Para adentrarnos en esta reflexión sería bueno hacerlo desde el cuestionamiento sobre si la violencia es simplemente dar golpes a una persona. Durante mucho tiempo se consideró que esta era la única forma de violencia. Sin embargo, diferentes investigaciones antropológicas, sociológicas, psicológicas y jurídicas, han demostrado que existen otras manifestaciones que constituyen una amenaza para la dignidad humana y aun para la vida. Es por eso que todo análisis integral de la violencia debe empezar por definir las diversas formas que esta adopta, con el fin de facilitar su medición científica.
Los aportes fundamentales se gestan desde ciencias como la Antropología, la Psicología o las Ciencias de Comunicación, entre otras. Los sub-temas, dentro de estos estudios, son diversos e incluso ya se investiga desde la perspectiva de los hombres.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la violencia como el “…uso intencional de la fuerza, de hecho o como amenaza, contra uno mismo; otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas posibilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”[i].
Esta definición vincula la intención con la comisión del acto mismo, independientemente de las consecuencias que se producen. La inclusión de la palabra “poder”, además de la frase “uso intencional” de la fuerza física, amplía la naturaleza del acto violento. Decir “uso del poder” también sirve para incluir en el análisis los actos por omisión.
Uno de los aspectos más complejos de la definición es el de la intencionalidad, porque en la resolución de los conflictos para preservar el poder se observan manifestaciones de violencia psíquica, verbal, física, sexual, económica, moral y estructural, con daños permanentes, aunque con actitudes inmediatas de arrepentimiento.
Y otro análisis referido a la intencionalidad radica en la distinción entre la intención de lesionar y la intención de “usar la violencia”. Según Walters y Parke[ii], esta distinción está determinada por la cultura. Algunas personas tienen la intención de dañar a otros, pero por sus antecedentes culturales y sus creencias no consideran que sus actos sean violentos. No obstante, la OMS define la violencia teniendo en cuenta su relación con la salud o el bienestar de las personas. Ciertos comportamientos, como golpear al cónyuge, pueden ser considerados por algunas personas como prácticas culturales admisibles, pero se consideran actos de violencia con efectos importantes para la salud de la persona.
La definición lleva implícitos otros aspectos de violencia que no se enuncian en forma explícita. Por ejemplo, incluye, implícitamente, todos los actos de violencia, sean públicos o privados, sean reactivos en respuesta a acontecimientos anteriores (provocación) o defensivos (que “son favorables para el agresor o para anticiparse a ellos y tanto si tienen carácter delictivo como si no lo tienen”).
Por todo lo antes expuesto, en 1996 la Asamblea Mundial de la Salud, por conducto de la resolución WHA 49.25, declaró que la violencia es un importante problema de salud pública en todo el mundo y pidió a la OMS que elaborara una tipología para caracterizar los diferentes tipos de violencia y los vínculos entre ellos.
Esta categorización distingue entre la violencia que una persona se inflige a sí misma, la violencia impuesta por otro individuo o un número pequeño de individuos y la violencia infligida por grupos más grandes como el Estado, contingentes políticos organizados, tropas irregulares y organizaciones terroristas, entre otras.
Según análisis anteriores, en relación con la conceptualización de la violencia se constata que su estudio resulta especialmente difícil dado la extraordinaria multiplicidad de formas en que esta puede presentarse, a saber: según la persona afectada (hablamos de la violencia hacia la mujer, el niño o niña, la persona adulta mayor o discapacitada), o según el tipo de violencia (hablamos de violencia psicológica, simbólica, física y sexual). También se puede clasificar según la motivación aparente que la induce (violencia política, económica, racial), o según la intención o el ambiente en el cual se produce (violencia doméstica o en el lugar de trabajo).
En la mayoría de los casos, las mujeres se encuentran en una posición de subordinación con respecto al hombre, por lo que son más vulnerables ante la violencia. Esto explica que en su cotidianidad se presenten con frecuencia una serie de prácticas sutiles de violencia que a menudo no son identificadas por ellas como maltrato. Todas están pautadas por el ejercicio del poder masculino. Constituyen una vía de autoafirmación de la identidad de los hombres y están elaboradas desde las diferentes concepciones del ser hombres, propias de la construcción de las masculinidades en una cultura patriarcal.
Así, pueden ir desde un silencio desconocedor y lapidario, hasta la culpabilidad femenina por la realización de cualquier acto intrascendente que altere la autoridad indiscutida del hombre.
Junto a estas formas de violencia se pueden dar otras, muchas veces ignoradas. Estas son denominadas por Bonino[iii]como micromachismos, “…pequeños, casi imperceptibles controles y abusos de poder cuasi normalizados que los varones ejecutan permanentemente. Son formas de dominación suave, modos larvados y negados de dominación que producen efectos dañinos que no son evidentes al comienzo de una relación y que se van haciendo visibles a largo plazo. Dada su invisibilidad se ejercen, generalmente, con toda impunidad”.
Entre ellos se encuentran los silencios; la falta de intimidad propiciada por el varón; la desautorización, buscando la infravaloración de la mujer; la no participación del varón en lo doméstico, el
aprovechamiento y abuso de las capacidades femeninas; la manipulación emocional; la intimidación; el control del dinero; el victimismo, el seudoapoyo o el hipercontrol.
Las microviolencias adoptan diversas formas de manifestación. Son muy efectivas porque, al estar invisibilizadas por la aceptación cultural de la inferioridad femenina, no son cuestionadas. La gama de expresión de los micromachismos es muy amplia. Han sido denominados por Bonino de manera muy detallada, junto a las maniobras asociadas a ellos.
Se enumeran algunos elementos[iv]para su comprensión:
Micromachismos utilitarios: en una relación de pareja tienen su expresión en la no participación del hombre en lo doméstico y en el aprovechamiento y abuso de las capacidades femeninas.
Micromachismos encubiertos: se fundan en la creación de falta de intimidad, pseudointimidad, desautorización y manipulación emocional.
Micromachismos coercitivos: se instauran con las conductas de intimidación, control del dinero, insistencia abusiva, imposición de intimidad.
Micromachismos de crisis: se implantan con el hipercontrol, pseudoapoyo, victimismo, dar lástima.
Las microviolencias, en la mayoría de los casos, no son percibidas por las mujeres, pero sus efectos les causan graves traumas emocionales y psicológicos. El hecho de no ser identificadas abiertamente no las hace menos dañinas; más bien conlleva traumas psicológicos como inseguridad, dependencia, predisposiciones, dificultades en la autovaloración que limitan el desempeño de las relaciones interpersonales y la autonomía. Igualmente, provoca somatizaciones psicógenas que derivan muchas veces en trastornos en la esfera sexual, hipertensión arterial, dificultades respiratorias por el estrés mantenido, problemas dermatológicos (dentro de los más comunes, el liquen plano), además de trastornos gastrointestinales.
Lo que resulta más alarmante es que las mujeres con traumas de este tipo tienden a autoculparse por estos malestares, obviando las responsabilidades masculinas. Incluso, hombres que no podrían ser llamados violentos o abusadores recurren a maniobras microviolentas para la reafirmación de su identidad masculina.
El poder de imposición de esas formas de dominación, sutiles o simbólicas, es eficaz porque se inscriben en la subjetividad de las estructuras mentales donde, como ya se explicó, se ubican las representaciones y percepciones asociadas las vivencias de cada individuo como formas de concepción del mundo. Esos modos larvados, según refiere Corsi, “…actúan impunemente y son concebidos por las mujeres como parte intrínseca de la relación de pareja, usualmente valorados como muestras de amor”[v].
Con los micromachismos se busca reafirmar la identidad masculina, asentada con fuerza en la creencia de superioridad con respecto al sexo femenino. Por tanto, constituye una forma de violencia que puede ser tan dañina para las mujeres como la propia agresión física.
En este sentido, Bourdieu[vi]plantea que el origen de la dominación masculina reside en el orden simbólico arbitrario que se instaura sobre la diferencia sexual. El orden simbólico de la diferencia sexual instituye la violencia simbólica, la cual impone una coerción que se crea por medio del reconocimiento extorsionado que el dominado (las mujeres) no puede dejar de prestar al dominante (los hombres) al no disponer, para pensarlo y pensarse, más que de instrumentos de conocimiento que tiene en común con él y que no son otra cosa que la forma incorporada de la relación de dominación. De tal forma, la violencia simbólica encuentra su eficacia y confirmación en el propio comportamiento de las mujeres
mediante el amor que lleva a las víctimas a entregarse y abandonarse al destino al que socialmente están consagradas.
En el contexto de esta realidad de violencia simbólica cobra validez el denominado “ciclo de la violencia”, que describe las fases de la violencia contra las mujeres en la relación de pareja, (acumulación de tensiones, reconciliación o luna de miel, período de ambivalencia) y el “síndrome de la mujer maltratada” o “síndrome de la indefensión aprendida”, por la adscripción sociocultural a los estereotipos de género (poca búsqueda de ayuda, baja autoestima, depresión, apatía, dificultades para resolver problemas, ansiedad, estrés físico y mecanismos autodestructivos) de las mujeres inmersas en un ciclo de violencia, que la incapacitan para generar respuestas al maltrato, muestran una actitud pasiva que las lleva a abstenerse de reaccionar o controlar lo que sucede, por lo cual se produce un deterioro de su personalidad que anula su autoestima.
La comprensión del ciclo de la violencia permite la lectura de las dinámicas que se dan en la relación de pareja violenta. No obstante, su utilización como marco para el análisis debe realizarse desde un posicionamiento cuidadoso, en el sentido de no esencializar ni producir reduccionismos sobre las mujeres en las situaciones de violencia en las relaciones pareja.
En este caso se refuerza el estereotipo de víctima, atribuyéndole a la mujer características personológicas de indefensa, pasiva y sumisa; negando la condición de sujeto social en interacción y su relación social activa, así como toda posibilidad de buscar alternativas de respuesta frente al problema, elaborar estrategias para evitar y escapar del maltrato.
Lo que criticamos es que la indefensión estigmatiza a la mujer en una posición irremisible de víctima y obvia la respuesta menos violenta (sutil), que en ocasiones suele dar frente a esta relación de fuerza y, objetivamente, muchas de estas mujeres maltratadas a pesar del temor, el peligro, la depresión, los sentimientos de culpa y las restricciones económicas, incrementan sus esfuerzos para buscar ayuda.
A nivel internacional han ocurrido transformaciones que han ido deslegitimando las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Las mujeres contemporáneas han edificado nuevas posibilidades de existencia desde la resistencia y el cambio. Por ello, la principal crítica que puede hacerse al Ciclo de la Violencia consiste en que el modelo concibe a las mujeres desde una perspectiva de pasividad que invalida su agencia y carácter activo para romper con el Ciclo y evitar el Síndrome.
El proceso de salir de una relación de maltrato es difícil y largo, comprende intentos repetidos que pueden o no hacerse efectivos, por lo que la primera ayuda tiene particularidades diferentes, que deben ser conocidas y bien utilizadas por aquellas personas que la brinden. Se hace necesario respetar el contrato psicológico, examinar las dimensiones del problema, explorar las situaciones posibles, ayudar a tomar una acción concreta, registrar el proceso de seguimiento y –muy importante– establecer la ruta crítica para elaborar planes de huida y acogida por las instituciones sociales correspondientes. Durante este proceso se debe orientar a la víctima sobre cómo hacer la denuncia y establecer las redes de apoyo legal para dar este paso y evitar la revictimización.
A modo de conclusión
Los especialistas que trabajan el tema valoran de necesaria e importante la atención especializada a las mujeres maltratadas, porque no es menos cierto que en la relación víctima- victimario se establece una dependencia psicológica significativa dentro de una dinámica deformada, por lo cual, tanto las víctimas como los agresores necesitan ayuda, con respeto sus particularidades.
Hacer consciente a estas personas de la gravedad a la cual se enfrentan cotidianamente, por estar atrapadas en un círculo de violencia, es nuestra labor prioritaria.
Se debe reconocer que la violencia contra la mujer es un problema de todos. Que no solo se da en hogares carenciados, sino tan solo que es más visible en ellos porque agregan a la violencia la vulnerabilidad de la pobreza material.
[i] Walter RH and Parke RD. (1964). “Social motivation, dependency, and susceptibility to social influence”. En: Berkowitzl, ed. Advances in experimental social psychology. Vol.1.Nueva York, NY, Academic Press.
[ii] Ídem.
[iii] Bonino L. (2002) “Las microviolencias y sus efectos. Claves para su detección.” En: La prevención y detección de la violencia contra las mujeres desde la atención primaria de salud. Madrid: Asociación para la Defensa de la Salud Pública de Madrid.
[iv] Ídem.
[v] Corsi, J. (1994). Violencia familiar. Una mirada interdisciplinaria sobre un grave problema social. Argentina: Editorial Paidós.
[vi] Bourdieu, P. (1998) La dominación masculina. Barcelona, pág. 36 – 59.