Las relaciones de pareja se asocian con fantasías de éxtasis y amor. Sin embargo, dicho idilio es acosado constantemente por vivencias de servidumbre y dominio, por crisis, encantos-desencantos, desembocando en pequeñas y grandes rebeliones.
Las sociedades patriarcales —aún prevalecientes— se diseñan y organizan desde una prescripción de valores y normas identificables con una determinada construcción simbólica de masculinidad y feminidad.
La noción de género posibilita comprender esta construcción simbólico-sociocultural que integra los atributos subjetivos y las expectativas asignadas a las personas en dependencia de las diferencias sexuales. La intelectualidad, la afectividad, el lenguaje, las concepciones, los valores, las fantasías, los deseos, la identidad, la autopercepción corporal y subjetivas varían de acuerdo al género.
Lo femenino se asocia al hecho de engendrar y a una maternidad “sacrificada” que articula con una idea de sexo como procreación, mucho más que como placer. Deriva de aquí lo femenino en vinculación con la dulzura, la delicadeza, el cuidado que, asignado predominantemente a las mujeres, condensa en el “mandato cultural”, de cumplir el rol de madres-esposas-amas de casa, vivir con una pareja heterosexual, liderar una familia y ser su pilar emocional.
Este es el núcleo del “cautiverio” de las mujeres, que refiere la antropóloga y feminista mexicana, Marcela Lagarde, obstaculiza la autonomía y la condición de sujetos a la vez que promueve dependencia económica, social, jurídica y afectiva.
Lo masculino se articula alrededor de la virilidad. Los genitales se asocian inconscientemente con la idea de poder, para subrayar fuerza, ímpetu, decisión, dominación. La excelencia, el éxito, la razón, la condición para emprender, dominar, competir, la fuerza y la agresividad física y psíquica son atributos psicológicos masculinos que se expresan en roles instrumentales. Ello se asigna predominantemente a los hombres.
Los valores y roles asignados, según cada género, no tienen el mismo reconocimiento social. Se trata de una construcción cultural que pretende, apoyándose en tales diferencias, establecer una desigualdad asociada a una jerarquización dicotómica y poder, acentuando la supremacía de lo masculino como valor.
Algo es lo legítimo y superior: lo masculino. Algo aflora como poco legítimo e inferior: lo femenino.
El dominio sexual se erigió desde hace mucho como pieza significativa de la injusticia humana y la desigualdad. Esto se expresa en la perpetuidad de un espacio “privado” sin valor ni prestigio, reservado a las mujeres, que refuerza su sometimiento.
Por otra parte, la socialización sexista de niñas y niños, va conformando subjetividades y habilidades distintas: relacionales, emocionales, de cuidado para las niñas e instrumentales para los niños. Se crean en la familia las bases para la aceptación y reproducción de relaciones de género de dominio- sumisión, del sexismo y del poder que fundamentalmente se ejerce en contra de las mujeres como parte de la vida cotidiana.
La palabra «poder» posee dos significados: uno es el poder personal de decidir y autoafirmarse, lo cual requiere de una valoración social. Otro es la posibilidad de control y dominio sobre la vida o actividades de otras personas, básicamente para lograr obediencia y sus derivaciones. Supone tener recursos como bienes o afectos que aquella persona que se quiera controlar valore y no posea, así como medios para sancionar y premiar a quien obedece.
La pareja es un espacio particular de poder. En ella se desarrollan aspiraciones personales, sexuales, de trabajo, de creación y en la cotidianidad cada cual intentará ejercer sus poderes sobre la vida de la otra persona, controlar, intervenir, prohibir, decidir.
Se trata de un androcentrismo cultural, de una situación de discriminación, de explotación, de dominación que reedita las relaciones de poder social a lo interno de la vida familiar, que fractura los más elementales derechos y valores humanos, y constituye la esencia de la violencia de género que analizaremos en otros espacios.