Por estos días en que la Covid-19 ha puesto en posición de jaque al mundo, en aislamiento obligatorio en algunos casos y autoconsciente en otros, está a prueba la capacidad de una sociedad como la nuestra, que por esencia es resistente portadora de un gen camaleónico patriarcal, donde las mujeres nos llevamos el premio gordo. Es un hecho que el trabajo doméstico es feminizado, sumándole a los malabares de la recarga resultante, la situación de confinamiento y los intentos de hacer economías domésticas con pocos recursos, en esa legendaria labor asignada de cuidar, alimentar, proveer y multiplicar. No se afectan de igual manera hombres y mujeres en estos casos, situación que se agrava en tiempos de pandemia. Y vuelvo una vez más a las mujeres, porque son más vulnerables, es en ellas donde más inciden y reproducen los índices de desigualdad humana y de inequidad de género.
A pesar de las regulaciones, hay mujeres que no pueden hacer el aislamiento. Como simple observadora desde mi confinamiento, intento un pequeño análisis crítico, para nada sociológico, económico o político, y mucho menos filosófico. Es solo mi propia reflexión de lo que percibo en mi comunidad desde los llamados empleos femeninos, enfocada entre las domésticas/cuidadoras y las empleadoras. A las primeras, las veo pasar a diario e interpelamos a distancia sobre determinadas cuestiones “de la vida cotidiana”; con las segundas tengo una relación de vecindad y aprovecho para poner en práctica mi sociología empírica, que siempre me lleva a la meditación y al paso inevitable de poner los diálogos en perspectiva de género y pasarlos por el filtro de la interseccionalidad , como un ejercicio de conciencia feminista, de clase y racial.
Esta es una manera de palpar las teorías de las desigualdades de género desde la experiencia personal de las mujeres; que pueden coincidir en determinados aspectos macro y también divergir, cuando se individualizan según los sujetos de un determinado grupo social, en un contexto específico; en este caso en el reparto donde vivo. Mi barrio se caracteriza por un alto porcentaje de ancianidad y de familias con alto nivel adquisitivo, que generan empleos informales para un porcentaje importante de la población en edad laboral. Una parte considerable son mujeres que se dedican al trabajo doméstico (sin amparo legal ) y pongo aquí el punto de la diatriba.
En estos tiempos en que hablamos y reflexionamos sobre la cargas femeninas por el confinamiento, y cuando indiscutiblemente las violencias domésticas aumentan en hogares disfuncionales y estables, pero no son las únicas violencias, existen también las que se establecen en la relación intragénerica, como parte de la socialización patriarcal que responde a las lógicas de relaciones establecidas en el ejercicio de poder. Estas se pueden dar en espacios sociales, familiares, públicos o políticos. En este caso, las protagonistas son las mujeres y el escenario, los empleos informales.
Entre las mujeres que pertenecen a un mismo grupo, históricamente oprimido, una (empleada/cuidadora) se subordina al poder dominante que ejerce la otra (empleadora), creando entre las dos una barrera que las une por un objetivo, pero a la vez las separa por causa del pago que media, porque “quien tiene manda”, sin importar a quién. En las conversaciones que tengo con las actoras de ambos grupos puedo determinar que se establece una clara reproducción de violencia estructural del patriarcado colonial que, por la situación de la crisis, se vuelve más aguda , inhumana y cruel. A continuación, establezco mis argumentos.
No es posible pretender que dicha relación esté basada en una concepción feminista, en tanto las mujeres de ambos grupos no se consideran tales, lo cual imposibilita establecer una analogía de sororidad . Pero sí podemos asumir que, de alguna manera, desde su concepción, unas y otras luchan por la igualdad y la justicia social.
A estas mujeres presenté interrogantes acerca de cómo funciona la vida de una empleada doméstica o cuidadora que trabaja para otra, en tiempos de coronavirus: ¿Quién ocupa el lugar en la casa de aquellas que están desempeñando el empleo doméstico?, ¿quién garantiza que los hijos e hijas estén atendiendo a las teleclases, que sus padres mayores (en la categoría primera de vulnerabilidad) no salgan en busca del preciado pan?
Para ellas, es obvio, las cargas se duplican y triplican. Debemos tomar en cuenta que, según las estadísticas, la mayoría de estas mujeres son cabezas de familia y, de no serlo, sufren también las consecuencias de una sociedad patriarcal y androcéntrica que establece que, aun cuando desempeñen este trabajo, remunerado o no, no se liberan de sus «obligaciones» al llegar a sus hogares.
Otro análisis de las violencias a que están sometidas estas mujeres aparece cuando una se pregunta cómo llegan todos los días a su empleo; si quienes les pagan les exigen que asistan a trabajar a sabiendas de que no hay transporte, aunque tenga que atravesar estoicamente tres o cuatro municipios para realizar los trabajos domésticos, por el ansiado pago semanal o mensual.
Las respuestas confirman lo hasta aquí supuesto a manera de hipótesis. “Es este el empleo que me da más entrada”, “es el único empleo que tengo”, “es mi garantía, la jefa no me paga si no vengo a trabajar”, “aunque sea a rastras, pero vengo”, “no me queda de otra, si no, busca otra persona y pierdo mi empleo”.
Estas mujeres no se sienten como objeto mercantil, porque les pagan un buen salario en moneda convertible y obtienen otros beneficios. La empleadora, por su parte, entiende que les paga muy bien y esa es su medida de empatía con su o sus empleadas. Y este elemento mediador deshumanizado, con una alta carga de esclavización, a mi entender es lo que me hace poner a estas supuestas relaciones “empáticas” en crisis.
Una, la empleada, no puede aislarse, porque es el sustento de su hogar. En su mayoría, se trata mujeres negras o mestizas, de la región oriental del país, con familias de bajos ingresos e hijos e hijas.
La otra, la empleadora, exige que le trabajen para pagar y desde su posición conceptual esto es justo: ¿cómo va a pagar a otra persona si no trabaja?
La contradicción no está en el pago que media en la relación, sino en cómo la mujer que paga se empodera desde su posición de privilegio, ejerciéndolo y reproduciendo un retrato del patriarcado colonial frente a otra mujer que, ante ella, está en desigualdad de condiciones, dejándola sin otra opción que no sea esclavizarse.
Consciente de la problemática, desde mi aislamiento, intento aminorar la precaria situación de la empleada con ejemplos prácticos a los que supongo puede recurrir la “jefa” para aliviar la carga de la sometida. Le propongo a la empleadora, por ejemplo, que le sugiera a su empleada venir solo una vez a la semana, o que la lleve y traiga en su transporte, o al menos que la adelante en su largo camino.
Las respuestas me pusieron a reflexionar sobre las múltiples maneras en que una mujer puede ayudar a otra, o sencillamente explotarla, igual o peor que lo que ha hecho el patriarcado a través de los siglos: “Imagínate ¿quién va cocinar, a lavar y a planchar si mi esposo sigue trabajando?, ¿quién va a cuidar a mi madre que es insoportable? No, que va…además, si lo hago, tendría que reducirle el salario y las más afectadas serían ellas, las pobres, a las que tanta falta le hace”.
En fin, justificaciones infundadas para concluir el diálogo apuntando que ella era muy buena “porque aun llegando tarde, su empleada le pagaba”. Desde su cosmovisión del mundo, ella no se ve como una mujer explotadora, sino como una persona que paga a otra y que además es “solidaria”. O sea, que lo que media es el dinero y el poder de quien lo tiene y lo ejerce.
¿Cómo desaprender ciertos valores patriarcales que prevalecen y conviven en nuestra cotidianidad?
¿Cuán lejos o cuán cerca estamos, desde la base de las relaciones sociales, de entender el discurso de las perspectivas de igualdad y equidad género?
Esas preguntas son necesarias y urgentes. Es necesario desmontar los mecanismos que existen para que se establezcan esas violencias intergenéricas, para que estas mujeres no se vean obligadas a hacer hasta lo imposible para mantener a sus familias, aunque el paquete del salario traiga incluidas humillación, esclavización moderna y violencia.
Una mirada crítica a la vida cotidiana, de la cual no miramos qué modelos negativos afectan y se reproducen.
Muy interesante reflexión en estos tiempos de crisis.