En el caso de las mujeres, la violencia estructural se refleja mejor en el concepto de dominación, algo que va más allá de lo económico. Se trata de una violencia de género derivada del lugar que ellas ocupan en el orden económico y de poder hegemónicos. El que la estructura de la propiedad y de los salarios sea desigual, cobrando menos las mujeres por trabajos iguales a los de los hombres; que la pobreza en el mundo tenga rostro de mujer –la feminización de la pobreza–, es violencia estructural contra ellas. También lo es que el poder con mayúsculas, responsable de la toma de decisiones importantes que atañen a las vidas de hombres y mujeres, esté sesgado a favor de los hombres. Ellos son quienes ocupan los cargos importantes, las presidencias de los gobiernos, las jefaturas de las iglesias, los puestos dirigentes de la mayoría de las instituciones y corporaciones del mundo[1].
También es violencia estructural de género –por lo que tiene de incremento de pobreza y de carga de trabajo añadida–que la mayoría de las familias monoparentales, con hijos pequeños o mayores de pendientes, caiga bajo la responsabilidad única de una mujer. La división sexual del trabajo está también en la base de una violencia estructural. No solo por la existencia de una doble jornada material, sino por la extracción de una plusvalía de carácter afectivo, que además no es reconocida.
Hablar de violencia estructural es, en palabras de Pastor[2], hablar de la construcción social impuesta por el patriarcado, en la que se conectan múltiples sistemas, desde la familia, la educación, la iglesia o la política, hasta los medios de comunicación o la economía, en la cual las mujeres nos encontramos en una situación de desventaja con respecto a los varones.
Sin dudas, en el caso de las mujeres, toda esta diferencia de oportunidades origina una permanente situación de desigualdad que puede calificarse como violencia estructural o injusticia social; violencia que, a su vez, puede ser manifiesta o latente y ha sido conceptualizada también como violencia indirecta o institucional[3]. De manera que resulta imprescindible quebrantar las estructuras que las promueven y legitiman, si queremos poner en crisis su existencia.
Hay que insistir en que la violencia estructural se refiere a la dimensión macro de la violencia, la cual índice directamente sobre todas las dimensiones sociales y configura un sistema social, pero se presenta invisible y legitimada porque está entronizada en las instituciones y estructuras sociales y su reproducción cursa a través de las normas y pautas sociales de manera sistémica e histórica, al naturalizar las relaciones de dominio. Por otra parte, como se presenta objetivada en la cultura de manera sutil y silenciosa, sin mediar la coerción física, resulta invisibilizada, aunque es capaz de generar tanto daño y sufrimiento como cualquier otro tipo de violencia.
Un papel de primer orden en esta objetivación de la violencia estructural lo juega la violencia simbólica. El concepto de violencia simbólica tiene varias interpretaciones, pero en primer lugar se presenta como la cara simbólica de la violencia estructural. Como señala Bourdieu,
debido a que se encuentra inscrito y en las divisiones del mundo social, o más concretamente en las relaciones sociales de dominio y explotación que se han instituido entre los sexos, y en las mentes, bajo la forma de los principios de división que conducen a clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas según distinciones reducibles a la oposición entre lo masculino y lo femenino, el sistema mítico-ritual es continuamente confirmado y legitimado mediante las prácticas mismas que determina y legitima[4]. La legitimación que requiere el poder es la que determina el carácter simbólico de la violencia, cuando esconde o disimula el acto impositivo, “eufemizándolo”, en palabras del propio Bourdieu.
Sin dudas, la lógica patriarcal consolida, además, mediante esos mecanismos de legitimación, un sistema punitivo que margina y desvaloriza a quienes no se ajusten a los dictámenes patriarcales. Se integra en la socialización de género mediante mitos, creencias y convicciones que son reforzadas por la cultura. De esa manera, la violencia contra las mujeres se ejerce de modo imperceptible, porque está integrada en el sistema e interiorizada en todos sus elementos, formando parte de sus estructuras, funciones y valores, como pilares que mantienen la sociedad.
Las expresiones de violencia que se instauran en la cotidianidad de las mujeres, como prácticas sociales legitimadas en la cultura, permanecen invisibilizadas y las propias mujeres las reproducen en sus relaciones, sin percibir el carácter estructural de esos procesos violentos por motivos de género; lo que las convierte en agentes culturales de violencia. Ellas reciben e internalizan las normas de desigualdad y sometimiento mediante la socialización y luego replican esa violencia estructural en sus historias de vida.
La dimensión de género de la violencia estructural es expresión de desigualdad y sexismo e influye de manera decisiva en las condiciones vitales y en la experiencia de las mujeres, afectando el pleno disfrute de sus derechos como sujetos sociales.
Según un informe de Naciones Unidas[5]: “la premisa central del análisis de la violencia contra la mujer [….] es que las causas específicas de dicha violencia y los factores que incrementan el riesgo de que se produzca están arraigadas en el contexto general de la discriminación sistémica por motivos de género contra la mujer y otras formas de subordinación. Dicha violencia es una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre las mujeres y los hombres que se refleja en la vida pública y privada”.
Los mecanismos de los que se vale la violencia de género para su persistencia están íntimamente relacionados entre sí y cursan a lo largo de todo el ciclo vital de las mujeres. Por ello, resulta indispensable reconocer y actuar sobre las causas que la generan para incidir en su prevención y atención de forma adecuada. Es necesario actuar sobre la violencia directa (defensa, protección, recuperación de las víctimas, castigo a los agresores) y sobre la cultural (que anida en la religión y la ideología, en el lenguaje, el arte, la ciencia, el Derecho, en los medios de comunicación y en la educación). Pero los esfuerzos no serán completos sin atender y desmontar las causas y manifestaciones de la violencia estructural, que transita por procesos en los que la acción violenta se realiza a través de mediaciones “institucionales” o “estructurales”.
Las dimensiones estructurales y culturales de la violencia de género indican que se trata de un problema cuyas causas y consecuencias implican al conjunto de la sociedad y no únicamente a las mujeres que se convierten en víctimas. De ahí que las medidas para su erradicación pasen por la estructura que le sirve de sostén, elaborando estrategias globales de atención y prevención mediante políticas públicas a corto y mediano plazos, que contribuyan al desmontaje de la violencia de género en todos los ámbitos de la sociedad.
[1] Mañas Viejo, Carmen: “Violencia estructural y directa: Mujeres y visibilidad”. En FEMINISMO/S Revista del Centro de Estudios sobre la Mujer de la Universidad de Alicante. Número 6, diciembre de 2005. ISSN: 1696-8166.
[2] Pastor, Rafaela: “Erradicar la violencia contra las mujeres: una lucha sin tregua”, en Revista con la A, No .27, 25 de noviembre de 2013. Disponible en http://numero27.conlaa.net/index.php?option=com_content&view=article&id=60:violencia-structural-mandato-patriarcal&catid=37:transversales&Itemid=65
[3] Galtung, Johan: “Investigaciones teóricas. Sociedad y Cultura contemporáneas”, Madrid, Tecnos-Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», 1995, pp. 314-315.
[4] Bourdieu, Pierre: “La dominación masculina”, ediciones Anagrama, 2010.
[5] Organización Naciones Unidas (2006) “Estudio a fondo sobre todas las formas de violencia contra la mujer” Disponible en http://www.eclac.cl/mujer/noticias/paginas/1/27401/InformeSecreGeneral.pdf