Muchas personas comunes no consideran como violencia de género aquella que se enrosca entre sábanas y silencios, cuando una mujer presta su cuerpo para ser usado sexualmente. No reconocen como maltrato sexual la descarga seminal de un hombre que cree que ella ha de prestarse siempre para el acto sexual, si no con ganas, al menos dócilmente, que no es lo mismo pero a él le da igual.

Hace años me intereso por el tema de la violencia sexual. Investigo, escribo sobre este aspecto y las cartas que recibo, los correos electrónicos, son además un termómetro. Quizá por ello tengo la convicción de que no sólo es ruin, sinuosa y dañina para la salud mental femenina; resulta también muy secreta, tan secreta que apenas si se habla de ella.

Los medios de difusión, con frecuencia, reconocen el maltrato sexual desde el estupro, la lascivia, el acoso, la violación, que marcan, sin dudas, a cualquier mujer, adolescente o niña, si no para siempre, como huella que queda permanente en el recuerdo, como herida en el corazón.

Sin embargo nosotras, como comunicadoras, ¿nos dedicamos a poner en blanco y negro esa otra violencia sexual que se da en la propia cama matrimonial? ¿Reconocemos el malestar-sufrimiento-agonía de miles de mujeres que esconden su dolor-humillación en no sé qué vericueto del alma? ¿Acaso tenemos total conciencia de este tipo de maltrato?
Una amiga me confesaba, con total espanto, que había oído a un hombre decirle a su mujer: “Chaparrita, ve y acuéstate y abre las piernas, que voy pa’ allá.”

Que tire la primera piedra….

…quien no ha sido alguna vez víctima de violencia sexual. Abrir esa caja de Pandora no es solo poner en evidencia una realidad que sufren cotidianamente ¿cuántas mujeres?, ¿cientos, miles, millones? Es también poner al desnudo otro maltrato aún más innombrable, que disfrutan los hombres voyeristas y exhibicionistas.

He sido víctima de la actuación de tales individuos en la playa, al acercarme a la orilla, nadando por debajo del agua, con careta, y encontrar que un exhibicionista me ha estado esperando, atravesado en mi ruta, para enseñarme su pene inhiesto, pero yo me he hecho la boba, la que no vio nada, la que creyó ver “una punta de coral” para no hervir de cólera, para no formar lo indeseable y terminar echando a perder un fabuloso día de verano.

Este aspecto de las y los parafílicos, y la violencia que ejercen sobre muchas personas inocentes, de todas las edades, es otro asunto que bien vale tratar en su momento. Pero volviendo al tema de hoy, quiero compartir con las colegas una carta que recibí de Fabiana, de Veracruz, México. Es sumamente gráfica. Una puede imaginar la escena. Dice así:

Siempre espero que mi marido se duerma para acostarme. Así evito su aliento ácido, el peso de su cuerpo sobre el mío, el semen que derrama en mi vagina. Algunas veces me espera despierto o me obliga a dejar lo que estoy haciendo para “hacer el amor.” ¡Qué ironía! Nada cambia, todo es siempre de la forma más fácil para él, corriéndose en pocos minutos, por suerte para mí. Así y todo, durante ese tiempo que me parece eterno, yo permanezco como en la caldera del diablo, asándome a fuego lento.

Cuando nos casamos, hace 32 años, yo lograba sentir, pero no sé si los años o el cansancio me han ido quitando las ganas. Me he vuelto una inútil en esto del sexo, pero tengo que seguir complaciéndolo porque para eso soy su mujer, lo entiendo y eso me enseñaron. Yo nunca había hablado de esto, pero yo quisiera saber hasta cuándo va a durar esta obligación que cada día soporto menos.

Siempre que recibo confesiones de mujeres que asumen su martirologio sexual sin una queja, como un deber, un sentimiento de tristeza me invade. A lo largo y ancho de nuestra área latinoamericana y caribeña ¿cuántas mujeres pueden contar historias parecidas? A muchas, nunca les enseñaron a negarse a una relación sexual cuando no la desea; otras tantas, ni siquiera pueden negarse porque dependen económica o emocionalmente de ese hombre que las manipula y viola, y que pasa por alto besarlas, acariciarlas, excitarlas y llevarlas a su mismo nivel de deseos eróticos porque, en no pocos casos, disfruta ese hombre la violencia, el sometimiento de “vaciar su semen” cuantas veces quiera en aquella vagina que no siente, pero sí padece.

Esta carta, publicada en mi libro Enigmas de la sexualidad femenina, es una de las misivas que he recibido, que abordan el asunto sin afeites.

Otras cartas se refieren a la violencia marital de otra manera, porque las propias mujeres no la reconocen. No saben que son víctimas. Su árbol genealógico está repleto de silencios, de complacencias y a veces hasta de un orgullo vano por ser capaz de excitar a su pareja, aunque ella sienta poco o nada.

Una carta que recibí recientemente en mi consultorio del portal http://www.astrolabio.net es, sin dudas, otro drama, otra cara de la misma moneda:

Es mi deber de esposa, yo lo sé. Nos casamos por la iglesia y yo juré que estaríamos juntos hasta que la muerte nos separe. Yo estoy muerta en vida, así puedo justificar mi desinterés hacia un hombre que nada más puede tener sexo vestido de mujer. Eso lo supe la primera noche de la Luna de miel, pensé que podría con aquello, lo pensé porque él es bueno, pero han pasado los años, tres hijos, ciertos lujos, y cada día lo detesto más. He sido obligada a violentar mi gusto, mis apetencias, mis deseos de estar sencillamente con un hombre. Un hombre es todo lo que quiero.

Deber de esposa

Bajo esa frase se esconden miles de lamentos y encrucijadas. Los “deberes de esposa” tienen tantas facetas como el más variado calidoscopio. En el IV Congreso Cubano de Educación Orientación y Terapia Sexual, celebrado en enero, mi buen amigo, el doctor Celestino Vasallo, psiquiatra de larga experiencia como terapeuta sexual, presentó un estudio sobre anorgasmia femenina.

Entre los resultados que obtuvo me llamaron la atención dos en particular. El primero: de las 227 mujeres estudiadas, el 90 por ciento de ellas tenían anorgasmia coital; sin embargo, la mayoría lograba el máximo de excitación por medio de la masturbación.

Al preguntarle a qué atribuían la causa de su anorgasmia coital, solo el 27 por ciento culpó a su pareja; el resto, consideraba que era una “deficiencia” que ellas tenían.

Con la terapia, muchas parejas aprenden a darse tiempo, a orgasmar con penetración y a comprender que no se trata de limitaciones femeninas, atrofias físicas, “anormalidades”, sino de cuestiones que tienen que ver casi siempre con el trato más o menos violento o brutal, y también con el “tempo” de cada quien, por lo general, nosotras alcanzamos altos niveles de excitación, pero de manera más lenta que los hombres; en fin, el aprendizaje necesario de que en cinco minutos no es posible hacer nada bien hecho.

Un grupo importante de mujeres estudiadas por el doctor Vasallo llevaba varios años soportando esta situación, hasta que, un día, decidieron buscar ayuda.

El segundo resultado que deseo comentar, bien llamativo por cierto, es que el 96,4 por ciento de las mujeres encuestadas manifestó que, durante la relación sexual, fingían el orgasmo siempre o de manera ocasional.

El fingimiento como autoagresión

Hay muchas maneras de autoviolentarse, agredirse, sin usar látigo, cortarse las venas o tomarse un montón de somníferos. Las mujeres del estudio del reconocido psiquiatra eran de muy diversos niveles culturales, algunas exitosas en su profesión y reconocidas como figuras públicas. En ellas no encaja la historia de que “han sido educadas para la sumisión.” Entonces ¿qué pasa? ¿por qué fingen orgasmos que no sienten?

Más allá de lo controversial que resulta la personalidad femenina, existe la necesidad que tienen algunas mujeres de engañar a sus parejas con alaridos y contorsiones, para hacer creer a su “hombre” que con él se acabó el mundo.

Para ciertas mujeres con quienes he conversado sobre este asunto, parece ser de gran importancia alimentar el ego masculino, la virilidad, a costa de un autosacrificio que ellas no consideran baldío.

Otra arista del asunto

En 1987 escribí para la revista Mujeres un artículo que lleva por título: “Fingir en el lecho ¿Un deber conyugal?” Fue la primera vez que traté el tema y me motivó a reflexionar sobre esta problemática la confesión que me hizo una profesional de 40 años. Es otra arista del asunto y después he conocido muchos otros casos parecidos.

Mi matrimonio está como detenido en el tiempo, apagado, y ya me siento resignada a que sea así. Nos ha ganado la monotonía y la cotidianidad: cuando llegamos del trabajo y nos vemos, es un hola, qué tal, frío seco, y comenzamos a hacer las cosas de la casa, las mismas de siempre. Al acostar a los muchachos, nos sentamos frente a la TV y apenas hablamos, si acaso, del trabajo, pero de lo que sentimos y pensamos uno del otro, jamás.

Mi madre me dice: Tienes un marido magnífico, que se ocupa de la casa y de los niños ¿qué más quieres? Yo quiero una vida espiritual plena e interesante. Deseo sentir que vivo nuestra intimidad y no como ahora: una verdadera rutina, casi idéntica, en la cual no siento nada.

Nunca más supe de esta mujer. No sé si puso en práctica algunas decisiones que debía tomar, especialmente la de hablar con su compañero de lo que estaba pasando, de sus sentimientos. Nadie es adivino. Y menos aún cuando se está haciendo creer algo que no es cierto. Indudablemente, es el primer error que desencadena otros muchos. Un hombre que ama realmente a su mujer y le interesa su placer, agradece tal franqueza. Lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora.

Han pasado 20 años de este primer artículo sobre el fingir femenino. La era de la estrepitosa tecnología que se nos viene encima no cambia la simulación de las mujeres en el sexo. Me lo demostró el doctor Vasallo el mes pasado con una aplastante cantidad de mujeres que fingen. Sinceramente, no me lo podía creer. Es que es tan lento, tan espantosamente lento dejar atrás la condición de víctima…

(febrero/2007)

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