 (Enig), donde se identifican sustantivas diferencias en el tiempo que las mujeres dedican al trabajo no remunerado.
Las cubanas emplean 14 horas más que los hombres, como promedio, en una semana, al trabajo no remunerado; una brecha que se amplía en las zonas rurales. Entonces, están los temas del cuidado, del trabajo doméstico –y, por tanto, de la reproducción de la vida– en un contexto donde no existen servicios públicos de apoyo a la familia, por lo que todo cae sobre los hombros de las mujeres.
Sobre ellas recae también un proceso de sometimiento a la familia que las limita; lo mismos con la familia de origen que con la que forman luego. Eso se vincula con el hecho de que son comunidades muchas veces de difícil acceso, por lo cual los lazos de sociabilidad son muy endebles o no existen. Estoy hablando del distanciamiento, del aislamiento que tienen las mujeres en zonas rurales, donde no encuentran con facilidad la ayuda de amistades, familiares, redes de apoyo para salirse de los ciclos de la violencia.
En estos espacios también es más difícil encontrar instituciones que existen en las zonas urbanas, como las Casas de Orientación a la Mujer y a la Familia de la Federación de Mujeres Cubanas u otras de apoyo a las familias. Todo eso hace que sean más frágiles las posibilidades de superar las condiciones dependencia y sometimiento y, por tanto, de poderse liberarse de las garras de los mecanismos patriarcales.
¿Se expresan diferente esas violencias en contextos rurales que en urbanos? ¿Qué características presentan?
Hay investigaciones que confirman, al menos, dos diferencias visibles. Una está vinculada con la maternidad. Se han identificado expresiones de hombres del campo que dicen tener hijos con todas las mujeres con que se acuestan y, por parte de las mujeres, muchas de las que habitan en zonas rurales también tienen hijos con diferentes hombres, que luego las abandonan. Ahí hay una relación importante de violencia, sometimiento y también de falta de autonomía sobre sus cuerpos.
Otra de las diferencias es que muchas veces, en las zonas rurales, las manifestaciones de la violencia contra las mujeres toman la forma de escarmiento público. O sea, la violencia se da hacia afuera, como una manera que tienen los hombres de demostrar públicamente que ellas son de su propiedad y que tienen el poder social y el poder del cuerpo de esa mujer. En las zonas urbanas la violencia se da más puertas adentro.
Por otro lado, en las zonas rurales hay mayor aceptación pública de esa violencia; no hay un cuestionamiento social de su existencia, porque mayormente se reconoce que el hombre tiene el derecho de maltratar y someter a las mujeres, porque son “su propiedad”; porque dependen de él, no solo económicamente, sino también socialmente. O sea, en esas comunidades puede haber procesos de involucramiento y complicidad social; e incluso un consentimiento familiar a través del silencio.
A veces se da una suerte de pacto entre las madres u otras mujeres de la familia, para silenciar intercambios de favores sexuales entre muchachas muy jóvenes y hombres mayores, a cambio de beneficios económicos, o de otra naturaleza; algo que en las zonas urbanas puede identificarse más como prostitución. Es como el secreto del payaso: todos lo conocen, pero de eso no se habla.
También ocurren manifestaciones de violencia relacionadas con la identidad de género. Allí la violencia contra personas no heterosexuales o transgénero, por ejemplo, suele ocurrir con una fuerza brutal y características propias, que llegan, incluso, a la violencia extrema.
¿Cuáles son los principales desafíos para la prevención y atención a este fenómeno?
Entre los principales desafíos está desestructurar todos los estereotipos que existen en torno a esta cultura social que otorga derechos a los hombres sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres; pero también el empoderamiento de las mujeres sobre su cuerpo, pero igualmente sobre su capacidad de gestión social, económica y política.
Mientras en estas comunidades rurales no existan opciones de empleo, de crecimiento cultural y social para las mujeres, no habrá cambios. No puede haberlos. Porque ellas siguen en esa relación de dependencia. Mientras no existan instituciones fortalecidas que legislen y sean espacios de asesoramiento, acompañamiento y defensa, es difícil que puedan salir de esa situación. Mientras no existan servicios de apoyo a la familia, tampoco. Hay que generar cambios en las vidas de mujeres y hombres rurales para evitar relaciones de violencia de género.
Le puede interesar, además:
Urge mirar a las zonas rurales
La violencia machista afecta el bienestar de las mujeres rurales
Jenettee García: «Hay una correlación entre violencia de género y espacio rural»
Comunidades rurales reciben capacitación sobre violencia
Lo rural como circuito espacial de la violencia contra las mujeres
Excelente insistir en la existencia y reproducción de desigualdades de género en los escenarios rurales donde desde lo estructural y lo simbólico se muestran particularidades a tomar necesariamente en cuent ñ
para transformar las condiciones que viven estás mujeres. Muchas investigaciones sociales y estrategias muestran que este es un problema esencial y que el tratamiento debe ser particular tanto para las políticas públicas como para los sistemas educativos. Perviven en los espacios familiares inequidades que para contribuir a eliminarlas hay que trabajar desde una perspectiva integral basada en la corresponsabilidad y la actuación multiactoral y desde un enfoque de la interseccionalidad.