La relación de pareja constituye el vínculo interpersonal más complejo del ser humano. Muchos factores de índole social, personal y de interrelación influyen en su estabilidad, solidez y satisfacción.
Una de las más importantes aventuras en la vida de mujeres y varones es la conformación de pareja, como propuesta para compartir juntos la cotidianidad. Se comienza con el enamoramiento como escenario único del desbordamiento de la pasión, los deseos, la ternura y las promesas. Sin embargo, aunque haya durado mucho tiempo, el enamoramiento no es precisamente el mejor período para conocerse lo suficiente.
El enamoramiento es fascinación, una de las más hermosas “locuras” humanas. Pero fascinación deslumbrante que conduce a entregas totales, a fusiones en goces innombrables, mientras se pasan por alto o se resta importancia a defectos, conflictos o diferencias importantes, costumbres distintas u opuestas. Y cuando ya no se puede negar más la evidencia de los problemas, el enamoramiento crea la fantasía omnipotente de que “yo le cambiaré”; “ya casados, las cosas serán distintas”; “ya no beberá tanto, dejará de ser posesiva y celosa, se dedicará más a su trabajo y se volverá responsable”.
“Te quiero, pero te odio”, “ni contigo ni sin ti”, son expresiones comunes en las relaciones de pareja, tan normales que ya no se cuestiona su significado, ni los hechos que les dieron origen. Nacen desde los inicios de la relación, en la etapa más romántica de la vida, y se perpetúan en las relaciones estables, ya sea unión libre, concubinato o matrimonio1.
Según experiencias de trabajo e investigación, hemos podido constatar que estas escenas son tan recurrentes que ambas partes de la pareja se acostumbran y, posteriormente, se erigen en uno de los problemas más frecuentes al interior de la dinámica de la relación; con algunas variantes, según las características específicas de cada parte de la pareja. Estas características están vinculadas a historias personales diversas. Así nace la violencia desde los primeros momentos de la relación. Si se permite, del reclamo se pasa al insulto, del insulto a los golpes, de los golpes al sometimiento, y de este a la violencia sexual.
Las conductas violentas en las relaciones de pareja no formales no son percibidas como tales, ni por las víctimas ni por los agresores, porque a menudo suelen confundirse maltrato y ofensas con amor e interés por la pareja.
A partir de los 15 años, y hasta antes del matrimonio, adolescentes y jóvenes comienzan a aprender y ensayar nuevas formas de comportamiento, acordes con su creciente libertad e independencia de la familia de origen, para adoptarlas en su vida futura. Así, afirman que es imposible pensar en una relación amorosa sin una dosis de sentimiento hostil, porque eso les enseñaron desde la infancia.
No se puede pasar por alto el hecho de que tanto la feminidad como las masculinidades se construyen socioculturalmente sobre una estructura hegemónica permeada de mitos, creencias y estereotipos que determinan, en buena parte, los modelos relacionales en la vida de la pareja y en la familia. El varón es el fuerte, la mujer es débil; el esposo manda porque es quien gana el dinero, las mujeres deben someterse a ellos; los maridos son libres mientras que a las mujeres les corresponde vivir en la casa; los varones saben todo, mientras las mujeres son inútiles y tontas.
Los científicos no han escapado a los mitos y tabúes que rodean a la sexualidad y que están destinados, en gran medida, a marcar con claridad las diferencias entre varón y mujer, y la supremacía del primero sobre la mujer. Y si bien Freud construyó una nueva teoría de la sexualidad, no se liberó del todo del posicionamiento de la mujer en la cultura, cuando admitió que la sexualidad de la mujer es tan evolucionada como la del varón, pero afirma que la libido en sí misma es masculina2.
¿Qué ha sucedido con los hombres?
En un mundo dominado por los hombres, el de ellos es, por definición, un mundo de poder. Ese poder, como bien expresó Kaufman, es una parte estructurada de nuestras economías y sistemas de organización política y social; integra el núcleo de la religión, la familia, las expresiones lúdicas y la vida intelectual. Individualmente, mucho de lo que asociamos con la masculinidad gira en torno a la capacidad del hombre para ejercer poder y control.
Sin embargo, la vida de ellos habla de una realidad diferente. Aunque tienen el poder y cosechan los privilegios que nuestro sexo otorga, este poder está viciado. Existe, en la vida de los hombres, una extraña combinación de poder y privilegios, dolor y carencia de poder. Por el hecho de ser hombres gozan de poder social y de muchos privilegios, pero la manera en que hemos armado ese mundo de poder causa dolor, aislamiento y alienación tanto a las mujeres como a los hombres3.
Esta combinación de poder y dolor…. es la historia secreta de la vida de los hombres, la experiencia contradictoria del poder entre ellos es la fuente de su poder y privilegios individuales, pero también de experiencia individual de dolor y alienación. Este dolor puede convertirse en un impulso para la reproducción individual –la aceptación, afirmación, celebración y propagación– del poder individual y colectivo de los hombres, pero además puede servir de impulso para el cambio.
La existencia de dolor en los hombres no puede servir de excusa para actos de violencia u opresión a manos de ellos. Más bien el reconocimiento de tal dolor es un medio para entender mejor a los hombres y el carácter complejo de las formas dominantes de la masculinidad, expresadas en sus relaciones sociales y en particular en las relaciones de pareja.
La toma de conciencia de las expresiones contradictorias del poder entre los hombres nos permite entender mejor las interacciones entre clases, orientación sexual, etnicidad, color de la piel y otros factores; por ello es importante no obviar este elemento para el análisis del desarrollo de prácticas contra hegemónicas por parte de hombres profeministas.
Mientras que para la mayoría de los hombres es simplemente imposible cumplir los requisitos de los ideales dominantes de la masculinidad, estos mantienen una poderosa y, a menudo, inconsciente presencia en sus vidas. Tienen poder porque describen y encarnan verdaderas relaciones de poder entre sí: el patriarcado existe no sólo como sistema de poder de los hombres sobre las mujeres, sino de jerarquías de poder entre distintos grupos de hombres y también entre diferentes masculinidades.
Desde este análisis podemos inferir que, al igual que ha sucedido con las mujeres, en la construcción identitaria de los hombres están presentes los estereotipos que definen la masculinidad y los vincula con la fuerza, el proveedor por excelencia, la mutilación de expresión de sus emociones, la heterosexualidad como orientación sexual aceptada socialmente, asociada a la cultura del falo, la inteligencia, en fin, a una cultura androcéntrica (que lo coloca en el centro del poder).
Para los hombres es usual encontrar la valorización de cualidades como la vitalidad, el cúmulo de experiencias y la madurez. Su apreciación social se basa más en el tipo de relación social que establece con el mundo; en el prestigio social alcanzado y sostenido; y en su productividad.
Al hombre se le ha asignado el protagonismo en los espacios públicos y se le exige el sostenimiento de una actitud activa y permanente, dispuesta al encuentro sexual (básicamente a partir de la garantía de su erección). La sexualidad masculina tiende a construirse como esencialmente fisiológica y natural: es bien conocido que contenidos tales como la existencia de una suerte de inevitabilidad e incontrolabilidad del deseo sexual masculino que, una vez activado, debe encontrar satisfacción; junto a la tendencia a desarrollar conductas violentas y de riesgo para adecuarse a la demanda social de activismo, ubican en condiciones de vulnerabilidad, especialmente de salud, a muchos hombres.4
El poder es uno de los elementos importantes en la conformación de la sexualidad. Desde él y con él, se configuran y establecen las relaciones. En toda relación amorosa se construye un campo de poder que, en sí mismo, no quiere decir dominio de una parte y vasallaje de la otra. Por lo mismo, la relación de pareja es posible en tanto hay un poder que circula entre mujer y varón, el poder de la sexualidad que marca las diferencias entre los géneros.5 Sin embargo, este sentido del poder suele ser distorsionado a causa de los prejuicios, creencias y estereotipos que configuran la feminidad y la virilidad.
En sí misma, la vida de pareja está sembrada de dificultades y problemas, algunos solucionables y pasajeros; otros permanentes y de difícil solución. No es fácil vivir entre dos con historias y costumbres distintas y, en no pocos casos, diametralmente opuestas. El matrimonio, o cualquiera de las formas sociales de pareja, implican constantes aprendizajes, ensayos de renunciamientos y de opciones en la búsqueda de alternativas. Vista desde fuera, la pareja conduce a una intimidad tal que es capaz de ocultar a la mirada de los otros los más grandes conflictos; algunos de cuales se hacen evidentes cuando han llegado a los extremos de la agresión y violencia.
Los efectos se pueden ver, bajo diversas formas, en todas partes del mundo. Cada año, más de un millón 600.000 personas pierden la vida y muchas más sufren lesiones no mortales como resultado de la violencia autoinfligida, interpersonal o colectiva. 6
Aunque es difícil obtener cálculos precisos, los costos de la violencia se expresan en los miles de millones de dólares que cada año se gastan en asistencia sanitaria en todo el mundo, además de los miles de millones por los días laborables perdidos, las medidas para hacer cumplir las leyes y las inversiones malogradas por esta causa restan a la economía de cada país.
Millones de niñas y mujeres son víctimas de violencia y sufren las consecuencias del maltrato debido a la discriminación de género y su condición de desigualdad en la sociedad.
Mujeres de todas las edades son víctimas de violencia, en parte por su limitado poder social y económico en comparación con los hombres. Si bien estos también pueden ser víctimas de la violencia, la que se ejerce contra las mujeres se caracteriza por su alta prevalencia, su aceptación por la sociedad y su grave impacto a largo plazo sobre la salud y el bienestar de las mujeres. Las Naciones Unidas han definido la violencia contra la mujer como “todo acto basado en el género que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como la amenaza de tales actos, la coerción o la privación de la libertad, tanto si se produce en la vida pública como en la privada”.7
La violencia contra las niñas y mujeres puede comenzar antes de su nacimiento y continuar a lo largo de su vida, hasta llegar a la edad avanzada. Las mujeres se resisten a hablar sobre el maltrato y pueden llegar a asumirlo como parte de su papel.
Por todo lo antes expuesto, es importante hacer énfasis en el aprendizaje sociocultural de la violencia desde las primeras etapas de la vida, en particular durante el noviazgo como antesala de internalización de las relaciones de pareja. Desplegar acciones preventivas en función de minimizar los costos para la detección temprana de estas conductas violentas nos ocupa a todas las personas, si valoramos que pese a los esfuerzos que las parejas realizan, con frecuencia la relación se complica y empieza a minarse sin necesidad de que se hayan presentado grandes conflictos.
Cuando estos conflictos se resuelven mediante el ejercicio del poder y de la autoridad, la relación se torna violenta.
Algunos síntomas
Como hemos señalado, es necesario reconocer las pautas de interacción de la violencia, identificarlas como extrañas a nosotros y no esperadas, para poderlas frenar. Generalmente, el inicio de la manifestación es insidioso, al principio solo lo identificamos como algo extraño, cuando representa acciones de violencia sutil en donde se atenta contra la autoestima de la mujer. Resultan comunes en esta etapa los retardos a las citas previamente acordadas, o los rompimientos de contratos; posteriormente se van agregando comentarios acerca del cuerpo de la mujer, de la manera de arreglarse o comportarse.
Progresivamente esta conducta violenta pasa a acciones más severas y persistentes, como comentarios burlones, bromas ridiculizantes, con el argumento frecuente de que “solo jugaba”, pellizcos o manoteos; posteriormente, estas conductas suben de tono, se van creando murallas alrededor de la víctima, quien poco a poco se siente depresiva y cansada, hasta que pierde toda esperanza de cambio y termina por ser insensible a los golpes psicológicos y físicos. Incluso puede asumir una conducta que desborde en el abandono personal o la muerte.
Características a observar en los varones
Según Ferreira, Graciela B.8, se debe prestar atención a las siguientes formas de actuación de los varones durante la relación de noviazgo: