Descubrir, o mejor ir descubriendo a lo largo de la vida, los hilos articuladores entre nuestra formación como seres humanos y las maneras en que nos relacionamos en determinado contexto resulta piedra angular para ver de qué lado está la pelota del poder, quiénes lo ejercen y quiénes se resisten a ser dominados. Y que conste: no se trata de una simple pelota, como la del famoso juego de béisbol, sino de algo mucho más complejo y contundente que se entrelaza con las esencias del comportamiento humano.
Como se sabe, las relaciones de poder están presentes en todos los ámbitos de la vida: familiar, escolar, laboral, social, comunitario; sin embargo, ellas pueden favorecer un mayor control e influencia de unas personas sobre otras o, por el contrario, lograr una mayor participación y vínculos equitativos entre todas.
Si se toma como punto de partida el enfoque de género, este asume que las relaciones que se establecen entre las personas están marcadas por un sistema de dominación caracterizado, histórica y culturalmente, por la supremacía de lo masculino sobre lo femenino: el patriarcado, mantenido durante siglos a través de situaciones concretas en las que se ha producido y reproducido la vida de los seres humanos.
Las relaciones caracterizadas por la dominación de unas personas sobre otras están sustentadas en el poder, por tanto, son injustas, desiguales, pues hay un polo en una posición de ventaja respecto al otro, en tanto controla, toma decisiones, ordena lo que se debe hacer, sin tener en cuenta el criterio del otro.
Estar en una posición de dependencia y subordinación genera apatía, inmovilidad y hace que las personas sean objeto de manipulación de otras, que en nombre del poder que ostentan, las someten.
En nuestra realidad nos encontramos muchas veces con situaciones en las cuales, en nombre de ese poder, incluso de modo inconsciente, algunas personas se colocan por encima de otras. Por ejemplo, un maestro respecto a sus alumnos, un médico en relación con sus pacientes, o un dirigente con sus subordinados…
Y es que ese funcionamiento de las relaciones de poder-subordinación no es casual, sino que parte de condicionantes históricas y culturales. Desentrañarlas supone comenzar a deshilar la madeja para encontrar el justo equilibrio en el modo en que, por siglos, los seres humanos han aprehendido e incorporado, “naturalizado” acríticamente, hábitos, costumbres y maneras de relacionarse en diversos ámbitos. Pero estos aprendizajes, adquiridos en el curso de la vida, también pueden ser modificados.
Solo conociendo esta realidad y asumiéndola de modo consciente se puede transformar en aras de un ejercicio del poder diferente, caracterizado por la horizontalidad en las relaciones, el diálogo entre el saber especializado y el popular y la construcción colectiva de propuestas para el cambio. Un poder que se ejerza no para controlar y subordinar, sino para que las relaciones sociales sean más democráticas y justas, sustentadas en la cooperación y no en la competencia, en la solidaridad y no en la dominación.
La calidad de la participación de mujeres y hombres en las actividades familiares, escolares, comunitarias y organizacionales es un asunto a considerar cuando se trata de deconstruir la cultura patriarcal y promover equidad en las relaciones entre los géneros. La posición desde donde participan las personas, los conocimientos que tienen sobre las actividades que desempeñan, las formas en que toman parte de ellas determinan esas relaciones.
No es lo mismo participar como ejecutora o ejecutor de acciones que siendo parte de la toma de decisiones, como tampoco es igual implicarse desde roles tradicionales reproductivos (propios de los espacios domésticos) o desde roles productivos (generadores de ingresos).
No se trata de que las mujeres pasemos a ocupar el lugar de poder que los hombres han desempeñado a través de la historia. Se trata de construir nuevas relaciones en las que se consideren las necesidades, deseos, sueños y aspiraciones de mujeres y hombres. Las diferencias entre los sexos no tienen por qué conducir a desigualdades y la participación en condiciones de equidad debe ser principio indispensable del funcionamiento de nuestra sociedad.
Para superar las relaciones de poder injustas es imprescindible dejar atrás la inequidad y construir una nueva cultura del poder en todos los ámbitos de la vida social, lo que supone implementar una cultura de la justicia, la solidaridad, la inclusión, la participación, la igualdad en el acceso de oportunidades para mujeres y hombres, y el respeto a las y los diferentes.
Llega el quinto mes del año, mayo, en el cual nuevamente se desarrollará en Cuba otra Jornada contra la homofobia y la transfobia, una campaña que lidera, desde hace años, el Centro Nacional de Educación Sexual y que va teniendo mayor reconocimiento social entre instituciones, redes, iglesias, centros ecuménicos e integrantes de asociaciones de la sociedad civil. Ningún momento puede ser más propicio para que, entre todas y todos, podamos seguir construyendo relaciones humanas más democráticas y liberadoras.
Lo importante, lo esencial, es que la pelota del poder la comparta, en igualdad de condiciones y oportunidades, toda la diversa humanidad que integra nuestra cubanísima Isla.