Los límites de la impotencia

Por Dalia Acosta

Hace días que le cuesta trabajo sonreír, levantarse en las mañanas, concentrarse en el trabajo o, simplemente, vivir. Apenas duró unos minutos y, aún así, no puede librarse del escalofrío en la piel, las imágenes en su memoria, las lágrimas que vuelven a sus ojos.
«Sentí miedo, asco, pero, sobre todo, mucha impotencia. Estábamos él y yo solos en aquella habitación, sin un testigo. Él con todo su prestigio y poder y yo una mujer que iba a pedir ayuda», cuenta una profesional cubana de 41 años que buscaba financiamiento para una iniciativa cultural.
El funcionario, que con anterioridad le había brindado su ayuda, se convirtió de pronto en acosador. «Me vino arriba, trató de besarme y sólo atiné a darle un empujón e irme», relata.
Casi dos décadas antes, su madre había vivido también una experiencia de acoso sexual en el ámbito laboral. Un proyecto que dirigía desapareció de la noche a la mañana y sin razón aparente. Todo porque ella se negó a tener relaciones sexuales con quien era su jefe directo.
«Entonces no hice ni dije nada, pero cuando supe lo que le pasó a mi hija no pude quedarme callada. Las cosas tienen un límite», asegura la madre, que solicitó el anonimato.
Tras varias cartas, la familia supo que el funcionario en cuestión fue «debidamente advertido para que situaciones como esa no se repitan»; sin embargo, conservó su puesto y también su prestigio. Ellas no lo llevaron a los tribunales; ni siquiera sabían que podían hacerlo. Historias como éstas se repiten a diario en Cuba y las mujeres, cualquiera que sea su edad, suelen soportar en silencio, confundir o ignorar el acoso sexual de que son víctimas en sus centros de trabajo, en las escuelas donde estudian o en cualquier esquina o espacio del ámbito público.
Un hombre solo se puede sentar en el muro del Malecón habanero a contemplar el mar o la puesta del sol, una mujer sola jamás. «Si está ahí solita es porque está buscando compañía y quién mejor que yo para dársela», dijo a SEM Roberto Valdés, un estudiante de ingeniería eléctrica de 23 años.
Ellas evitan ir a los cines en solitario porque es usual que un hombre las siga y se siente a su lado para masturbarse. El acoso se vuelve más violento en los ómnibus «repletos» del transporte público y puede llegar a ser muy insistente cuando se viaja en «botella» (autostop).
El «piropo», una modalidad muy arraigada en la cultura popular cubana, puede considerarse desde halagador hasta grosero, pero casi nunca se identifica con una forma de violencia de género o una expresión más del poder que los hombres se creen en el derecho de ejercer sobre las mujeres.
Pese a los esfuerzos realizados en Cuba para colocar a las mujeres en una posición de igualdad, «ellas deben recibir cualquier grosería en la calle como un piropo y con una sonrisa, como dando las gracias, porque sino les gritan vieja fea, presumida y no sé que más», afirmó la académica alemana Miriam Lang.
«El acoso sexual es, por encima de todo, una manifestación de las relaciones de poder» y «las mujeres están mucho más expuestas» que los hombres, afirma Karelín López, de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, en uno de los pocos trabajos publicados sobre este tema en la isla.
El riesgo no sólo aparece cuando la mujer está en una posición de vulnerabilidad. «También corren peligro cuando se les percibe como competidoras por el poder», asegura López en el estudio «A medio camino entre el piropo y la violación: acoso sexual desde una perspectiva de género».
El artículo 303 del Código Penal cubano, modificado en 1997, establece que «se sanciona con privación de libertad de tres meses a un año o multas de cien a tres cuotas a quien acose a otros con requerimientos sexuales». Así y todo, «los mecanismos legales existentes son insuficientes», afirma la especialista.
De acuerdo con el análisis especializado, la legislación cubana carece de la definición de qué se entiende por acoso sexual, un detalle de gran importancia si se tiene en cuenta que «la aplicación de la ley pasa por la subjetividad de las personas».
Estudios especializados definen esta forma de violencia como cualquier conducta física o verbal, con connotaciones sexuales, dirigida a una persona en contra de su voluntad. El victimario puede ser una persona de mayor jerarquía, un compañero de trabajo, un familiar o una persona totalmente desconocida.
El acoso sexual incluye desde piropos, miradas, frases cariñosas, insistentes invitaciones a salidas e insinuaciones sexuales indeseadas hasta expresiones más violentas como gestos obscenos, pellizcos, roces corporales no solicitados, besos, abrazos y apretones forzados.
Una situación de acoso en el ámbito laboral puede llevar al abandono o cambio de trabajo, al descenso de la productividad y a otras dificultades en el desempeño diario, asociadas a la creación de un ambiente tenso y hostil que puede afectar la salud de las víctimas.
«En muchas ocasiones se tiende a culpabilizar a la víctima y la culpa trae consigo la disminución de la autoestima, situaciones de presión, estrés, tensión nerviosa, irritabilidad y ansiedad, depresión y otros problemas de salud como jaquecas, trastornos digestivos y enfermedades de la piel», afirma López.
Una encuesta aplicada por la investigadora entre 50 trabajadoras del sector del turismo en la capital cubana arrojó que, para la mayoría, las propias mujeres son las responsables del acoso. Ellas, afirman las entrevistadas, «provocan» con su forma de vestir, o de ser, los «impulsos sexuales imposibles de contener» de los hombres.
El 96 por ciento de las mujeres entrevistadas, con edades que oscilan entre los 17 y los 50 años, habían sufrido algún tipo de acoso y lo «curioso», según la autora, es que el 90 por ciento no tenía conciencia de haber sido víctima, a pesar de vivir en algunos casos experiencias de hostigamiento directo o hasta grave.
El acoso en el ámbito laboral se dio en el 50 por ciento de las entrevistadas. La indagación arrojó, además, que el fenómeno denota abuso de poder por género y por cargos, pues el 36 por ciento de los victimarios son personas con mayor jerarquía que la víctima y un 20 por ciento resultaron compañeros de trabajo.
«Se vive como algo normal, natural, que tiene que ser así porque siempre le ha sucedido a las mujeres», comenta López.
Igual piensa una escritora cubana que hace unos meses dejó su trabajo en una editorial: «a veces me parece que el acoso sexual es tan cotidiano que la gente o está acostumbrada o simplemente no quiere reconocerlo como tal. Reconocer significa enfrentar y eso complicaría más las cosas», contó a SEM.
La joven, de 29 años, recuerda como «una agonía» su recorrido diario hasta el trabajo: «primero estaban unos reclutas de guardia y después los choferes de un parqueo. No es que me atacaran físicamente, pero las miradas que me echaban y las cosas que me decían eran suficientes. De acercarme, ya me sentía mal».
La Habana, agosto de 2005.-

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