Salirse del maltrato, con la frente alta

Por Raquel Sierra
Después de años de silencios y desencuentros, de sexo obligado, de intentos por mejorar las relaciones, de callar el maltrato para no dañar la imagen del padre ante sus hijos y hasta de golpes, dijo “no más”. Esta mujer, que bien pudiera llamarse Marta o Susana, consiguió salirse del círculo de la violencia, y lo hizo con la frente en alto.
Su caso es uno de los tantos que se esconden detrás de las puertas de una familia aparentemente bien llevada. De esos en que la mujer, queriendo buscar ayuda, llama a alguien por teléfono y después cuelga sin decir su nombre. O de las tantas que hacen la denuncia y luego la retiran, por miedo. Ella, pudiera decirse, venció.
“Fueron 26 años de matrimonio. Hubo de todo: tiempos buenos y malos. Los primeros 18 vivimos separados porque él trabajaba en otra provincia. Yo dediqué todo ese tiempo al trabajo, mi hija y mi hijo”, recuerda, con la voz firme y resoluta.
Tiene 59 años. Su cabello y uñas estás arreglados. Viste elegante y, pese a no ser alta, su porte es estilizado. La tez morena de su rostro no deja ver arrugas. Las marcas están por dentro. Pero respira aliviada, libre del pesado fardo de la violencia doméstica.
Lo conoció a los 19 años. En su ausencia, se labró una vida profesional como profesora. Él había llegado solo hasta sexto grado; pero, como técnico electricista, no había motor ni grande ni chiquito que no pudiera reparar. En sus intentos por tener un proyecto de vida de familia, quería que él creciera profesionalmente para que no se sintiera menospreciado.
“Cuando los muchachos preguntaban algo sobre política, los remitía a él, porque siempre le gustó leer mucho y estar informado. Era una manera de hacerlo participar y opinar en asuntos que conocía”, cuenta esta mujer que prefiere guardar su identidad, por el bien de sus hijos, que solo saben una parte de la verdad.
Con la convivencia lo conoció mejor. Notó que era autoritario, no soportaba que una mujer pudiera opinar y trataba de arruinar sus éxitos. Pocos eran sus elogios hacia ella.
Cuando ella enfermó de neuropatía y la atacaban los dolores musculares, le decía: “Échate para allá que tú no sirves”. Otras veces, afirmaba: “si fueras muda, serías una bella persona”.
“Sus maltratos eran de todo tipo. Agredía hasta en la forma de meter la llave en la cerradura de la puerta. Yo todos los días miraba al techo y me preguntaba ‘¿qué pasará hoy?’. Llegó hasta informarme de que estaba teniendo otras relaciones”, comenta a SEMlac la entrevistada.

Más maltrato
“Él siempre cuidó mucho su imagen pública. La gente pensaba que éramos una familia ideal, incluso cuando convivíamos en la casa ya separados”, recuerda esta residente en un municipio de la provincia de Matanzas, 100 kilómetros al este de La Habana.
“Como él trabajaba lejos y no podíamos comunicarnos con frecuencia, le escribía cartas contándole lo que quería que supiera, cómo me estaba sintiendo, lo que estaba necesitando. Nunca supe si llegó a leerlas”, cuenta.
“Los sábados en la noche comenzaba a dar vueltas por la casa, como exigiéndome que fuera para el cuarto, y yo me decía ‘¿cómo compartir mi cuerpo y mi espíritu con una persona que me está maltratando?’”
“Él murió completamente para mí el día que agredió a nuestra hija, universitaria, de 25 años, porque la encontró con el novio. La encontré golpeada y orinada, me dijo: ‘mami, me daba como si te estuviera dando a ti, él nunca me había levantado la mano’”, recuerda con dolor de madre.
Esta mujer vivió etapas muy duras. Durante un año, después de eso, continuó atendiéndolo, haciéndole la comida que le gustaba, cuidando su ropa y el supuesto tranquilo hogar.
“Un día me fue arriba (me golpeó). Empezó en la cocina, siguió golpeándome en el baño y en el cuarto. ‘Por la cabeza, que no deja marcas’, dijo. Me tiró contra la cama, contra el closet. Hay que tener mucho valor para aguantarle golpes a un hombre”, dice y confiesa que esa situación la llevó a la hipertensión arterial.
Sin titubeos, comparte sus secretos: “yo rezaba por que mi hijo, adolescente, no llegara a la casa, ya lo imaginaba defendiéndome con un cuchillo. Pensaba, ‘si mi hijo va preso… ¿para qué quiero estar viva’?”.
Separados dentro de la casa, su ex marido empezaba las peleas y ella solo decía: “yo no quiero discutir”. Afirma que “jamás esta boca se abrió para decir una palabra fuera de lugar, no importa el tamaño de sus ofensas, sobre todo porque todo lo hacía para que me violentara”.
“Llegaron agresiones peores. Rompió relaciones con mi hijo. Me encerró en un círculo de ofensas y calumnias miles. ‘Te estoy dando para que te lo sientas’, me decía”.
“Lloraba por la noche y daba clases por el día. Una no denuncia porque quiere demasiado a sus hijos”, reflexiona.
“No podíamos seguir viviendo juntos. La vivienda era de su centro de trabajo y yo no tenía derecho a nada. Alquilé una casita, logré incorporarme a una brigada de construcción para fabricar una vivienda, con 47 años y después de haber pasado por una neuropatía. A veces me sentía incapaz de terminar la casa”, relata.
“Te van a sacar con los piececitos por delante”, le advirtió su ex esposo. Su fortaleza le salvó la vida. “El ejemplo de los padres, marca. Y yo había visto a los míos trabajar toda la vida. Cuando me flaqueaban las fuerzas cerniendo arena o descargando un camión de bloques, me decía ‘tienes que poder’”.
Aún hoy recuerda la persecución: “ni divorciados me dejaba en paz. Un día llegó adonde estaba alquilada y me espetó: ‘te estoy vigilando, tú seguro estás con alguien’”.

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