Por Helen Hernández Hormilla (hormilla@gmail.com)
Entre un cuadro como El rapto de las mulatas, del pintor cubano Carlos Enríquez, y un video clip de reguetón existen abismales distancias estéticas.
Sin embargo, la representación sublimada de una violación sexual en el primero y la constante presencia de una imagen cosificada y degradante de las mujeres en el otro caso vienen a evidenciar la manera en que el maltrato por motivos de género ha sido tradicionalmente naturalizado desde el arte, los medios de comunicación y, en general, las prácticas culturales.
Si bien cuando se habla de violencia de género suele trabajarse más aquella que implica daños físicos, psicológicos o estructurales, también en el ámbito cultural y subjetivo se ejerce la agresividad machista.
Acuñada por el teórico francés Pierre Bordieu, la violencia simbólica se refiere a un grupo de significados impuestos como válidos y legítimos por la cultura patriarcal, que parten de la supremacía y dominación masculina y, por tanto, tiene estrecha relación con el poder y la autoridad.
Se trata de un tipo de maltrato sostenido en las prácticas culturales de hombres y mujeres y puede presentarse en todos los espacios de la vida social, indica a SEMlac la socióloga Magela Romero.
«Estamos hablando de una violencia que se expresa a partir de la legitimidad en que el poder patriarcal se concreta en todos los modelos impuestos a las mujeres, desde un determinado ideal de belleza hasta el rol tradicional de ama de casa, el ser incondicional o la moderna superwoman«, explica.
Asumir estos patrones sexistas y estereotipados como los únicos legítimos para el ser femenino lacera, pues, parte de un ideal de subordinación, continúa la experta.
«Nos parece natural que nos queramos semejar a esos modelos y que se nos juzgue a partir de ellos cuando no somos así, sin darnos cuenta de que eso nos violenta porque la realidad humana es más compleja», señala Romero.
Los medios de comunicación resultan reproductores por excelencia de esas nociones preestablecidas para ser hombre o mujer, pues es desde allí que constantemente se refuerzan estereotipos machistas.
A criterio de la experta en comunicación y género Isabel Moya Richard, desde los medios se reproduce un discurso sexista, patriarcal y misógino «que utiliza sus herramientas y mecanismos expresivos para presentar a las mujeres según los cánones de la ideología androcéntrica, asociándola a roles, juicios de valor, concepciones y teorías que ‘naturalizan’ la subordinación de las mujeres y lo considerado femenino».
En su artículo «Del silencio al show mediático», publicado en la revista digital La Jiribilla, en noviembre de 2012, la también directora de la Editorial de la Mujer de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), ubica la violencia simbólica ejercida desde los medios en todos aquellos productos que presentan a las mujeres solo como objetos sexuales, las reducen a víctimas, las ignoran o convierten en espectáculo la cólera machista.
Asimismo, resultan mordaces los enfoques folcloristas o xenófobos de las mujeres del Sur; la culpabilización del amor lésbico; el confinamiento de los «asuntos de mujeres» a determinadas secciones informativas; o «cuando la protagonista de una serie para adolescentes solo vive para su ‘físico perfecto’ y la vemos multiplicada en muñecas, camisetas y vasos desechables», advierte.
También cuando se excluyen y enjuician comportamientos, prácticas y representaciones que contradicen las maneras establecidas de ser hombre y mujer. La omisión de realidades alternativas al canon de género en la producción cultural es una de las señales más preocupantes para la psicóloga Sandra Álvarez.
En su opinión, el análisis de la violencia simbólica debe incluir una perspectiva racial, pues las mujeres negras que llegan a los medios cubanos casi siempre son vistas desde estereotipos vinculados con la sexualidad o con la falta de capacidades humanas como la inteligencia y la laboriosidad, entre otras.
«Cuando se promocionan fechas importantes para las cubanas, como el aniversario de la FMC o el 8 de marzo, la mujer negra está ausente o, si aparece, lo hace de la manera que todo el mundo espera», argumenta a SEMlac.
En los audiovisuales transmitidos por la televisión nacional han primado las mujeres negras y mestizas ocupando roles de sirvienta doméstica o nana de niños blancos, o en espacios marginales, mientras faltan historias de amor que las tengan como protagonistas, denunció.
«Al pensar en la mujer como generalidad siempre es blanca, porque a nivel simbólico ese es el referente que prima, y solo en campos muy estrictos como el deporte aparecen con mayor regularidad las negras y mestizas», argumenta la activista afrofeminista.
Por su parte, la crítica de cine Danae C. Diéguez invita a revisar el canon de la historia del arte como expresión sostenida de este tipo de violencia.
«La representación de la mujer como objeto del deseo, su presencia en espacios domésticos y tradicionales o la manera acrítica de mostrar las agresiones contra las mujeres por motivos de género prima en todas las manifestaciones artísticas y forma parte de un imaginario con el que hemos aprendido a vivir y no cuestionamos», apuntó Diéguez.
La especialista intervino en el evento «Calladita no te ves más bonita», el pasado 21 de diciembre, con el cual cerró la Jornada Cubana por la No violencia contra las mujeres.
El cine cubano resulta, a su juicio, un ejemplo de la pervivencia de la ideología patriarcal en las artes, pese a los intentos de cuestionar el machismo en algunas películas como Lucía, de Humberto Solás; Retrato de Teresa, de Pastor Vega y Hasta cierto punto, de Tomás Gutiérrez Alea.
«Estamos ante imágenes que, a pesar de que en algunos casos se cuestionan el rol que tradicionalmente se les ha asignado a las mujeres, no identifican como causante de esas inequidades y ejercicios de violencia machista a la perpetuación de estructuras sociales que reivindican al patriarcado», sostiene la estudiosa.
Para quienes realizan obras distintas a esos códigos, resulta más complejo insertarse en los mecanismos de producción y exhibición, pues por lo general deben pagar lo que Diéguez define como «peaje de invisibilidad».
«Hay ejemplos en el audiovisual contemporáneo, en las artes visuales y la literatura desmarcados del canon que ha hecho de la violencia simbólica un ejercicio cotidiano, pero como hablan desde otra perspectiva, los grandes públicos, habituados a las representaciones tradicionales, no entran en diálogo con esas propuestas», refirió.
Considerar que las mujeres tienen el deber de satisfacer los deseos sexuales de sus parejas y serles fieles; deben ser delicadas, bellas y sencillas; pertenecen a los hombres; les deben obediencia y son las principales responsables de los hijos y la familia son principios patriarcales que se reproducen desde la cultura como síntesis del maltrato a nivel simbólico.
Sin embargo, resultan construcciones arbitrarias enmarcadas en la desigualdad, la discriminación y la violencia que sufren las mujeres, reiteran especialistas.
A juicio de Romero, hacer visibles estos principios, y entender que los símbolos machistas transmitidos por la cultura son construidos y no naturales, convence de que pueden ser cambiados.
«Podemos deconstruir las inequidades de género en el mismo sentido que nos las han presentado, y eso nos da a cada persona un poder importante para aportar a la equidad de género», defendió la investigadora en el citado panel.
Construir nuevos paradigmas culturales y comunicativos resulta imprescindible para contrarrestar la violencia simbólica que prima en las sociedades contemporáneas, una forma de maltrato particularmente nociva pero soslayada.
Como advierte Moya en su artículo, la violencia simbólica «es un recurso que legitima socialmente la supervivencia de relaciones jerárquicas de poder que potencian lo considerado masculino. Es decir, contribuye a reproducir las causales de la violencia machista hacia las mujeres y las niñas. No deja marcas visibles pero sus huellas se multiplican en la cultura e impacta a toda la sociedad».