Imaginemos que estamos en medio de una selva y somos parte de un equipo de investigación científica que estudia el comportamiento de un grupo de leones. Desde una pequeña elevación observamos que el jefe de la manada da vueltas, marcando el espacio, la hembra en celo, el trozo de carne que muchos otros felinos aspiran a tragarse. La escena pone de manifiesto el poder del más fuerte. Sería exagerado pretender trasladarla mecánicamente al universo humano.
Supuestamente las leyes del intelecto, las emociones y el raciocinio actuarían de manera diferente. Sin embargo, ella expresa en toda su crudeza el poder, que se inició como defensa posesiva de objetos escasos: territorio, alimento u objeto deseado.
El poder, en tanto capacidad humana y social para satisfacer necesidades y defender intereses particulares, se desarrolló como una relación de dominio, como posesión diferenciada frente al otro.
A raíz de la división sexual, social y genérica del trabajo, la masculinidad adquiere la pose de un género dominante, actitud que se convierte en cultura machista y aliento para la dominación patriarcal.
Nacido de la incapacidad para gestionar la relación con el otro, especialmente en presencia de pluralidades cada vez más complejas, el poder tendrá como célula la pareja en la cual prevalece la condición de género del macho en relación con la hembra; y como ecosistema, el mercado.
El capitalismo y su economía, sustentada en la propiedad privada, exacerban el poder al transformar en mercancía los más diversos elementos y bienes disponibles en el mundo; incluso transforman en mercancía al propio ser humano y a todas las actividades humanas.
Como dice Vandana Shiva —ecologista y pensadora india—, “el capital ya no tiene manera de ampliarse hacia los espacios externos, la nueva fase de la colonización apunta al cuerpo de la mujer…”.
Entonces, como relación de competencia y dominio, el fin del poder solo puede concluir en el reino de la asociatividad y de la autogestión generalizada, en la reconsideración entre el individuo y la especie, entre el macho y la hembra, entre el ser humano y la naturaleza, entre el yo y el otro, entre la posesión y la entrega mutuamente administrada.
Desde hace varias décadas, la teoría feminista ha desenmascarado el secreto de sus identidades. Al descubrirlas, ha recolocado la masculinidad del poder y el poder de la masculinidad que al parecer siguen librando no pocas y cruentas batallas. Y si ayer se apoyaban el uno al otro, hoy alimentan mutuamente su crisis de legitimidad, aunque no de fuerza, arrastrando en su vorágine la muerte de la vida en todas sus manifestaciones: naturaleza, mujer, sociedad y esperanza.
Ahora bien, si entendemos por poder el ejercicio de una facultad, o el uso de un recurso, sean estos físicos o culturales, con exclusión o en contra del objeto o el sujeto sobre el cual se extiende, nos percatamos de que este ha sido utilizado por el ser humano con diferentes fines, entre los cuales encontramos tres: para satisfacer necesidades, para defender intereses particulares y para mantener una relación de dominio. En los dos primeros casos el poder, en tanto verbo, es patrimonio de todos; pero en el último caso, el verbo se encarna en el macho y habita como sustantivo y como sustancia entre nosotros, de manera exclusiva y excluyente como relación de dominio.
Podríamos preguntar por qué la humanidad ha tenido que transitar de las relaciones de cooperación que supuestamente tenía en un principio hacia las relaciones de dominio que hoy se encuentran generalizadas en todos los niveles. La respuesta hay que buscarla en las contradicciones entre necesidades, deseos e intereses ilimitados de cada uno y las limitaciones o escaseces para lograrlas.
Si la división del trabajo es el factor histórico que permite la diferencia entre relaciones de igualdad existentes prehistóricamente entre hombre y mujer, y relaciones desiguales surgidas a partir de la división sexual y luego genérica del trabajo, solo cabría poner en agenda el fin de dicha división, lo cual explicaría con mucha razón la reivindicación feminista para compartir las actividades de reproducción, y dejaría a la indagación académica cuestionar sobre las condiciones sexuales que permitieron que la división originaria del trabajo se convirtiera en valoración del trabajo masculino y desvaloración del trabajo femenino.
El poder, en tanto construcción social sustentada en la posesión, el dominio y la exclusión, ha significado una guerra declarada y enmascarada, a su vez, del hombre contra la mujer; de igual manera que ha significado también una guerra del hombre contra la naturaleza, en fin, del hombre, en tanto amo genérico, contra el resto: hombres, mujeres y niños.
Pero la masculinidad, sostenida por una cultura machista del poder, en la cual se reprime sexual, política y económicamente a la mujer, siempre estuvo preñada de contradicciones, en especial a partir del debilitamiento de las prácticas homosexuales de los griegos y el fomento de las prácticas heterosexuales, precisamente por la imposibilidad de permitir el goce al varón sin permitírselo a la mujer.
De ahí que la crisis de la masculinidad se basa en la fragmentación del amor de su trilogía esencial: el sentimiento afectivo y sensual por el otro, el erotismo de su ejercicio lúdico y el placer carnal.
Poder y masculinidad intentarán reducir el amor a la contemplación mística, al idealismo platónico; limitar las relaciones carnales a la reproducción con la mujer y reducir las relaciones placenteras con los mancebos, tal como lo saborean los textos socráticos. Luego de haber escamoteado la administración del placer o, mejor dicho, escamoteado masculinamente su control, emprenderán su sádica trasgresión como la última de sus aventuras para conservarse como poder.
En la medida que el macho encarnado en poder se levantaba su propia censura y daba rienda suelta a sus impulsos sexuales, la distancia entre el enamoramiento afectivo y el goce carnal se reducía.
En ese momento el héroe de todas las batallas contra la mujer y los oprimidos tuvo que escoger entre el afecto y el poder. Si en medio del placer se entregaba a la dama y mantenía el sentimiento amoroso, tendría que abandonar toda posesión alcanzando las riquezas prometidas del amor integral, pero tomando en cuenta que todo poder que pierde el control y reconoce la igualdad en el otro se pierde para sí mismo. Entonces, el precio del amor significaría para él la derrota de su masculinidad dominante. La respuesta no se hizo esperar: el hombre eligió el placer sin sentimiento mutilando el amor y salvando el poder.
La doble moral del poder de la masculinidad no podría seguirse escondiendo, sobre todo a partir de la estocada que significó el descubrimiento del inconsciente en los estudios freudianos. La rebelión de la naturaleza se vengaba así en el propio cuerpo y en el alma de los vanidosos machos racionales de entonces. Sin embargo, el eje de una nueva masculinidad solo puede venir desde una profunda “revolución de los sentimientos”, al decir de Agnes Heller, entre los cuales está la ternura como el afecto que nos implica en tanto sujetos plurales. Y esta no podría hacerse si no a partir de la conciencia de que nuestra sexualidad está sentada y parada sobre una relación de poder.
Veinte y tantos siglos de moral católico-patriarcal han regido la conducta sexual de la civilización occidental. Cada siglo ha sido testigo de la negación y represión sistemática del más deseado y reprimido de los derechos humanos: el derecho a la ternura sensual.
Apenas saboreada en la infancia, la ternura ha sido pisoteada de izquierda a derecha por una permanente dosis de rigidez y violencia que involucra a todas las edades. Para cierta derecha, la única violencia cuestionable es la violencia popular; para cierta parte de la izquierda, la única ternura concebida es la ternura abstracta de los ideales. Mientras tanto, la violencia sexual sigue siendo la eterna acompañante de la moral sexual patriarcal.
En otras palabras, la gestión compartida de un reino de la intersubjetividad implica el trastrocamiento del poder y, por consiguiente, del amor. Amor entendido como el triángulo cimentado con placer sexual, erotismo pasional y ternura sensual.
Si la fragmentación del amor obedece a las necesidades del poder, es lógico que se opongan a la integración de sus componentes, conscientes que así se está condenando a muerte la masculinidad del poder y el poder de la masculinidad, cantando así el réquiem de todas las dominaciones. Por tanto el amor se convierte, entonces, en un fenómeno subversivo, energía que al alimentar subjetivamente la rebelión, se encarna socialmente en un proyecto alternativo a todos los sistemas represivos existente hasta estos días.
Aventura en que todas y todos debemos estar implicados, conscientes de que no se trata de cambiar el signo del poder, sino de empezar a democratizarlo para extinguir todo poder diferenciado.