La historia pasada y reciente ilustra cómo el cuerpo de las mujeres ha sido objeto de trueque, trofeo, tributo, mercancía, medio de pago, transacciones matrimoniales o de control de la fecundidad, por lo que es importante remitirse a la memoria de las víctimas para su comprensión como fenómeno social.
De igual modo, las matrices teóricas resultan de la filosofía que impone la cultura patriarcal. Autores como Engels (1974) Kate Mille (1969), Bourdieu (1995) y Foucault (2006) son fundamentales para entender la dominación masculina; asimismo, Bonino (2005), Tames (2007), Gilberti y Fernández (1992) aportan elementos que definen la violencia en lo cotidiano o las maneras poco visibles del ejercicio del poder sobre las mujeres.
Aprovechar categorías de análisis relacionadas con la Geografía Feminista, sobre género y espacio, abre un camino para la reflexión sobre la violencia contra las mujeres en los ámbitos rurales, las relaciones de poder que se establecen sobre el cuerpo de las mujeres, sobre los roles y la posición que ocupan en dichos espacios los hombres y las mujeres, sea en el centro o en los márgenes (Silva, 2004). El espacio es, en esta perspectiva, un elemento primordial en el condicionamiento de las normas culturales de género. La espacialidad resulta fundamental en la comprensión de las relaciones de poder que envuelven las relaciones entre los géneros, donde el cuerpo se coloca como un espacio social y político, más allá del biológico.
Es objetivo de la comunicación mostrar los entornos rurales como espacios particulares en los que la dominación masculina ejerce la violencia contra las mujeres. La metodología privilegiada es la cualitativa.
Fueron significativos métodos como la entrevista abierta para construir relatos de vida, así como la lectura y comprensión de textos.
En la investigación, se asume la violencia de género como aquella ejercida contra las mujeres por el hecho de serlo, que refleja las asimetrías existentes en las relaciones entre varones y mujeres, y perpetúa la subordinación y desvalorización de lo femenino (CEPAL, 1992). Esta inequidad responde al patriarcado como sistema simbólico, determinante de un conjunto de prácticas cotidianas concretas que niegan los derechos de las mujeres y reproducen el desequilibrio existente entre los sexos.
Los estilos tradicionales en que se realizan los procesos de socialización naturalizan la violencia hacia las mujeres, reforzando la capacidad de control de los varones sobre el cuerpo de ellas como espacio de dominación, y sobre la disposición que otros espacios sociales tienen para unos y otras, y que asumen, en los circuitos rurales, connotaciones diferentes.
El trabajo de campo realizado en espacios rurales de la provincia de Holguín permite significar que, dada la heterogeneidad existente en las formas en que se organiza la producción agropecuaria, se estructura la propiedad y se reproduce la vida cotidiana familiar, se expresan con más o menos énfasis los valores de la cultura patriarcal, se quiebran unos y se mantienen en el tiempo otros, lo que impide generalizaciones.
Una de las dificultades encontradas es la inexistencia de registros locales. En primer lugar, por la invisibilización y minimización del fenómeno; en segundo, porque los actores con autoridad cívica, digamos agentes de salud o el cuerpo policial, solo tienen noticias de los casos más graves –un feminicidio, una violación o golpizas–, cuando son denunciados.
Aunque, como afirma un policía entrevistado- refiriéndose a uno de los contextos «….es una zona caliente, las mujeres mismas son culpables, vienen denuncian y luego la retiran….»
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Cuando se retira una denuncia, ya no existe. Lo que más llama la atención de la anterior afirmación es que no se reconoce que el acto de retirar la denuncia forma parte también del círculo de la violencia que atrapa a la mujer. No reconocerlo, o culpabilizarla, denota desconocimiento de la complejidad que la violencia contra las mujeres tiene como fenómeno social.
La cara menos visible de la violencia es su expresión simbólica desde el lenguaje masculino insultante, el que descalifica o rebaja la autoestima de las mujeres, y a través del cual se controla su cuerpo, preso no solo de los deseos sexuales del otro, sino también de las decisiones sobre lo que puede ser invisible a través del control de la ropa que viste, o de los celos como expresión fetichizada de amor a la pareja. A ello se le añade el grito, las prohibiciones sobre la movilidad espacial de las mujeres, o todo un historial de relaciones extramatrimoniales, expresión de la virilidad del macho que domina.
El rural se expresa como espacio en el cual la estructura social, la cultura, las normas sociales e instituciones «masculinas» facilitan el ejercicio y la expresión del poder de los hombres, y refuerza y mantiene los privilegios masculinos. La manera en que se construye la identidad masculina en lo rural, el cómo éstas se arman socialmente y a través de qué ritos. El saberse sexuado con un pene comienza desde ya a constituir parte de una identidad relacionada a un estatus que otorga poder.
El obligar desde la infancia a correr riesgos, no expresar dolor, no mostrar miedo ante el peligro, no llorar, tratar con animales, ejercitarse en la fuerza, tener éxito en conquistas amorosas; y, en paralelo, el miedo al abandono por la pareja o a ser considerado un «tarrú» si es traicionado, va creando un bloqueo emocional ante lo que la familia y la comunidad exigen. Ello lleva a la dureza en las relaciones sociales, especialmente ante lo considerado más débil, que son las mujeres. Se ejerce entonces un poder que se expresa en las múltiples manifestaciones de la violencia.
Basta interrogar los espacios rurales desde variables de género para encontrar las desigualdades existentes expresadas en el acceso de ellas a la tierra y otros recursos, a la estructura de empleo, a puestos decisorios, disparidad en los ingresos personales, en el uso de los espacios y del tiempo, así como en una división sexual del trabajo que visibiliza más a la mujer en el entorno doméstico. La permanencia de preconceptos sobre el hecho de ser madre soltera, divorciada, entre otros, afecta la autoestima de las mujeres en tales situaciones y constituye una de las expresiones de la violencia simbólica.
Así, la ubicación desigual de las mujeres en la estructura socioeconómica de las comunidades rurales estudiadas se convierte en la causa fundamental de la violencia masculina que las hace víctimas.
Luego de un proceso de talleres de sensibilización, las mujeres reconocían que estaban siendo violentadas y no lo sabían, pues se trata de espacios donde la cara más visible de la violencia, y a veces la única reconocida, es la física.
Habría que preguntarse por qué se minimizan los hechos violentos; lo hacen las víctimas y se minimiza a escala comunitaria por actores que ocupan posición decisoria. La respuesta encontrada es el hábitus hecho cuerpo, internalizado mediante prácticas cotidianas o lo que Lozano (2007) denominó «violencia invisible» para caracterizar aquella que permanece innombrada o inadvertida, con actos normalizados en su ejecución porque no son lo suficientemente excepcionales.
Los encuentros y conversaciones con mujeres que han sufrido o sufren la violencia en espacios rurales muestran las tensiones acumuladas. Si en los primeros talleres se guardó silencio y la palabra violencia no era mencionada, el clima de confianza y empatía que van creando las técnicas aplicadas por parte de quienes coordinamos hizo que fueran aflorando relatos sobre la violencia conocida o vivida. Resultó metodológicamente exitoso el debate de audiovisuales, llamados a problematizar sus propias realidades.
Allí encontramos el caso de Juana María, de 45 años, quien es violentada sexualmente por su esposo: «su manera de tener relaciones es amarrándome a la cama y, de vez en vez, me va golpeando».
Otra señala su cuello, donde aparece una cicatriz: «ese fue mi ex marido, que intentó matarme; al fin salí de él».
Fue elocuente el caso de una anciana que, caminando de un lado a otro frente a un grupo de mujeres, decía: «….porque lo mato, yo sí que lo mato». Allí mismo conocimos que su hija, guardia nocturna en una ovejera, estaba sufriendo amenazas de muerte, por haberse arriesgado a abandonar al marido, hecho que obligaba a la mencionada anciana a hacer compañías nocturnas a la hija en un acto de protección.
O el caso de Zoila, de unos 35 años y madre de dos hijos, quien confesó en privado que su marido, además de mantener relaciones extramatrimoniales, un hecho públicamente conocido por la comunidad, la insulta con palabras como «tonta, estúpida, y hasta me da empujones. Me siento que no soy nadie, solo aguanto por mis hijos».
Conocimos, incluso, de un homicidio ocurrido en una de las comunidades visitadas. Lo que más llama la atención es la manera de justificar el hecho por algunos hombres entrevistados…»Ella se lo buscó, la encontró con otro», lo que muestra cómo la violencia, hasta en los casos extremos, sigue siendo legitimada.
¿Por qué las victimas guardan silencio?
Es un fenómeno que se reitera en todos los espacios, pero que en los rurales tiene connotaciones especiales. Sí una mujer grita o pide ayuda, no siempre tiene quien la escuche, debido al aislamiento; pero en el caso de que tenga vecinos, casi siempre son familias del victimario y hasta cierto punto prefieren no involucrarse por aquel preconcepto de que «entre marido y mujer, nadie se debe meter».
Otros dicen: «si me meto, mañana están juntos y yo disgustado con el marido».
Ellas sienten miedo: si denuncian y no tienen a dónde ir, el marido puede ser aún más vengativo al saberse delatado. Por otra parte, no siempre encuentran apoyo en la familia de origen, que minimiza los actos de violencia y los ven como un fenómeno pasajero que va cediendo con el tiempo. Muchas veces es la madre de la victima quien aconseja soportar esa relación, dada la imposibilidad de acogida o pensando que es algo pasajero.
Las mujeres dicen sentir vergüenza, albergan sentimientos que son contradictorios, en especial cuando se carece de recursos y se tiene dependencia económica del agresor. La única salida cuando se tiene la autoestima baja es ceder continuamente ante exigencias del agresor como no visitar a familiares, no trabajar, no salir sin permiso, estar siempre lista a sus demandas sexuales, disimular o justificar el comportamiento del victimario ante los hijos, hijas y otras personas allegadas, etcétera.
La inexistencia de redes de apoyo, la lejanía de los cuerpos policiales ante los cuales llevar la denuncia, la no disponibilidad de medios para desplazamientos y la imposibilidad de recibir apoyo inmediato ante la violencia física hacen que muchas mujeres sufran en silencio el maltrato cotidiano. Téngase en cuenta, además, que hay expresiones de la violencia sufrida, como el acoso sexual, los malos tratos, los insultos, las discriminaciones, que no serán denunciados por no tener la legitimidad necesaria.
Solo procesos de sensibilización en materia de género en los espacios rurales pueden llevar a la toma de conciencia por parte de las mujeres acerca de cómo los maltratos, los insultos y las descalificaciones son expresiones invisibles de la violencia; y a conocerse y reconocerse como ciudadanas con derechos a una vida libre de violencia.
Consecuencias de la violencia contra las mujeres
Se ha incursionado en este eje de análisis desde diversas disciplinas, aunque no lo suficiente como para que los mecanismos de apoyo den una contribución efectiva, capaz de devolver a 9
las víctimas sus más elementales derechos. Lo cierto es que las mujeres que sufren violencia reducen su capacidad para participar de los procesos de desarrollo y para la toma de decisiones a escala familiar y local; se les priva la libertad no solo de acción, sino también de movilidad espacial.
Las consecuencias son múltiples: tienen un costo económico para el sistema agropecuario local, al inhabilitarlas de su participación plena como fuerza productiva. Pero también costos a su salud física y mental, cuando se atenta contra su integridad y el derecho a determinar sobre su propio cuerpo; psicológicos, al reducir su autoestima, limitar su participación social, laboral y familiar; costos a la calidad de vida familiar y comunitaria, al tornarlos espacios de tensión social y al privar a las mujeres de las posibilidades de empoderarse, controlar sus propios recursos, tomar las decisiones sobre sus vidas e influir positivamente en la de sus hijas e hijos.
La violencia contra las mujeres incrementa las desigualdades sociales, coloca a las víctimas en condiciones de vulnerabilidad social, económica y política. Constituye uno de los principales obstáculos para el avance hacia la equidad.
Además, es causa y efecto de su posición de desventaja social, a la que el espacio agrega una importante variable para el análisis que pasa no solo por las características de aislamiento en que viven muchas familias rurales, que limitan las posibilidades de recibir apoyo inmediato, sino, además, por lo que agrega la norma de socialización de unos y de otras.
Las diferentes formas de la violencia existen de manera simultánea a la llamada violencia invisible, que es cotidiana, permanece innombrada y pasa inadvertida, lo que imposibilita su reconocimiento social y propicia su reproducción de una generación a otra. Solo procesos de concientización podrán subvertir la situación, mediante la resistencia de las mujeres a la tradicional dominación masculina.
* Universidad de Holguín, Cuba (ariasguevara2011@gmail.com)
Bibliografía
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Silva, J. M.: «Análise do espaçosob aperspectiva de gênero: um desafío para a Geografía Cultural brasilera». En: Rosendal, Z; Correa, R.L. (orgs). Geografía: temas sobre cultura e espaço. Río de Janeiro: UERJ, 2005.