Después de casi dos décadas de estudiar la violencia, tanto en investigaciones sobre la prostitución como el maltrato infantil, asociado a violencia intrafamiliar o violencia doméstica, me he percatado de que a cualquier individuo le resulta difícil confesar que ha sido víctima de esta dentro de su propia familia.
Cuando hablamos de violencia, lo primero que nos viene a la mente son los golpes del hombre hacia la mujer, de la madre al hijo; manifestaciones que quedan encerradas en el silencio de cuatro paredes, dígase de una casa, un cuarto, un albergue.
A estos espacios los llamaré espacios vacíos, vacíos de afecto, amor y comunicación, dónde las personas no son capaces de expresar, con palabras, sus sentimientos, emociones y sensaciones de bienestar, e inician su “dominio” en espacio familiar, a manera de Violencia-Poder-Fuerza.
Nos pasamos mucho tiempo relegando la existencia de la violencia intrafamiliar y pienso que una de las razones es el silencio de nuestras familias sobre su existencia en estos espacios vacíos. También pensamos que la violencia no afecta a nuestra sociedad y la asumimos como un fenómeno de otras sociedades.
No nos damos cuenta de que la hacemos invisible, la silenciamos, manteniendo estos espacios vacíos “cerrados” e inaccesibles, en los que se hace más difícil la intervención de los especialistas, con acciones que pueden durar semanas, meses y hasta años, provocando daños en los implicados, muchas veces, irreversibles.
Entonces, pienso que el primer obstáculo que nos impide reducir o abolir la violencia es el cultural, por lo factores predisponentes de la percepción individual, el conocimiento y las actitudes.
Estamos acostumbrados a utilizar a la violencia como método disciplinario, educativo y correctivo para modificar los comportamientos de cada individuo dentro de la familia, en dependencia de los patrones socioculturales preestablecidos. Esto limita una visión clara de este fenómeno que, de una forma u otra, toca a la puerta de los hogares de muchas familias cubanas.
Lo valioso no es que reconozcamos que en nuestro país ocurren casos de maltrato físico infantil, de abuso sexual, psicológico, de violencia intrafamiliar, conyugal y económica; sino que con nuestras investigaciones, entremos a esos espacios vacíos y hagamos ver a la sociedad que la violencia no está alejada de mí, ni del otro, ni de otros, que no es algo que nunca nos va a tocar, que podemos ser víctimas o victimarios, según el contexto.
Para lograr la sensibilidad de esta problemática hay que visualizarla. No hacen falta cifras exactas porque sabemos que por cada hecho de violencia intrafamiliar conocido existen, como promedio, diez hechos invisibles. Sólo este dato debe hacernos susceptibles, a los especialistas que trabajamos esta temática, para verla como un problema de salud que afecta a todas las esferas sociales, que nos atañe a todos y así poder prevenirla, que es, en definitiva, lo más importante.
En Cuba, durante los últimos años, este fenómeno ha adquirido resonancia social y de salud. No porque tengamos estadísticas similares a otros países, sino porque hoy son más conocidas y estudiadas estas conductas a favor de su visualización.
Sin embargo, pienso que la violencia no sólo debe abordarse desde la investigación, sino también, por ejemplo, desde la comunicación social porque los medios contribuyen mucho a visualizarla. Por eso debemos implicar no sólo a equipos multidisciplinarios. También debemos hacer un llamado a la intersectorialidad, porque este fenómeno se manifiesta no sólo en la familia, sino en toda la sociedad: en las colas o filas, en los ómnibus, los centros laborales…, o sea, fuera de esos espacios vacíos, donde se reúnen personas que dejan de pertenecer al micromedio familiar y pasan a lo macrosocial. Esta unificación de fuerzas sociales tiene poder para cambiar, para revolucionar aquello que para nosotros es conducta violenta.
Educar a nuestros ciudadanos en que la violencia familiar no es un problema de espacios vacíos, no es privada y no debe serlo, mucho menos en una sociedad como la nuestra; tiene que ser de interés también del sector de la salud, del sector educacional y de la sociedad toda.
Ninguna sociedad, como la cubana tiene tantos recursos para enfrentar y ejercer una acción profiláctica en este sentido, porque combatir la violencia intrafamiliar implica, no una urgencia, si no una emergencia de prevención y educación.
Vencer la herencia de violencia no es alcanzable a corto tiempo. Pero, no por esto, irrealizable. No se trata de aprender a vivir con la violencia, sino de percibirla como un fenómeno controlable y transformable, que trasciende a la ciencia para poder abordarla desde la intersectorialidad.
Las generaciones futuras tienen derecho a vivir en un mundo de paz, sin violencia, que puede ser traducido en salud, bienestar y calidad de vida.