“Una palabra a tiempo puede matar o humillar sin que uno se manche las manos. 

Una de las grandes alegrías de la vida es humillar a nuestros semejantes”.                                                                                         Pierre Desproges.

La posibilidad de destruir a alguien sólo con palabras, miradas e insinuaciones es lo que se llama “violencia perversa” o “acoso moral”, fenómeno universal del cual no está exenta nuestra sociedad.

Analizar la especificidad de la relación perversa nos previene contra cualquier intento de trivialización. Por ello considero importante que las personas conozcan el funcionamiento de ese proceso en la pareja, la familia y el trabajo: una especie de espiral depresiva, cuando no suicida, que arrastra irrevocablemente a las víctimas en su caída mortal.

Estas insidiosas agresiones proceden de la voluntad de desembarazarse de alguien sin ensuciarse las manos. Porque avanzar enmascarado es lo propio del perverso. Ésta es la impostura que hay que develar para que la víctima pueda volver a encontrar sus puntos de referencia y sustraerse a la influencia de su agresor.

De cualquier forma, el asunto del acoso moral es todavía un tabú, pero no por ello debemos cerrar los ojos ante él, sino considerarlo como lo que es: un verdadero “asesinato psíquico”.

A lo largo de la vida, mantenemos relaciones estimulantes que nos incitan a dar lo mejor de nosotros mismos, pero también mantenemos relaciones que nos desgastan y que pueden terminar por destrozarnos. Mediante un proceso de acoso moral, o de maltrato psicológico, un individuo puede conseguir hacer pedazos a otro.

Todos hemos sido testigos de ataques perversos en uno y otro nivel, ya sea en la pareja, que es el caso que nos ocupa, como en la familia, en el trabajo, o en la vida política y social. Sin embargo, es difícil el reconocimiento de esa forma de violencia indirecta. Con el pretexto de la tolerancia, nos volvemos indulgentes.

La perversión fascina, seduce y da miedo. A veces envidiamos a los individuos perversos, pues imaginamos que son portadores de una fuerza superior que les permite ser siempre ganadores.

fectivamente, saben manipular de un modo natural, lo cual parece una buena baza en el mundo de los negocios o de la política. También les tememos, pues sabemos instintivamente que es mejor estar con ellos que contra ellos. Es la ley del más fuerte. El más admirado es aquel que sabe disfrutar más y sufrir menos. En cualquier caso, prestamos poca atención a sus víctimas, que pasan por ser débiles o poco listas, y, con el pretexto de respetar la libertad del otro, podemos vernos conducidos o no percibir ciertas situaciones graves.

En efecto, una manera actual de entender la tolerancia consiste en abstenerse de intervenir en las acciones y en las opiniones de otras personas, aun cuando estas opiniones o acciones nos parezcan desagradables o, incluso, moralmente reprensibles. Manifestamos asimismo una indulgencia inaudita en relación con las mentiras y las manipulaciones que llevan a cabo los hombres poderosos. El fin justifica los medios. ¿Pero hasta qué punto es esto aceptable? ¿No corremos con ello el riesgo de erigirnos en cómplices, por indiferencia, y de perder nuestros límites o nuestros principios? La tolerancia pasa, necesariamente, por la instauración de unos límites claramente definidos. Ahora bien, este tipo de agresión consiste, precisamente, en una intrusión en el territorio psíquico del otro.  El contexto sociocultural permite que la perversión se desarrolle, porque la tolera.

Existen manipulaciones anodinas que dejan en las personas un rastro de amargura o de vergüenza, por el hecho de haber sido engañadas. Pero también hay manipulaciones mucho más graves que afectan a la misma identidad de la víctima y que son cuestión de vida o muerte. Hay que saber que los perversos son directamente peligrosos para sus víctimas, pero también indirectamente peligrosos para su círculo de relaciones, pues conducen a la gente a perder sus puntos de referencia y a creer que es posible acceder a un modo de pensamiento más libre a costa de los demás.

Cuando las víctimas de esta violencia insidiosa recurren frecuentemente a los servicios de salud mental, en busca de psicoterapia individual, lo hacen más bien por inhibición intelectual, por falta de confianza en sí mismas, por dificultades de autoafirmación, por un estado de depresión permanente, resistente a los antidepresivos, e incluso por un estado depresivo más claro, que podría conducir, incluso, al suicidio.

Pero a menudo se niega, o se le resta importancia, a la violencia perversa en la pareja, y se le reduce a una mera relación de dominación.

Una de las simplificaciones psicoanalíticas consiste en hacer de la víctima el cómplice o, incluso, el responsable del intercambio perverso. Esto supone negar la dimensión de la influencia, o el dominio, que la paraliza y que le impide defenderse, y también negar la violencia de los ataques y la gravedad de la repercusión psicológica del acoso que se ejerce sobre ella.

Las agresiones son sutiles, no dejan un rastro tangible y los testigos tienden a interpretarlas como simples aspectos de una relación conflictiva o apasionada entre dos personas de carácter, cuando, en realidad, constituyen un intento violento, y a veces exitoso, de destrucción moral e incluso física
Las víctimas se pueden quejar a veces de sus compañeros o de esta terrible violencia subterránea, y no se atreven a quejarse de ella. La confusión psíquica que se instaura previamente puede hacer olvidar que se trata de una situación de violencia objetiva. Un punto común de todas estas situaciones es que la víctima, aunque reconozca su sufrimiento, no se atreve realmente a imaginar que ha habido violencia y agresión.

En la pareja, el movimiento perverso se inicia cuando el  movimiento afectivo empieza a faltar, o bien cuando existe una proximidad demasiado grande en relación con el objeto amado. Una proximidad excesiva puede dar miedo. Por esta razón, lo más íntimo es lo que se va a convertir en el objeto de la mayor violencia. Un individuo narcisista impone su dominio; pretende, por tanto, mantener al otro en una relación de dependencia, o incluso de propiedad, para demostrarse a sí mismo su omnipotencia. La víctima, inmersa en la duda y en la culpabilidad, no puede reaccionar.

El mensaje no confesado se oculta para que el otro no se marche. De este modo, el mensaje actúa de forma indirecta. El otro debe permanecer para ser frustrado permanentemente. Al mismo tiempo, hay que impedir que piense para que no tome conciencia del proceso.

Esta manifestación es una forma de violencia probada, aunque se mantenga oculta, que tiende a atacar la identidad del otro y privarlo de toda individualidad. Estamos ante un proceso real de destrucción moral que puede conducir a la enfermedad mental o al suicidio. Los conflictos, en este tipo de relación interpersonal, empiezan con abuso de poder, siguen con un abuso narcisista, en el sentido de que el otro pierde toda su autoestima, y pueden terminar a veces con un abuso sexual, violencia física, homicidio u asesinato.

En la mayoría de los casos, el origen de la tolerancia se halla en una lealtad familiar que consiste, por ejemplo, en reproducir lo que uno de los padres ha vivido, o en aceptar un papel de persona reparadora del narcisismo del otro, una especie de misión por la que uno debería “sacrificarse y resignarse”. Pero deberíamos preguntarnos: ¿a qué precio?

Más allá del aspecto individual del maltrato psicológico, se nos plantean dilemas más generales. ¿Cómo restablecer el respeto entre los individuos? ¿Qué limites debemos poner a nuestra tolerancia para detener estos procesos destructivos?

Marzo de 2003

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