Por Mareelén Díaz Tenorio, master en Ciencias Sociales
Especialista del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas, adjunto a la Universidad de La Habana.
Hace casi una década comenzaron en Cuba investigaciones, acciones y estrategias relacionadas específicamente con la violencia en las familias. Si se mira al horizonte, cualquiera puede avizorar un largo y ancho camino por recorrer con muchas incertidumbres. El presente, en cambio, ofrece “archipiélagos de certezas” (al decir del filósofo francés Edgar Morín), sobre los cuales edificar un mejor futuro. Dos de esos archipiélagos reconozco por sus valores y potencialidades: las investigaciones que aportan aproximaciones a la caracterización del fenómeno en el contexto cubano (aún cuando quede mucho por estudiar), y la sociedad cubana, que constituida a través de una amplia estructura de instituciones y dispositivos sociales, contiene la potencialidad de encausar una estrategia global con alternativas de atención, tratamiento y prevención.
Investigaciones recientes del Grupo de Estudios sobre Familia del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS) apuntan cinco rasgos que caracterizan la violencia en las familias en el contexto cubano contemporáneo, en cuanto a extensión, diversidad, condicionantes, circularidad e invisibilidad.
En relación con la extensión, no es posible marcar límites en tanto no existen estadísticas o encuestas nacionales que ofrezcan un mapa más orientador. Sin embargo, en todos los territorios donde se han realizado estudios, se ha constatado su presencia. Sobre la diversidad, los resultados de la investigación aportan que la violencia en las familias no constituye un fenómeno focalizado o concentrado según ciertos patrones, lo cual facilitaría su atención.
La diversidad está dada por diferentes formas de expresión, frecuencia, gravedad y variables sociodemográficas a las que aparece asociada. Los reportes indican la presencia de todas las formas reconocidas por la literatura: física, psicológica, sexual, económica y abandono.
La psicológica parece ser la más abundante y frecuente, si se considera el irrespeto a los derechos del otro en su definición, y se acepta su presencia en formas verbales y físicas. Los gritos parecen ser los más identificados y autorreconocidos. Todas las figuras familiares estudiadas se han visto afectadas. Las acciones violentas se producen entre sujetos de todos los niveles de instrucción y son independientes de la edad, sexo, color de la piel u ocupación. Sin embargo, las mujeres reconocen más estar involucradas en este tipo de relaciones y la escolaridad parece favorecer su disminución.
Si se trata de condicionantes o se habla de causas, la transmisión y sostenimiento de una cultura patriarcal aflora como consenso universal. En el estudio que refiero también se evidencia esta afirmación.
Desde el género se priorizan valores que indican la interiorización del poder asignado a la figura masculina y, desde las mujeres, numerosos testimonios caracterizan la dependencia femenina en la relación. Los ideales predominantes están centrados (o coquetean) con una concepción patriarcal de la familia, y por tanto sexista, de la relación.
Fueron hallados, además, condicionantes específicos. Desde la subjetividad social, uno de estos hallazgos relevantes radica en la constatación de ideas erróneas, (y prácticas asociadas), en las concepciones sobre el funcionamiento familiar y la educación.
La idea de que los “hijos deben obedecer a los padres en todo” y “las buenas familias tratan de evitar las discusiones”, son dos concepciones que reflejan el poder asignado al adulto (y especialmente a los padres sobre los hijos/as), con la presencia activa de una educación patriarcal-autoritaria; y, por otro lado, se perciben los conflictos como indeseables, como amenazas, y no como procesos naturales y aportadores a la vida familiar, negándose la necesidad y posibilidad de discutir de manera constructiva para solucionarlos.
La circularidad de la violencia se explica a través de tres ejes de análisis: la transmisión intergeneracional de modos de comportamientos violentos; la alternancia de los roles de víctima y victimario en las mismas personas a través del funcionamiento del grupo familiar (en dependencia de la dinámica de cuotas de poder en tanto se es hombre o mujer, dueño/a de la vivienda, mayor proveedor/a económico/a, ser joven o viejo, etc); y el vínculo entre el funcionamiento familiar en situación de violencia y la violencia social. En los tres ejes se aprecia una relación dialéctica en la que existe interconexión, a través de la cual se retroalimentan y activan elementos mutuamente condicionantes, que explican la trama en la cadena de producción de la violencia.
Una última dimensión de la violencia intrafamiliar que quiero resaltar es su invisibilidad. A ello contribuyen por lo menos tres elementos. El primero: provoca en las víctimas sentimientos de vergüenza, pena y minusvalía, y se tratan de ocultar eventos lacerantes provenientes de quienes deberían ofrecer afectos. El segundo: existe en la sociedad cubana, con amplia extensión, una cultura de la no denuncia de este tipo de eventos. El tercero: a través de generaciones se ha legitimado un proceso de naturalización de la violencia desde concepciones erradas de la educación o socialización familiar.
Las cinco dimensiones expuestas deben ser tenidas en cuenta para cualquier acercamiento a la problemática. Ellas apuntan la complejidad del tema y la necesidad de asumirlo de manera transdisciplinar, en sistema, sin reduccionismos. Implica además anclarse en la prevención como piedra angular del proceso para evitar la reproducción del fenómeno. En ese andar, la educación positiva basada en la horizontalidad es el método, y el fin último, la construcción de una cultura de paz.