La incapacidad de los tiempos modernos para resolver viejos problemas y el replanteamiento postmoderno de los paradigmas, nos incita a retomar algunos asuntos que hemos sedimentado en nuestro intelecto con el paso de los años y que quizá nos estén limitando para encontrar opciones frente a la violencia.

Si fuéramos a hacer un recuento histórico, tendríamos que concluir que la historia de la violencia no es otra que la de la humanidad misma. Desde sus antecedentes filogenéticos, el homo habilis no sólo se desarrolla al crear instrumentos para el trabajo (y aquí cabría replantearnos si realmente es el trabajo el determinante en la aparición del ser social), sino que estos rudimentarios instrumentos líticos, permitieron a los homínidos imponerse, al utilizarlos como armas contra su entorno hostil, en su afán de preservar la especie.

Todos los grupos humanos se han desarrollado en la misma medida en que han tenido posibilidades de ejercer la violencia o han dejado de existir, frente a ella. Esta afirmación es válida no sólo desde el punto de vista biologicista, sino, más aún, desde el social.

El estado, como protector de las personas, no detecta la violencia que aparece en la esfera microsocial: es en la familia en la que se ven las expresiones más frecuentes y en la que se transmite transgeneracionalmente. Mientras, en el plano macrosocial, en el mejor de los casos, la utiliza fomentando una violencia heroica, cuando no política, de forma más grosera.

Las religiones actuales están estructuradas sobre relaciones de poder y, si hacemos abstracción de su discurso de altruismo y amor, descubrimos que todas aparecen en contextos violentos y que se reafirman con la violencia. Sobran los ejemplos de Jihad, Cruzadas, Sismos y entre otros tantos. Pero, no se me ocurre un ejemplo de violencia psicológica más brutal que la amenaza que nos perseguirá postmortem con las diferentes variantes existentes de infiernos versus paraísos. 

Las formas recientes de guerra han dejado de ser enfrentamientos nacionales, pautados por convenios más o menos respetados, están dirigidas al exterminio racial y la garantía de solución se busca en la desproporcionalidad de la respuesta, baste el ejemplo del ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre.

¿Se ha convertido la violencia en la forma de vida inevitable? Si desde los inicios de nuestra existencia en sociedad se nos adoctrina para hacer ejercicio de la violencia, para imponernos y para hacer uso de ella en todas sus formas; si hemos llegado a conocer que las formas más peligrosas pueden depender, por ejemplo, del dejar hacer o de la aceptación implícita de determinada posición política o ética; o, más allá, si conocemos que las víctimas por antonomasia son los más débiles (mujeres, niños, niñas y ancianos) y no cambiamos lo que es posible hacer por lo que es bueno hacer, ¿vale la pena ocuparnos del problema?

Por si fuera poco, a efectos puramente pragmáticos, se crea un círculo vicioso cuando los violentos rompen la comunicación y excluyen la no violencia como opción práctica, obligando al planteamiento cínico de las violencias buenas o por causas justas.

Evidentemente, no existe la solución simple ni tampoco rápida. Se impone revisar todos los sistemas éticos que resulten excluyentes por crear una distancia afectiva entre nosotros/ellos, tanto macro como micro socialmente hablando. Tal vez deba rescatarse la fórmula utilitaria de “no desear para los demás lo que no queremos para nosotros mismos”, si se amplía el término nosotros, e ir creando una responsabilidad universal de un espacio común que preserve a la especie. Porque, si bien en su momento la violencia se comportó de forma similar a los caracteres darwinianos que lograron evolución y la supervivencia de la humanidad, hoy el efecto boomerang destruye nuestros países, nuestras sociedades, nuestras familias y apremia a resolverlo so pena de extinción física y, mientras tanto, moral.

Todo apunta entonces a la solución ética, a alimentar desde la infancia la “responsabilidad del fuerte”, la tolerancia y el discurso racional. Es posible que nos equivoquemos en algunas soluciones, pero más seguro aún es el fracaso durante la inactividad. 

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