El día que su esposo la esperó detrás de la puerta y la atacó con un machete, Alba María Ojeda Rojas no tenía la menor sospecha de que algo así podría sucederle.
«Con el primer machetazo me quedé aturdida, no sentí nada más. Me vine a dar cuenta de que me había cortado los brazos cuando salí de terapia intensiva. Todo eso pasó hace más de 15 años», relata a SEMlac esta mujer de 62 años, residente de la comunidad La Conchita, a la entrada de Varadero, a unos 100 kilómetros de la capital cubana.
Antes no habían mediado en la pareja amenazas ni discusiones. Solamente era evidente el disgusto del esposo por el trabajo de ella en Guardafronteras, incluidas las guardias nocturnas, hasta avanzada la madrugada.
«Mis vecinos corrieron conmigo para el hospital y por eso puedo hacer el cuento. Estuve como dos meses grave, en terapia intensiva», cuenta Ojeda Rojas.
Aunque el autor de los hechos fue preso y condenado a 20 años de prisión, la vida cambió completamente para ella, que quedó sola e incapacitada, con dos hijos bajo su cuidado.
Sin los años trabajados ni la edad para jubilarse, ha quedado desamparada económicamente, además, pues no recibe ninguna pensión por su estado de inhabilitada, que le impide trabajar ni valerse por sí misma. Su hija se ha convertido, necesariamente, en su cuidadora permanente.
La suya es una impactante historia de violencia, entre otras que transcurren en los espacios rurales cubanos.
A diferencia de las zonas urbanas y semiurbanas, en los ámbitos geográficos rurales la violencia contra las mujeres tiene connotaciones diferentes y se entreteje con otros sistemas de dominación, según especialistas.
«El espacio rural tiene una socioestructura, una economía, un basamento, una religión y una cultura diferentes a los espacios urbanos», precisó a SEMlac la psicóloga Janettee García, quien coordina el programa académico del Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo Cuba (CCRD-C), de Cárdenas, Matanzas, a 150 kilómetros de la capital cubana.
Con ella coincide Yuliuva Hernández García, profesora del Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa, en Holguìn, provincia a más de 740 kilómetros de La Habana.
Sin pretender generalizaciones y desde sus estudios en varias zonas orientales, esta profesora sostiene que allí se legitima la violencia contra las mujeres por motivos de género, con códigos y símbolos propios, ajustados a esos espacios.
En lugares como Calabazas de Sagua de Tánamo; y Yamanigüey y Pueblo Nuevo de Centeno, en Moa, se han identificado prácticas de violencia contra las mujeres muy crueles, incluido el castigo físico público, exteriorizado.
En ello influyen factores culturales como «la percepción sociocultural de la rudeza de las actividades económicas y las culturas del trabajo de esos espacios, que legitiman y naturalizan todas las violencias», aseguró Hernández García a SEMlac.
En esos lugares prima la masculinización de actividades económicas como la minería, la agricultura y la pesca, explica, y se refuerzan los mandatos culturales de violencia como atributo de la masculinidad hegemónica, con una peculiar reproducción de la vida cotidiana.
«Allí es aún más acentuado el papel de la mujer como cuidadora y ama de casa, además de que la distancia de los servicios públicos la hacen más dependiente de su hogar», precisó a SEMlac la psicóloga García.
La violencia hacia las mujeres por motivos de género tiene un fuerte basamento en la práctica y la cultura patriarcales y se sustenta en el desequilibrio de poder que destina a las mujeres el lugar de la obediencia y la subordinación.
Ocurre, por tanto, en las situaciones más diversas: sin distinción de clase social, nivel económico, instrucción cultural, color de la piel o creencia religiosa.
Estudios locales en espacios rurales del país indican que faltan registros locales de esos hechos y solo trascienden los casos más graves. «Esa es la violencia que se conoce y visibiliza, la que se legitima y es reconocida por todos», sostiene García.
De acuerdo con su experiencia y la de otras personas que han investigado el tema, también suele reiterarse mucho el acto de retirar la denuncia; algo que forma parte del ciclo de la violencia y, sin embargo, no se tiene en cuenta en los registros, ni siquiera se considera parte del proceso.
Si bien la violencia se expresa de múltiples maneras en los espacios rurales, para García las más fuerte es la simbólica, expresada muchas veces en la ubicación desigual de las mujeres en la estructura socio económica.
También en su acceso desventajoso a las tierras, los recursos, las estructuras de empleo, los puestos de toma de decisiones, en el uso del tiempo, de los espacios y la disparidad de los ingresos.
«En esa división sexual del trabajo que, en los contextos rurales, sigue enclaustrando más a la mujer en el ámbito de lo doméstico, mucho más de lo que podemos percibir en las zonas urbanas», comentó a SEMlac la coordinadora del programa académico del CCRD-C.
Para la médica Xiomara Ruiz Hernández, todavía muchas personas no se han sensibilizado con este problema.
«Tenemos que hacer algo porque hay muchos matrimonios que viven en la violencia», asegura a SEMlac esta profesional, residente en La Conchita y quien ha servido de apoyo durante años allí para Alba María y otras mujeres víctimas de maltrato.
Marcas de cortes en la cara, discusiones casi públicas y golpes puertas adentro de las casas son algunas de las manifestaciones que ella identifica entre las más comunes en su vecindario.
Aunque varias instituciones en el país podrían brindar atención al problema, la realidad vivenciada por las mujeres y resultados de varias investigaciones confirman que eso no sucede.
«En nuestros estudios emerge que son mucho menores las opciones de las mujeres rurales para romper los ciclos de violencia», reflexiona la profesora holguinera Yuliuva Hernández García.
Ese proceso está ligado también a problemas de precariedad y pobreza que impiden, entre otras cuestiones, que ellas tengan casa propia para irse a vivir con los hijos, agrega la investigadora.
A la hora de valorar por qué las mujeres en estos espacios guardan silencio, la psicóloga Janettee García denota una realidad: la inexistencia de redes de apoyo, la lejanía de los cuerpos policiales ante los cuales llevar la denuncia y la no disponibilidad de medios para desplazarse hacia esos lugares.
Además, la imposibilidad de recibir un apoyo inmediato «porque muchas veces esas personas no tienen familiares cerca, viven un poco recluidas, en lugares distantes de otros personas», precisa.