Cuidado y autocuidado: otra forma de prevenir la violencia

Desde diferentes campos del conocimiento, resulta evidente la necesidad de mantener un trabajo sistemático por la No violencia hacia las mujeres. Pero no debe quedar limitado a campañas; es preciso profundizar, ininterrumpida y sistemáticamente, en la atención a todos los elementos que contribuyen a que la violencia hacia las mujeres y entre ellas mismas se mantenga. 

Uno de los aspectos básicos a analizar es el condicionamiento cultural a que estamos sometidas desde niñas. Mediante los juegos de roles, los juguetes, la transmisión oral de experiencias y conocimientos de nuestras madres y abuelas, entre las figuras femeninas más importantes, nos llegan entrenamientos diversos y se nos responsabiliza en el proceso del maternaje, que incluye no solo la maternidad, sino el cuidado del resto de la familia, de la pareja y, en muchas ocasiones, incluso, hasta de las amistades.

Este proceso de aprendizaje y cuidado sería muy positivo si estuviera acompañado de la otra parte de la pareja y del resto de la familia. Pero la realidad es otra; la mayoría de las mujeres siente sobre sus hombros la responsabilidad, el juicio y ¿por qué no decirlo?, un sentimiento de obligación y de culpa cuando no se ocupa de proteger a otros. Si le sumamos el hecho de que desde niñas nos enseñan el rol de cuidadoras, llega un momento de ni siquiera nos percatamos de esas carga, aun cuando está avanzada la adultez.

Este proceso de entrenarnos para el cuidado de los otros, y no para el propio, resulta, a mi entender, uno de los aspectos que más contribuye a la sobrecarga de la mujer, que afecta su salud en general y, por tanto, también la salud sexual y la reproductiva. Y es una forma de violencia invisible.

Valdría la pena considerar algunas interrogantes que, generalmente, quedan sin respuesta: ¿Sabemos cuidarnos?, o ¿quién cuida de nosotras?

El derecho de la mujer de disfrutar de su sexualidad, y a la vez de cuidar su salud en sentido general, entra muchas veces en contradicción con los disimiles roles que desarrolla, tanto en el espacio privado del hogar como en el espacio público, donde suele ocupar diferentes responsabilidades, en muchas oportunidades.

Aprender estos roles jugando es una de las principales tradiciones de nuestra cultura. Jugamos a ser mamá, a aprender a cocinar, a lavar, entre otras labores domésticas adjudicadas «históricamente» al sexo femenino. De hecho se deriva, a menudo en el subconsciente, que somos responsables de todo el cuidado de la familia. La reproducción, además de un fenómeno biológico, es una cuestión social y cultural. Por ello, el embarazo, como evento crucial de este proceso reproductivo, es enfrentado de formas diferentes por hombres y mujeres, y puede afectar la vida y la sexualidad de diversas maneras, según el sexo y el género.

 

Asunto con raíces 

En el año 1700 antes de nuestra era, apareció en Mesopotamia el Código de Hammurabi, que determinaba que las mujeres tenían que tener los hijos durante su vida fértil y ocuparse de las actividades domésticas. Desde entonces se estableció una nueva división sexual del trabajo.

Si al análisis que venimos realizando se unen los mitos que sobre la sexualidad femenina se siguen transmitiendo de generación en generación, desde el punto de vista cultural, el resultado tiende a que se acentúen las desigualdades en cuanto al derecho de disfrutar de un estado de salud –y de una sexualidad- placenteros.

Entre los mitos más frecuentes están el de la «mujer = madre», «mujer = familia». En pocas palabras, se nos prepara para atender y para satisfacer las necesidades de los otros; y en ese contexto se ha acuñado como cierto que la capacidad y el deseo sexual de la mujer son menores que los del varón,
que el amor femenino es romántico y debería manifestarse desde una pasividad erótica y que solo en la juventud se goza de una buena sexualidad.

Todo ello muestra el proceso interminable del maternaje, con grandes implicaciones en la vida sexual y personal de la mujer. Entonces, cómo no entrar en dudas a cualquier edad, acerca de cuál sería el mejor momento para tener un hijo o una hija. No puede ser de otro modo, pues esa decisión implica, por ejemplo, la disyuntiva de cómo organizar los otros planes de superación y realización personal, desde lo profesional o laboral; o preguntarse cuáles de ellos habría que postergar, aprender a combinar o buscar redes de apoyo para poder desarrollarlos.

Según investigaciones de la doctora Grisel Rodríguez, del Centro de Estudios Demográficos (Cedem), de la Universidad de la Habana, se evidencia que la mayoría de las cubanas tienen como expectativa tener dos hijos, con un periodo inter genésico de entre tres y cinco años. Pero la realidad está
apuntando a que estas ideas no se cumplen, en la mayoría de los casos; de ahí que nuestras tasas de fecundidad y natalidad sean bajas y que no se estén cumpliendo los niveles de reemplazo que se necesitan para mantener un crecimiento poblacional adecuado.

A todo lo anterior se adiciona que, cuando el embarazo es un hecho, existen otra serie de eventos a enfrentar, que van desde limitaciones económicas para poder adquirir la canastilla, hasta la alimentación adecuada y el cuidado de la mujer. La pérdida, por lo menos temporal, de la imagen corporal, es en nuestra cultura el mandato tradicional que más sobre exige a la mujer, que más la
violenta, y que se traduce en que hay que «mantenerse bien y joven».
Por todo lo anterior, resulta necesario reflexionar sobre el proceso del maternaje y cómo se va elaborando en la vida de las mujeres, partiendo de una serie de expectativas de lo que vamos a enfrentar, que comienzan con el miedo al parto, centrado en la mayoría de las vivencias identificadas
con un acto de dolor y de sufrimiento; pero que nos transmiten que vale la pena enfrentarlas por la ganancia emocional de la maternidad.

Se parte del modelo social de la maternidad, que sería igual a sacrificio, angustia y dolor, lo que trae aparejado duelos con el cuerpo por pérdidas de la figura, del atractivo físico, de la independencia, de la autonomía y de la postergación de otros proyectos personales de la mujer.

Entonces, ¿a qué violencias sutiles nos enfrentamos en el proceso de maternaje?:

Acción de criar, aprender a criar: Los roles reproductivos duran toda la vida, se aprende haciéndolos y esto trae un costo femenino en dedicación, tiempo y ocupación.

Tiempo para criar, trabajo de criar, temor a no saber criar: El trabajo doméstico adicional que no resulta igual en los hombres que en las mujeres. 

Tiempo de espera: Todo puede esperar, todo pasa a un segundo plano en función de la maternidad y los hijos, lo que trae consigo desorganización en la vida de la mujer y de su pareja.

Relaciones de pareja: Existe una modificación del espacio de la pareja y aparecen una multiplicidad de roles que tiene que cumplir la mujer; esta es demandada por la pareja y sobre exigida por el cuidado hacia el hijo o hija.

Autoestima, ansiedades, autocuidado: La autoestima disminuye por el tiempo y esfuerzo que dedica a la crianza de los hijos, por las ansiedades que genera este trabajo de criar y atender a los demás, donde la mujer tiene que dejar en un segundo plano otros intereses, incluyendo su cuidado personal.

Juicios externos: Ante todo, tiene que ser buena madre, y estos juicios forman parte de una evaluación constante de su actuación, que pueden lacerar su autoestima y constituyen una carga más que engendra el proceso de maternaje.

Erotismo: Hay modificaciones también del erotismo a lo largo de este proceso. El embarazo produce modificaciones corporales que varían el atractivo femenino y disminuyen la intimidad erótico sexual; se producen cambios en las posiciones coitales, temores a lesionar al feto o a la mujer por la parte masculina y, en la mayoría de las parejas, disminuye el erotismo por centrarse en el cuidado del niño o de la niña.

¿Cuándo, entonces, dedica cuidados para ella, para con su cuerpo, su mente, sus afectos, su sexualidad? Todo esto la hace convertirse en un agente de salud porque se ocupa de proporcionar salud a los demás, y no se convierte en sujeto de su propia salud. 

Y tal situación no solo se observa en procesos y manifestaciones vinculadas con el maternaje. También ocurre ante otras decisiones reproductivas. ¿Sobre quién, si no, cae la responsabilidad de la planificación familiar, o la decisión de practicarse un aborto? En la mayoría de los casos, la respuesta a estas interrogantes es: «en las mujeres».

Otro aspecto poco abordado aparece cuando una mujer se enferma. ¿Quién se encarga de cuidarla y de protegerla? En no pocas ocasiones, aunque esa mujer ha abandonado sus proyectos personales en función del cuidado de la familia, cuando se enferma, más si es algo crónico, la familia alude disimiles razones para no responsabilizarse con ella, como por ejemplo, que «no puede faltar al trabajo o a la escuela», «que no sabe cómo enfrentar lo que ella siempre ha hecho». Y para colmo, pueden hasta hacerla sentir doblemente culpable, por esta enferma: «tú eres la responsable por no educarnos».

Otros elementos a profundizar son los derivados del proceso de envejecimiento. Cada vez encontramos una mayor proporción de adultas y adultos mayores, que seguirá sistemáticamente en aumento de acuerdo con los pronósticos demográficos. Ante tal realidad, se suma al análisis una interrogante que pudiera ser angustiosa:¿Quién los cuida o cuidará? Otra vez, las respuestas apuntan a una misma dirección: generalmente las hijas o las nueras, o quizás las nietas, con la esperada postergación o anulación de sus proyectos personales. Según el último Censo Nacional de Población y Viviendas, en nuestro país poco más del 18,7 por ciento de la población vive en hogares unipersonales y, de ellos, 40 por ciento son ancianos o ancianas que viven solos.

Todo lo anteriormente analizado ayuda a comprender cómo las mujeres vivencian los problemas que provocan duelos, que no solo son pérdidas físicas, sino también separaciones, ruptura de proyectos Igualmente, evidencia que piensan poco en ellas mismas. Entonces estamos perpetuando la violencia
psicológica, al estar frente a una demandada, con poco tiempo para ella y poca conciencia de esa situación. 

Resulta imprescindible, por tanto, trazar estrategias para la concientización de una serie de actitudes y conductas que nos parecen naturales, al ser transmitidas de generación en generación, pero que resulta necesario romper porque se derivan de un ciclo de imposición y herencias de discriminación y violencia hacia las mujeres.

Es necesario tomar conciencia y desarrollar en las mujeres la necesidad del cuidado y del autocuidado, de armonizar proyectos personales con las familias y de educar y educarnos para crear redes de apoyo, donde todos los integrantes del hogar, con independencia del sexo, posean las mismas responsabilidades y derechos.

* Presidenta de la Sociedad Cubana Multidisciplinaria para el Estudio de la Sexualidad
(SOCUMES)

 

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