Isabel era feliz. Se cumplía el sueño de tener casa propia. Era un pequeño apartamento, el sexto al final de un pasillo angosto, que se le antojaba un palacio al compararlo con aquel sofá-cama acomodado en la sala de la casa de los padres, testigo de su intimidad de mujer recién casada. Ahora, que vinieran los hijos.
Pero, a poco de instalarse en el añorado hogar, una madrugada despertó entre gritos y ofensas, ruido de objetos que se estrellaban contra las paredes y amenazas de muerte. Los hijos de la familia más cercana a su casa peleaban como perros y gatos, alcohol por medio.
A la mañana siguiente Isabel supo que aquellas riñas eran habituales, y el resto de sus vecinos las sufría en silencio; alguno, quizás, hasta las disfrutaba con morbo. Desde entonces ella vivió en estado de pánico, pues el espectáculo fatal podía comenzar a cualquier hora y temía que su esposo un día se viera obligado a involucrarse.
La mañana en que logró permutar de sitio tan adverso, para otro mucho más confortable y ubicado en el centro mismo de la ciudad donde vivía, creyó que nunca más presenciaría escenas semejantes. Pero la vida se encargó de demostrarle que la violencia intrafamiliar puede aparecer en cualquier lugar, aunque no pocas personas crean que es característica solo de ambientes marginales.
En el nuevo edificio que ocupó la mujer, había otro hogar en el que sus numerosos miembros vivían apretados, y guerreaban hasta el cansancio, como solo lo hacen los enemigos más irreconciliables. Sus integrantes, personas afables con los vecinos, no tenían la menor consideración por nada, ni nadie, cuando empezaban la batalla.
Esta familia era una de las tantas convencidas de que los golpes, gritos y las amenazas son una forma natural, normal, o conductas establecidas socialmente para corregir o educar, en este caso a los hijos.
La violencia (del latín violentia), en sentido general se conceptualiza como un comportamiento deliberado, que provoca daños físicos o psicológicos a otros seres –pues también puede ser psicológica o emocional–, a través de amenazas u ofensas. Es cualquier acto que atenta contra los derechos humanos, la voluntad y la integridad de las personas, o que afecte sus relaciones sociales. También se ejerce al obligar a alguien a realizar algo que no desee.
En su sentido más amplio, la violencia ha acompañado a la familia a lo largo de su historia. Un ejemplo es el funcionamiento de la llamada familia tradicional, basada en el dominio total del «cabeza de familia», que ordena y manda.
La conducta violenta, por su repercusión social, ha pasado de un fenómeno jurídico-criminológico a un problema de salud, dada la magnitud del daño, invalidez y muerte que provoca. Según expertos, es un fenómeno de nuestros días que deriva, fundamentalmente, de la dimensión social, tan compleja en situaciones culturales, económicas y políticas que no pueden señalarse causas, sino contextos explicativos.
Generalmente se considera violenta a la persona irrazonable, negada a dialogar y obstinada en actuar, pese a quien le pese, y caiga quien caiga. Su objetivo principal es dominar y controlar. Los estudiosos consideran que todo lo que viola lo razonable es susceptible de ser catalogado como violento, si se impone por la fuerza.
Entre los tipos de violencia clasifican, entre otros, el abuso físico, psíquico y sexual. Sus causas, que pueden variar, dependen de situaciones graves e insoportables en la vida del individuo, falta de responsabilidad por parte de los padres, presión del grupo al que pertenece (lo cual es muy común en las escuelas) y aparece, también, como resultado de no poder distinguir entre la realidad y la fantasía, entre otras muchas causas.
La violencia intrafamiliar, por su parte, abarca las conductas agresivas dentro del hogar, que dañan al cuerpo, las emociones, el bienestar personal o la libertad de cualquiera de los integrantes de la familia. Este tipo de agresión puede concretarse por medio de la intimidación física, psicológica o emocional, sexual y económica. También por el abandono o la desatención
Hasta hace pocos años no se consideraba un delito la violencia física o psíquica ejercida dentro del ámbito familiar, sino como un «asunto privado», de la pareja, o «cosa de dos».
Los oponentes de la violencia son la ternura y el autocontrol. Por eso son tan importantes los afectos libres, responsables y positivos, y el discernimiento de que, al tratar con agresividad a la familia, generamos agresividad y nos presionamos nosotros mismos. Situaciones como estas ocasionan comunicación inadecuada en el hogar, muchas veces pleitos, insultos menores y silencio. El no hablar, a su vez, igual constituye una manifestación de violencia. Conocer y alertar de forma adecuada a los hijos sobre este flagelo los hace menos vulnerables.
Mediante la educación en salud mental se puede brindar conocimientos e información acerca de la violencia intrafamiliar, modificar estilos de vida no saludables que atentan contra el bienestar de la familia y sensibilizar a la comunidad con este asunto.
Especialistas en salud mental sugieren requisitos para lograr una comunicación efectiva, como aceptar las diferencias, expresar afecto, utilizar el pronombre “YO” o “ME” para solicitar un deseo, ser sincero y, antes de dialogar, esperar a que pase la ira. Asimismo, recomiendan saber escuchar, atender únicamente a una cosa, mirar a los ojos y asentir con la cabeza, y mantenerse paciente en su actitud.
Entre sus recomendaciones, estos profesionales enumeran reglas que encabezan un principio indispensable para la convivencia: educar para la tolerancia. Pero, igualmente: conocer nuestros derechos y saber cómo hacerlos efectivos; analizarnos interna y externamente, pensar en nuestros deseos, valores, acciones, y en qué situaciones o historias vivimos cuando éramos niños.
Igualmente motivan a no ejercer abusos de poder, respetar la libertad e individualidad de los demás, lograr convivir en familia, en forma pacífica, y dar soluciones a los problemas negociando entre todos. En fin, transmitir amor y seguridad, una aspiración con la que sigue soñando Isabel.
Abril 2010