Violencia, capítulos cotidianos

Las cifras son como un secreto bien guardado, pero frecuentemente corren por las calles rumores de hechos de sangre, asaltos, riñas y otros episodios de violencia social.

Son como tormentas tropicales: llegan sin anunciar. En una aparentemente tranquila noche de sábado, olvidados los hábitos de pasear ese día, algunas familias se disponen a mirar las películas de la televisión, mientras otras prefieren el descanso.

De repente, gritos crecientes rompen la calma. Un joven, armado con un palo, sale de su pasillo, golpea el pavimento y le reclama a un conocido que de la cara.

Al escándalo nocturno se suman varios vecinos hasta conformar un espectáculo parecido al de la película de acción del televisor. En este round, la sangre no llega al río, pero los contrincantes se disparan palabras no aptas para oídos de menores.

Los curiosos regresan a casa, una persona sensata conversa con el muchacho de 18 años y todo parece volver a la normalidad. Pasada media hora, cuando algunos pensaron conciliar nuevamente el sueño, comienza un segundo episodio, que concluye con la llegada de la patrulla policial.

Cuando las jornadas son apacibles, y sólo se escuchan voces bajas y el trinar de algunos gorriones, hasta se llega a olvidar que la tranquilidad puede ser abruptamente interrumpida.

La violencia, ya sean peleas callejeras, maltratos públicos, ajustes de cuenta por asuntos mal saldados, altercados en el transporte público, gritos o palabras obscenas para hacer prevalecer la razón, o discusiones por una paloma «extraviada», es hoy día un ingrediente común de la sociedad cubana.

Algunos especialistas la asocian a las dificultades económicas por las que atraviesa el país, agudizadas por problemas como el de la vivienda y el hacinamiento. Otros ven en el elevado consumo de alcohol uno de los detonantes de los conflictos.

Los inconvenientes cotidianos, desde el transporte para desplazarse al trabajo hasta carencias materiales, generan grandes tensiones, causantes de agresividad.

«La violencia se ha extendido. Lo que comienza como una discusión por haber pisado sin querer a alguien en el ómnibus, puede volverse una pelea tumultuaria», dice Jaqueline Marrero.

«No es ficción, lo viví en el camello (vehículo público con capacidad para unas 300 personas o más, bautizado así por las «jorobas» en su techo). De momento, fue subiendo el tono de las voces y la ira contenida», recuerda esta fotógrafa de 33 años.

Algunos comentan que la gente anda irascible y pelea por cualquier motivo o hasta sin motivo. No exageran, la violencia toma las más diversas formas, en medio del silencio sobre el tema.

De acuerdo con el periodista y escritor Leonardo Padura, quien ha abordado en más de una ocasión el asunto, «aunque la prensa cubana apenas refleja las manifestaciones de violencia que cada día se viven en el país, cerrar los ojos a una realidad no quiere decir que esa realidad no exista».

«Más bien por el contrario, la falta de ventilación pública de una situación que nos atañe a todos puede generar su crecimiento», insiste Padura en el artículo «El signo de un nuevo siglo», publicado en marzo de 2004.

La violencia, tanto a escala social como familiar, ha sido un tema apenas tratado.

Sobre esta última, Mareelén Díaz Tenorio, especialista del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociales (CIPS), reconoció en septiembre de 2004 al diario Juventud Rebelde, «recién ahora estamos colocando en la mesa de discusiones este tópico, el cual no tiene una tradición en Cuba de haber sido abordado».

Varios testimonios dan fe de la frecuencia de sucesos agresivos en la vida social. «En la gasolinera cercana, un hombre se bajó de un auto y le dio varias puñaladas a otro. Cuando acabó, el guardia de seguridad le preguntó si había terminado para llevar al herido al hospital», cuenta horrorizada una profesional de 39 años.

Aunque los niveles de violencia social muestran un incremento, indican observadores, el panorama cubano no es comparable con otras ciudades donde salir de noche representa un peligro real para la vida.

El hecho cierto, y que muchas veces esgrimimos, de que la sociedad cubana es mucho más apacible que la de países como México, Colombia o Perú, no atenúa la presencia de nuestra propia violencia, sino que apenas desvía la mirada del fenómeno y lo minimiza, sin procurarle las verdaderas soluciones, considera Padura.

Tampoco puede llegarse a la falsa conclusión de que en Cuba reina la inseguridad.

«Es cierto que antes salíamos sin preocuparnos por la hora ni por andar caminando bien entrada la noche. Ahora uno se cuida más, aunque no todo el mundo se tropieza paso a paso con hechos violentos, tanto fuera como dentro del hogar», explica Mailedis Cruz, estudiante de tecnología de la salud.

Para la psicóloga Ileana Artiles, especialista en el tema, «el hecho de que exista violencia en la familia se relaciona mucho con la vida social», según cita la monografía La violencia que vivimos las mujeres, de 1999.

A su juicio, «si en el hogar recibes violencia lo trasmites en el trabajo, a la hora de montar una guagua, o al revés, si tienes problema en el trabajo lo trasladas hogar, no se determina uno de lo otro, todo está relacionado».

Especialistas consideran que, en la medida que disminuya la violencia familiar, se resolverá la social pues es en la familia donde se fomentan los valores fundamentales del individuo, las pautas que va a seguir por imitación.

Huele a peligro

Para Padura, la agresividad, la temeridad, el irrespeto al derecho ajeno y la respuesta violenta en cualquier sitio y ocasión se han extendido en la vida cubana contemporánea.

Hay matices que resultan más preocupantes, porque pueden comprometer el futuro social de la isla.

Al respecto, señala el escritor, estos fenómenos se presentan «en especial, entre sectores de una juventud que, a pesar de programas y planes (educativos) en marcha, vive en los márgenes de la vida y de la sociedad, haciendo de la violencia una manifestación cotidiana de su modo de ser».

Estudios realizados en la pasada década del ochenta ya revelaban ciertas tendencias en las conductas violentas de los jóvenes y condiciones que las propiciaban, las cuales prevalecen pasado el tiempo.

Por ejemplo, la investigación Delito grupal en niños: estudio de un caso, hecha en 1986, concluyó que los factores sociales y las características familiares – hogares disfuncionales, comportamientos delictivos, figuras adultas negativas o con trastornos de personalidad-, juegan un papel predominante en la génesis de la personalidad de los casos estudiados y en el desencadenamiento de los hechos.

También que «existen factores biológicos y psicológicos que más bien actúan como predisponentes, pero que, sin dudas, no constituyen factores primordiales por sí solos», según el informe de su autora, la doctora María E. Cusidó Acosta.

«La conducta antisocial peligrosa puede comenzar en edades tan tempranas como los 8-9 años, y que si no se detecta, rectifica o controla precozmente, lo más probable es que se produzcan deformaciones casi irreversibles en su personalidad que puede conducir a ! la comisión de hechos graves», indicó Cusidó.

Sin embargo, no es un secreto que en la actualidad también en hogares donde los padres conviven en armonía, ambos trabajan y tienen una conducta social positiva, crecen hijos con actitudes violentas fuera de casa.

Para el estudioso, eso tiene que ver con el tiempo de que disponen los padres para prestar toda la atención que requieren los adolescentes, el medio en que se relacionan, la escuela y los cambios propios de la sociedad.

Algunos relatos muestran que nadie está exento de sufrir los efectos de la violencia social, en particular la juvenil.

«Dany salía con amigos los fines de semana, su papá les prestaba el carro. Un día se les acercó un joven cuyo atuendo era el que comúnmente usan los llamados rockeros (amantes del rock), y se unió a ellos», dice Clara, una vecina del joven.

«Al rato, cuando el muchacho le dice que ya se van, el advenedizo se les paró delante y llamó a seis conocidos. Los sacaron del carro a la fuerza y los golpearon con un ladrillo. Hubo que darle puntos en la cara y hasta perdió algunos dientes», cuenta.

Sobre la causa del incidente, dice Clara: «parece que quería seguir escuchando música o sabe dios qué…Luego, salieron corriendo y todavía no he oído nada de que los hayan cogido…».

También se ha dado el caso de una pandilla que va a una escuela a extorsionar a adolescentes cuyos padres tienen un poder adquisitivo por encima de la media, indican testimoniantes.

«Han llegado hasta a detener a los pandilleros y desarmarlos, pero a los pocos días están nuevamente en la calle, sembrando el miedo», dice una abuela de la capital cubana.

El mal de la violencia, que se extiende en silencio, ha llevado a modificaciones del Código Penal cubano a propuesta, en muchos casos, de las propias autoridades.

Para algunos, estas medidas evidencian un reconocimiento de la necesidad de reprimir con mayor fuerza el crecimiento de actitudes predelictivas, en ocasiones acompañadas de actos violentos.
Según declaraciones a la prensa del teniente coronel de la Policía Nacional Revolucionaria, Ángel Díaz, durante 2004 se reporta una disminución de algunos de los delitos más agresivos (robos con fuerza o con violencia).

Llamado de la Iglesia

El incremento de los niveles de violencia no ha pasado inadvertido para la Iglesia en la isla.

En su número más reciente, aparecido el 6 de noviembre, la revista Palabra Nueva, de la Arquidiócesis de La Habana, lanzó un llamado a desterrar la cultura de la violencia y sustituirla por la buena fe, la confianza y la responsabilidad social.

Un artículo del director de la revista, el laico Orlando Márquez, indica que «es necesario romper con esa cultura de la violencia física, verbal o psicológica, remover el mito de creer que somos más importantes por gritar más o por considerarnos intransigentes y autoritarios».

Para Márquez, «prevalecer por la fuerza y la violencia, por la imposición del miedo, no es triunfar como seres humanos. Todo lo contrario, somos menos humanos. No nos damos cuenta tal vez, pero estamos heridos y la sociedad lo refleja».

Sobre este delicado tema, la publicación propone «comenzar a desplazar el castigo con la compasión, el desprecio con la tolerancia (la auténtica tolerancia, no el relativismo), la imposición con el diálogo, la cultura de la violencia y la muerte con la cultura de la vida y la esperanza».

A su juicio, «esto no depende del desarrollo económico, por el contrario, pues difícilmente se logre el desarrollo económico sin ciudadanos responsables».

La Habana, noviembre de 2004.-

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