Patrones de educación aún muy discriminatorios y sexistas, junto a fallas en la comunicación entre los principales actores del proceso docente –estudiantes y sus familias, maestras y maestros-, son caldo de cultivo para la ocurrencia de violencia escolar, coinciden resultados de investigaciones en Cuba.
Detrás de esa violencia a menudo se esconden o mimetizan roles y estereotipos de cómo ser hombre o mujer, muy patriarcales, que ponen sobre todo a niñas y adolescentes en posición de víctimas. A menudo, estas formas de maltrato se aprenden y socializan desde edades tempranas y suelen considerarse naturales o propias de una etapa de la vida.
A juicio de la doctora en Ciencias Miriam Rodríguez Ojeda, especialista en psicopedagogía y profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, un elemento muy preocupante es el papel que juegan docentes y educadores en la reproducción de esos patrones machistas.
¿Está el sexismo en el origen de la violencia escolar? ¿Cómo se relacionan?
Según mi experiencia investigativa, en los entornos escolares y pedagógicos, en los distintos niveles educacionales, se sigue reproduciendo eso que llamamos sexismo escolar y que, básicamente, excluye a las niñas y muchachas de determinadas actividades y tareas, consideradas supuestamente “masculinas”.
Muchas veces se habla del sesgo del sexismo, pero no siempre nos damos cuenta del costo que puede tener en la educación de las niñas y las adolescentes, o de las muchachas en sentido general. Esas maneras de proceder mutilan en ellas, desde muy pequeñas, determinadas actividades y potencialidades. Y eso también es violencia simbólica y estructural.
Si bien la escuela legitima las aptitudes de esas niñas que recitan o hacen poesía, por solo poner algún ejemplo; también las está privando, en muchísimas ocasiones, de desarrollar determinadas habilidades, por considerar que no son “femeninas”. Esto es muy fácil verlo en el caso de las actividades deportivas, o las de exploración y campismo. Investigaciones y tesis recientes de estudiantes de Psicología y Pedagogía, que están estudiando el bullying y la violencia escolar, confirman la existencia de esa exclusión.
Defendí mi tesis doctoral en 2006 y me llama poderosamente la atención que hoy, casi en 2020, seguimos reproduciendo los mismos estereotipos. Y me pregunto, ¿cómo es posible, si somos nosotros los docentes quienes tenemos que desmontar los patrones sexistas y establecer estructuras dinámicas que ayuden a una verdadera igualdad en el caso de niñas y niños? Es muy preocupante.
¿Por qué le otorga tanto valor al papel del docente? ¿Cómo puede producir el cambio?
Nosotros sabemos que, desde la norma educativa, hay posibilidades para el cambio, porque el discurso educativo cubano reconoce la igualdad de género, la necesidad de aprovechar las oportunidades que tienen las niñas y las muchachas en determinadas tareas, actividades y roles en la escuela, algo que también se pueden reforzar desde la familia.
Pero los estudios más recientes están develando lo importante que es la preparación de maestras, maestros y personal de dirección para desmontar ese discurso que hoy sigue lacerando las relaciones y el desarrollo de niñas y niños. El docente juega un rol esencial en la conformación de imaginarios.
¿Quién no ha visto la exclusión a que se somete a esas niñas que son despectivamente llamadas “marimachos”? Ellas muchas veces también son juzgadas desde la autoridad docente, lo que no ayuda a las relaciones que establecen con sus compañeras y compañeros. Y empiezan a ser mal aceptadas o segregadas. En la mayoría de los casos, el docente está siendo portador y multiplicador de ese rechazo. O se calla. Y cuando se calla es peor. Si yo, como maestra, no establezco un discurso para reflexionar y problematizar el tema, esa también es una manera de legitimar el rechazo.
Lo que maestras y maestros suscriben, valoran y cuestionan es muy aceptado por parte el alumnado, sobre todo de los niveles primarios de la educación. Y ese sexismo, aunque lo denunciamos desde los libros y los programas, se mantiene y naturaliza en la práctica cotidiana. A lo mejor el maestro o la maestra no están siendo ni siquiera conscientes de que sus propias maneras de dirigir el proceso educativo naturalizan las violencias, pues también esa figura docente es víctima de la reproducción de esos modelos a nivel personal.
¿Cómo desmontar esas construcciones culturales que llevan años naturalizadas en nuestras sociedades?
Debemos incidir, en primer lugar, en la formación y sensibilización del profesorado. Necesitamos un profesorado que sea crítico y deconstruya esos estereotipos patriarcales, además de promover que su práctica educativa no sea violenta. Debemos educarles para realmente potenciar las capacidades y habilidades de niñas y niños sin exclusiones, sin producir minusvalías. Hoy en las preparaciones docentes se están promoviendo espacios de crítica para el desmontaje de estos estereotipos que producen violencia. No se trata de buscar culpables, sino de buscar nuevas maneras de romper con ese patrón que hace mucho daño. Y seguir investigando y visibilizando el problema.