Por Raquel Sierra
Son historias verídicas. Teresa, «la mocha», perdió la mano por una violenta cuchillada de su esposo. Angelita, «la ciega», fue víctima de una golpiza que la dejó prácticamente sin visión. La joven Cosette lleva en su frente y su mejilla las huellas de su victimario, su novio.
Todos esos hechos ocurrieron en la ciudad de Camagüey, 534 kilómetros al este de La Habana. Otra Teresa, veterinaria de 48 años, tuvo mejor suerte. Ni su cuerpo ni su cara muestran marcas de violencia. No así su alma.
«Pasados 30 años, lo recuerdo como ayer», dice esta mujer, cuyos ojos comienzan a rodearse de finas arrugas.
«Yo tenía 19 años. Él, Enrique, tres años mayor, era el muchacho más lindo del barrio y se preciaba de serlo. Todas lo deseaban y la mayoría lo conseguía. Un día se fijó en mí», cuenta con una mezcla de pudor y rabia.
«Yo estaba en el preuniversitario. Nos hicimos novios. Un día no quiso conformarse con los juegos amorosos y me forzó a tener relaciones sexuales. Salí embarazada y me hice una interrupción. Mi madre quiso que nos casáramos y ahí estuvo el segundo error».
Calla por unos minutos. Le cuesta desahogarse de ese pasado que preferiría olvidar, pero que la persigue siempre.
«Ni sé por qué quería casarse conmigo. Me coaccionaba, decía que nadie me iba a querer ni se casaría conmigo, que solo él lo haría».
Durante la luna de miel, «más bien de hiel», Teresa quedó embarazada. «Lo que muchas recuerdan como una etapa linda, fueron para mí nueve meses de tortura», dice. Lo que siguieron fueron constantes escenas de violencia. «A los tres meses de gestación, en una fiesta, una joven le pidió un cigarro y él creyó que le estaba coqueteando, y se fresqueó con ella.
«Ya en la calle, cuando le reclamé, la emprendió conmigo, me golpeó, me tiró contra la pared y me cogió por el cuello. Todavía hoy los dueños de la casa recuerdan el incidente, apenados, con susto por lo que pudo pasar», rememora.
A los cinco meses, en una discusión, apagó la luz para no ver dónde la golpeaba. «Me tumbó de un codazo y hasta me dio patadas cuando caí al piso. Yo, joven, con una situación económica difícil en casa de mi mamá, decidí tragar el buche amargo y seguir viviendo con él, junto a mis suegros».
Teresa llegó a sentirse desesperada. Acudió a confesarse. Un día, ella respondió con violencia: le enterró un tenedor en el muslo. En medio de ese terror, algo salvó su futuro: decidió continuar sus estudios, costara lo que costara.
Con el nacimiento del niño poco cambió. Continuaban las peleas, las ofensas hacia ella y su familia. «Son unos muertos de hambre», le decía.
A ella la humillaba cada día más. Todavía oye las palabras como un martillo sobre su orgullo: «no se por qué me casé contigo, eres fea, tienes la boca finita, poco vello en el pubis, las espaldas anchas», le gritaba casi a diario.
Rompimiento
«Yo aguantaba porque no tenía a dónde ir. Mi mamá criaba a mis hermanos pequeños, lavaba para la calle para mantenerlos. No quería ser otra carga».
La última gota llegó cuando el bebé tenía once meses. «Enrique llegó tarde, borracho. El niño estaba jugando con el agua de un cubo. Mi mamá le dijo que lo quitara, que se enfermaría».
La respuesta fue irresponsable y violenta. Golpeó a su suegra, alzó al niño y lo metió en el cubo. «Es mi hijo y hago con él lo que quiera», vociferó para que todo el barrio se enterara.
Teresa rescató al bebé y lo acostó. «Todavía recuerdo cómo temblaba el niño, cómo gritaba mientras seguía la pelea», se desgarra.
«Ese día dije `hasta aquí ´. Recogí algo y regresé a casa de mi madre. Ella me esperaba en la puerta. Me dijo: `mi´ja, cómo has aguantado, aquí tienes tu casa, quédate, nos las arreglaremos ´».
A Teresa le duelen los recuerdos pero no llora, dice que en ese tiempo se le gastaron las lágrimas.
«Después de eso hubo presiones de su familia para que regresara. Él me buscó, me dijo que estaba arrepentido. Lloró, suplicó, amenazó. Decía que si yo no volvía con él, no me daría ningún dinero para el niño».
«Resistí, pese a que las condiciones económicas y de vivienda en su casa eran muy superiores a las nuestras», dice sin orgullo, pero sí con firmeza.
Cicatrices indelebles
«Es duro decirlo, pero le deseé la muerte», asegura Teresa. «Creo que si llegaba a tener un cuchillo, lo hubiera matado», confiesa. Las marcas de los golpes se quitaron con los días. Las otras, las psicológicas, no se borran. A ellas impuso fuerza de voluntad y ganas de vivir.
Siguió sus estudios de veterinaria. Se graduó pasando mil dificultades, «flaca y sufrida». Demoró dos años en volver a tener relaciones sexuales. «Mi marido me humilló muchas veces, tratando de lograr cosas en el sexo, y yo no sentía nada».
«Él me maltrató tanto que me condicionó para que sintiera rechazo a los hombres. Sólo a la tercera relación me sentí realizada, como si mi pareja fuera Dios», dice.
Hoy, su hijo Alexander, el único que la vida le dio, es un adolescente que se parece físicamente a ella, pero es un retrato vivo de la personalidad de su padre. La relación con él no es cordial, más bien problemática.
Hay un secreto que sólo descubre a pocas personas. «Es duro de decir, pero él no fue un niño deseado. Lo quiero como madre, pero, a veces, en su mirada, veo la expresión de su padre y le hago rechazo», confiesa, con un dolor que conmueve.
«Sin deseos, tuve que mantener una comunicación con él porque existía el niño. Cuando creí que mi hijo podía entenderlo, me senté con él y le expliqué qué había pasado entre su padre y yo. Pese a todo, él lo defiende: `mi papá ha mejorado, ya no golpea a su esposa, nada más le dice que es una estúpida ´».
«Hace un tiempo, su padre le hizo un favor a mi actual esposo y eso hace que lo tolere y que pueda sostener una breve conversación telefónica con él, pero nada más», explica.
Por lo que vivió, Teresa aborrece las palabras pasadas de tono, las voces fuertes y la violencia que viven algunas amistades. «No me gusta que maltraten a nadie. No entiendo cómo alguien dice quererte y maltratarte a la vez».
A su juicio, las personas violentas deben tener algún padecimiento, descontrol o problema de personalidad que los lleva a esas conductas tan irracionales, porque «nada justifica el golpe ni el maltrato».
«Odio cuando botan a un perro a la calle o azotan a los animales de carga para exigirles más. Esos malos sentimientos te indican que se pueden tener reacciones violentas también con las personas», piensa.
La vida le enseñó que, cuando una primera vez se traspasa la frontera del respeto, de la mesura, no hay vuelta atrás. «Uno a veces se engaña, sueña con que todo va a cambiar, piensa en los hijos, pero hoy creo que uno debe rehacer su vida y no sacrificar la de uno por ellos, menos si sufre y es víctima violencia».
(Mayo 2006)
Un post estupendo, facil de entender y lleno de información, gracias admin