Nosotras, también culpables

Por Ilse Bulit

Mi hijo, detenido frente a la puerta del dormitorio, no pensó en mis tribulaciones. Con su voz chillona de adolescente, preguntó, como si los días para nuestra familia continuaran iguales: “¿Mamá, dónde están mis medias amarillas?”.
Las amarillas, las azules, las blancas o las negras, para mí todas eran iguales. Ciega había retornado de un hospital hacía apenas unos días, pero dominé el primer impulso: reprenderlo por su falta de comprensión hacia mi actual estado. Con serenidad, le respondí: “Ahora tendrás que aprender, al fin, a ordenar tus cosas, a saber en qué gaveta están”. No contestó, sentí sus pasos. Se alejaba. ¿Qué estaría pensando? Lo supe algún tiempo después. Él me lo confesaba: “A pesar de tus griterías y peleas, siempre terminabas ordenando todo”. Era cierto. Antes de acostarme, con grado mayor o menor de agotamiento, revisaba mi hogar paso a paso, con la rigidez de un oficial que analiza el porte de sus soldados. Su uniforme escolar listo para el día siguiente, el televisor desconectado, el arroz y los frijoles escogidos, hasta velaba por el agua para la mascota.
En comparación con las vecinas del barrio, me sentía ayudada por los machos de la casa: mi marido, mi hijo y el perro: El primero cocinaba los domingos y, en otras circunstancias, buscaba los alimentos en el mercado, era capaz de quedar al frente de la casa si yo viajaba y, sobre todo, hacía de electricista, fontanero y hasta albañil. El segundo, a regañadientes, botaba la basura. El tercero era incapaz de ensuciar y regar el hogar.
Pero todo estaba bajo mi control. Yo funcionaba como un ordenador con un disco duro construido desde hacía siglos. Ahora reconozco su atrasada fecha de empaque, al cual se le modernizaban los programas para su mayor efectividad, acorde con las cambiantes circunstancias de la humanidad.
Aunque todos usábamos la ducha del baño, mi exclusividad sensorial detectaba cuándo disminuía el agua por algún escape encubierto. Ordenaba los menús y compras, teniendo en cuenta los gastos calóricos y los fondos monetarios. En una voluminosa carpeta mental, archivaba el lugar donde estaba cada cosa: la bolsita con los cordones nuevos para los zapatos, las llaves duplicadas de la casa, la fecha de vacunación de la mascota.
En mi disco duro estaba inscrito: Los hombres nacen con defectos constructivos que les niegan detectar, en los ojos de los hijos, el comienzo de una enfermedad, ni conocer por el olor que el arroz estaba a punto, ni por la presión del tacto desechar las papas con naciente pudrición.
Por lo menos mi programa de acción familiar era superior al de mi suegra, cuestión de generaciones. Ella ejercía la propiedad sobre los machos y las hembras. Cuando me visitaba, tomaba el mando. Todo lo pensado, imaginado, soñado, organizado y hecho en las tareas hogareñas por los demás, no tenía valor ni precio.
En lo tocante a cocinar, barrer, lavar, planchar… dioses y diablos le habían concedido la suprema sabiduría. Y si alguien se atrevía a ayudarla, se burlaba hasta del desconocimiento absoluto y la falta de maestría demostrada por el improvisado o improvisada al freír un huevo. Sentía lástima hacia ella, con su vida enmarcada en las paredes de su domicilio.
Sabía esconder sus inquietudes respecto a las alternativas alcanzadas por mujeres ahora en el estudio y el trabajo. Un día, cuando juntas observábamos un programa televisivo donde una psicóloga enfocaba este tema, se le destapó su inconformidad interior y susurró muy bajo, con una expresión en el rostro que nunca más me mostró: “Es verdad lo que esa dice, soy una esclava”.
Su programa no aceptaba actualizaciones. Al día siguiente, no permitía que mi hijo botara la basura. “No era cosa de hombres”, afirmaba. En la semana de su permanencia en mi casa, la veía afanarse en la búsqueda de polvos y otras suciedades, con el interés de un científico en pro de una droga salvadora. Y al hallar una cazuela manchada, me la mostraba con ojos de triunfo, aunque horas más tarde le suministraba un analgésico por los dolores musculares en sus muñecas, vencidas por tanto y tanto frotar.
En aquel tiempo, yo me sentía en un estadio superior a mi suegra. Era una profesional reconocida, maga en la combinación de las obligaciones caseras y foráneas. A veces, como ella, me derrumbaba en la cama, golpeada por el cansancio, pero eso sí, ante la absurda limpieza voluta por voluta de la antigua mesa de la sala, prefería leer un libro prestado por un solo día.
No había dudas, mi programa de mujer latinoamericana estaba actualizado. Con la frente muy alta, aconsejaba a mis compañeras de sexo, todavía encerradas entre escobas y frazadas y con maridos e hijos incapacitados para adelantar la comida, si la reunión en el centro laboral se demoraba.
Sin embargo, mi sorpresiva ceguera total demostraba mi endeblez de mujer emancipada. En el presente, al paso de los años, lo enfoco con tonos de humor en las conversaciones familiares. La verdad es que aquel hogar controlado con mi mando automático estuvo de cabezas durante unos meses.
Yo también consideraba la casa como mi reino; donde mi hombre ayudaba por su condescendencia hacia mí, no por la interiorización de los derechos y deberes comunes en la cristalización de la familia. La muestra mayor de mis rezagos la vertí en mi hijo. A él le había insertado las viejas costumbres desembarcadas de las naos de la conquista. Era más fácil recoger el reguero de sus juguetes en su habitación que enseñarle con dulzura y paciencia.
Tanto que yo defendía a las mujeres y la que le tocara como compañera, si es que alguna lo aceptaba con sus defectos hogareños, tendría que emprender su enmienda. El padre se sentía un héroe por la ayuda que me prestaba. Era un modelo de esposo que yo debía cuidar y mimar por sus características excepcionales.
De golpe y porrazo, las responsabilidades y tareas se distribuyeron entre ellos mientras yo permanecía internada en el Centro de Rehabilitación de Ciegos y Débiles Visuales en el municipio de Bejucal, en la provincia Habana. En la visita del domingo, después del beso de bienvenida y el “¿cómo andas?”, mi hombre me lanzaba una larga lista de preguntas: “¿Dónde está tal cosa y la otra y la otra…?” “¿Cómo se hace esto, lo otro y aquello?”.
¡Qué tonta yo había sido! No estimo que exista una condición genética para nuestra disposición en las obras hogareñas. La sociedad nos la ha impuesto en tal medida que el cumplirlas entra en los puntos oscuros a favor de nuestra autoestima, aunque, de cara al mundo, numerosas mujeres ya lo neguemos.
Nos hicieron creer en este reino de sábanas olorosas y postres exquisitos y no queremos abdicar. Conspiramos contra las futuras generaciones de mujeres, cuando repetimos en nuestros cachorros los errores y, por si fuera poco, combatimos contra la ternura cuando le negamos al hombre la hermosa posibilidad de leer en los ojos de sus hijos, la alegría o la tristeza.
Solicite el trabajo completo a semcuba@ceniai.inf.cu

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