¿Cómo estamos viviendo el aislamiento, el trabajo a distancia, el compromiso de quienes dedican sus mejores esfuerzos a mantenernos con vida? ¿Cuáles son los riesgos y los retos de una situación como esta para las mujeres? ¿Cómo cambiar nuestra perspectiva acerca de las ayudas a la reproducción social de la vida cotidiana de manera que se entienda que tanto hombres como mujeres somos responsables? ¿Cuánto daño hace la sublimación del sacrificio femenino? Estas fueron algunas de las preguntas que provocaron las siguientes reflexiones acerca de las disparidades genéricas y sus posibles ramificaciones en una situación única como la de estos días.
En tiempos de pandemia, también muchos hombres están alejados de sus casas, cumpliendo tareas valiosas para la comunidad. ¿Por qué, entonces, pensar en las mujeres? Evidentemente, la situación no es idéntica, aun cuando en Cuba la cantidad de personas infectadas exhibe prácticamente una equivalencia entre ambos sexos. ¿Es eso un indicador de que las mujeres cubanas hacemos más vida pública que en otros países, donde la estadística es mucho más desigual? Pudiera ser.
Hay desigualdad instalada en la adjudicación de tareas domésticas, en la percepción de riesgo para la vida o de la dosis de arrojo necesaria para hacerle frente a complejas tareas de atención médica, de servicio u orden público, e incluso de gobierno. Y, sobre todo, hay desigualdad en la evaluación de los resultados.
Hace poco, en la mesa redonda de la televisión cubana se postulaba como ejemplar la dedicación de una madre que, para garantizar que otros integrantes de la familia tuvieran carreras exitosas, renunció a la suya. Luego, incluso llegó a proponerse en el programa la maternidad como completamiento de la condición de mujer. Es dramático ver que, a pesar de la gran cantidad de mujeres cubanas que garantizan servicios sumamente especializados, competentes y altamente calificadas, se nos sigue remitiendo al espacio doméstico y la maternidad como lo irrenunciable. Luego volveré sobre los medios.
El asunto de la desigualdad es ubicuo. El crecimiento del número de graduadas universitarias y mujeres profesionales, que tanto celebramos, corre a la par de la renuncia de muchos varones a una formación superior, por la urgencia que impone la familia cuando forma a sus hijos en el rol de proveedores e impone una entrada temprana al mercado laboral. No es justo. Sin embargo, a pesar de todo, una mujer puede ser cosmonauta… siempre alguien terminará preguntándole cómo se las arregla para cuidar a su familia o enfocando la cámara en sus uñas arregladas.
Por eso la situación de las mujeres es específica, aunque nuestra lucha no sea contra los hombres, sino contra el patriarcado. Aunque no se reconozca el trabajo doméstico y los cuidados como centrales en la supervivencia de la humanidad, ahí hay un tema que explorar.
Hay quienes dejan su casa y su familia para garantizar servicios imprescindibles a la comunidad. Hay también familias que, en condiciones de aislamiento, deben convivir hacinadas, sin espacio suficiente para ocuparse en tareas o labores gratificantes, y, además, quienes han visto menguar sus ingresos por la imposibilidad de salir de casa a realizar las labores garantes del sustento. Hay madres solas en situación de precariedad y está, además, el tema de la violencia al interior de la familia, sea aquella de la naturaleza que sea. En condiciones de aislamiento, la supervisión social deseable de realidades así decae, inevitablemente.
A menudo, la sobrecarga de trabajo recae mayoritariamente en las mujeres, cuya jornada se multiplica en un contexto en el cual, a la habitual carestía de alimentos se suma el desabastecimiento provocado por la baja de los ingresos nacionales. Es una situación sumamente compleja y de difícil aprehensión y yo, que trabajo en el espacio de la imaginación y la literatura y carezco de información suficiente, solo puedo compartir algunas ideas y deseos. Nada más.
Por ejemplo, el otro día me sorprendió encontrar en el trabajo de una colega el dato de que la cobertura nacional del servicio de círculos infantiles estatales es solo del 22 %. En ese caso, y era lo que discutía la analista, Ailynn Torres Santana, si las medidas de protección a la mujer trabajadora se dirigen preferentemente a las empleadas de empresas estatales y a quienes tienen a sus hijos en círculos infantiles públicos, se reduce ampliamente el alcance de tales medidas.
Estamos en un momento muy difícil, en el que habría que pensar distinto, aceptar el papel de los emprendimientos y hacer a un lado todos los prejuicios, poniendo por delante la justicia a la que siempre, como país, hemos aspirado. En tal caso, la desigualdad conlleva un discernimiento erróneo, que nos hace considerar más necesarias unas actividades que otras; todos los espacios de producción de bienes y servicios contribuyen al desarrollo del país y al bienestar de la sociedad, por eso los beneficios sociales deben alcanzar a quienes aportan a ese desarrollo, sin distinciones. Aunque todavía no se reconozca con la amplitud que merece, el trabajo doméstico y los cuidados son centrales en la supervivencia de la humanidad.
Desde la revolución rusa y quizás antes, la socialización de las tareas domésticas se veía como la posibilidad de contribuir a la liberación de la mujer. Ahora, tras décadas de neoliberalismo global, con la pérdida de servicios sociales vitales, el mundo es otro y hace mucho se habla de una remuneración del trabajo doméstico. En Cuba también los servicios públicos se contrajeron tremendamente y se perdió un espacio ganado. Pero esa transformación debería dejarnos, al menos, una enseñanza. Los servicios públicos de socialización de las labores de reproducción social deberían recuperarse y, en lo que eso ocurre, lo fundamental sería entender el trabajo de reproducción como uno tan necesario y útil como el productivo y, además, propiciar que la distribución de tareas sea siempre consensuada y justa. (A propósito de la otra “reproducción”, cuando hablamos de la baja tasa de crecimiento poblacional a veces se elude hablar de cuánto ha influido en esos índices la contracción de los servicios públicos).
Solo puede conseguirse algo así con una ampliación de la discusión sobre el trabajo doméstico y los servicios públicos como espacios conectados en la búsqueda de la mayor justicia y equidad posibles en la distribución de bienes y servicios.
Tenemos delante muchos y dispares retos, pues diferimos en condiciones de vida, estrato social de pertenencia, región geográfica con un desarrollo social específico, capacidad salarial, formación cultural, tradición familiar y un largo etcétera. No menciono diferencias de raza o género porque son definitorias; pero sus –digámoslo así– consecuencias no son idénticas en cada región, en cada capa social, etc.
De todos modos, es difícil, desde el Estado, establecer políticas específicas; pero habría que intentar dar atención a esas especificidades siempre que se pueda.
Los retos más urgentes, entonces, serían la sobrevivencia con salud física y mental, y la distribución equitativa de la carga de trabajo familiar, incluida la atención a estudiantes lejos de la escuela.
En cuanto a los riesgos fundamentales, se ubican en la sobrecarga laboral invisible, en la gestión de los bienes necesarios para la reproducción en tiempos difíciles, de carencias y tensiones, la exigencia excesiva en tareas para el bien colectivo, la pérdida de espacios de libertad cotidiana y la sujeción al encierro y a conductas violentas, entre otros. Si nos ponemos a enumerarlos, serían infinitos.
La ventaja de la situación actual –porque las hay también– es que se ha visto que en nuestro personal de salud, administración y comunicación hay muchas mujeres y quizás eso pruebe la necesidad de ampliar las políticas específicas para ese sector de la población. Hace poco, la secretaria general de la Feeración de Mujeres Cubanas (FMC) comentaba en televisión que la organización cuenta con muchas activistas. La organización tiene potencial para promover el activismo con mucha más fuerza. Y estas situaciones difíciles son un potente impulso al surgimiento de iniciativas.
En primer lugar, si hablamos de apoyos, sería preciso reconocer el trabajo doméstico como trabajo, garantizar que quienes cubran esas actividades lo hagan por voluntad propia en la gran mayoría de los casos y no por imposición de una situación de desigualdad. Y que cuenten con apoyos similares a quienes realizan tareas productivas.
La educación, accesible para toda nuestra ciudadanía, sigue siendo un factor importante de formación; pero se ha descuidado la formación humanista. Una buena educación para pensar y cuestionar, y pensarnos y cuestionarnos a nosotros mismos, podría ser más productiva que una donde se reproduzcan ideas ajenas, por brillantes que sean, sin someterlas a reflexión.
Está el asunto de la violencia intrafamiliar, que podría enfrentarse con más decisión desde lo público (y aquí los medios de comunicación son vitales): no se vale si repetimos que tenemos los mismos derechos y seguimos reforzando estereotipos y esquemas sexistas, si no hay servicios de línea ayuda para la violencia con cobertura nacional y un trabajo de promoción permanente, si no capacitamos al personal de atención al público en todas las instancias, si no acabamos de aprobar una ley específica contra la violencia de género, entre otras necesidades.
La educación, la información, la cultura, la economía, todo merece pensarse en términos de género y raza. Son temas que no deben eludirse en las discusiones habituales sobre el futuro de Cuba.
Una necesidad claramente perceptible es la de promover activamente cooperativas de servicios que provean mejoras a la vida cotidiana, como lavanderías o elaboradoras de comida para llevar, y hasta de construcción de viviendas o de actividades infantiles y planes vacacionales o de promoción del turismo familiar. Hay muchos modos de armar redes y colaborar en amplios espacios de la vida cotidiana, y quizás este sea el momento para potenciar esos ambientes de creación colectiva y compromiso, mucho más afines a nuestro sistema social que las empresas privadas o el llamado trabajo por cuenta propia en solitario. La comprensión de que los trabajos de cuidado son vitales para el funcionamiento de la sociedad debe ser una premisa de una organización social distinta y cada vez más necesaria.
Por eso precisamos cambiar nuestro enfoque. No solo es preciso, sino urgente. Y los medios tienen que ser un espacio para ese cambio, inexcusablemente. Seguimos pensando en la cocina de casa como un espacio femenino, por ejemplo. Basta ver las novelas cubanas en la televisión y hacer un rápido conteo de cuántas veces hay un personaje masculino sentado y una mujer trabajando para él. Cocinando, planchando, fregando, sirviendo la comida. Son gestos calcados sin cuestionarlos; por ese lado, los medios son fundamentales en un cambio de perspectiva sobre la relación entre los géneros. Por no hablar de la ausencia de familias menos convencionales como las de parejas del mismo sexo, birraciales o de generaciones distantes.
Volviendo a la cocina. Hace poco en un conversatorio alguien me recordaba cómo ese es también un espacio cultural de resistencia y solidaridad femenina. Y sí, ha sido muchas veces así, e incluso de creación intelectual, como quería Sor Juana; el punto es pensar hasta dónde ha podido ser una elección ese “quedarse en la cocina” y para cuántas mujeres. He ahí el problema.
Cuando vemos en nuestros medios a una trabajadora destacada en cualquier ámbito extradoméstico, aflora la pregunta por lo doméstico, ¿cómo se resuelven las tareas en casa o en la familia? Es muy difícil que hallemos una pregunta similar cuando se trata de un trabajador hombre, y lo mismo ocurre con los hijos. Difícilmente a alguien se le ocurriría decir que un científico “se completa” al tener un hijo. Es esa desigualdad la que más daño hace; porque contribuye a naturalizar y reafirmar estereotipos nocivos. No importa todo lo que se haya avanzado en el espacio público o académico, científico o social; mientras a nadie se le ocurra interpelar a un hombre por cómo resuelve el cuidado de sus hijos o la alimentación familiar, estamos fritas.
Y la sublimación de la maternidad y el sacrificio siempre ha sido la mejor apuesta del patriarcado. Nosotras somos “más dedicadas, más solidarias, más atentas, más dulces, más capaces de sacrificarlo todo por los demás…”. Todo es falso. Hay muchos hombres dedicados, solidarios, atentos, dulces, e igualmente capaces de sacrificarlo todo por los demás. Pero desde la educación temprana se promueven estereotipos de género que buscan coartar algunas de esas actitudes en ellos, mientras las alientan en nosotras. Y terminan siendo una carga demasiado dura para llevar solas. También para ellos, a menudo, tiene costos altísimos esa pretendida amputación de la sensibilidad.
Tanto en el ámbito familiar como en el laboral o el social, todo debería empezar por la educación y la promoción de actitudes no sexistas. Es una labor difícil pero no imposible y, para empezar, deberíamos intentar cambiar el modo en que concebimos nuestras capacidades y las de los demás, pues no se vale el sacrificio de las propias necesidades para cubrir las de los demás, cuando el intercambio no es recíproco. Hace mucho dijo Lévi-Strauss, desde la antropología, que las relaciones humanas son relaciones de intercambio, y así como nos toca luchar contra el intercambio desigual en el ámbito económico, tenemos que enfrentar la desigualdad en ese otro intercambio permanente que regula las relaciones de género.
2020-04-26