Mujeres rurales cosechando equidad

Por Helen Hernández Hormilla / hormilla@gmail.com

Cada sábado, Maité Sarmiento se levanta antes de que amanezca y junto a su esposo, Yoel Fernández, monta en la volanta(1) las mercancías y viaja los ocho kilómetros que separan a la comunidad Las Caobas del pueblo de Gibara, al norte de la provincia de Holguín, casi 800 km al este de La Habana. Allí se realiza una feria agropecuaria en la cual, junto a los productos cosechados por el marido, la mujer de 32 años oferta conservas de pulpas de frutas, tomate, vegetales encurtidos, condimentos, aliños y especias populares ya entre compradores asiduos.
Con lo que pudo ahorrar de estas ventas y la «ayudita» de Yoel adquirió una selladora que le permitirá prescindir de los escasos pomos de cristal y comercializar sus productos en bolsas de plástico. Si hace unos años para resolver cualquier necesidad personal o de la familia dependía únicamente del dinero del esposo, hoy Maité es capaz de generar ingresos propios y, por tanto, disponer de ellos a voluntad.
«Cada uno hace su aporte en la casa y, cuando hay que comprarle algo a los niños, yo también participo. Aunque no se trata de un trabajo estable, al menos tengo para mis gastos personales», confiesa a SEMlac esta joven campesina.
La producción de conservas caseras es una de las alternativas económicas desarrolladas por las mujeres de Las Caobas, localidad rural de alrededor de 240 habitantes, donde desde 2003 se implementa el Programa de Innovación Agropecuaria Local (PIAL).
Esta iniciativa, coordinada por un grupo de profesionales de la agronomía del Instituto de Ciencias Agropecuarias (INCA), con la contribución de la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación (Cosude), entre otras organizaciones, tiene entre sus objetivos promover la agrodiversidad como estrategia a favor de la seguridad y soberanía alimentaria, con la participación activa de campesinos y campesinas, desde un enfoque de género.
Cuando se inició la experiencia, solo cinco de las más de cien mujeres de la comunidad contaban con un trabajo remunerado; dos pertenecían a la Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS), dos cursaban estudios universitarios y el resto se dedicaba principalmente a las labores domésticas.
Las condiciones de aislamiento geográfico, la precariedad del camino, la poca disponibilidad de tierra cultivable, la degradación de los suelos, además del machismo característico del campo cubano fungían como limitantes para el acceso de las mujeres al empleo.
Además del campo, la escuela rural, la sala de video y la bodega resultan los únicos espacios de ocupación. Para las profesionales y técnicas, viajar hasta Gibara a un centro de trabajo se torna casi imposible, pues el camión del transporte público llega solo dos veces a la semana.
Noemí Gómez Velázquez, licenciada en inglés, no ha podido ejercer su profesión debido a que necesitaría viajar diariamente ocho kilómetros en bicicleta o a pie.
«Un día me propusieron comenzar a impartir clases en la escuela primaria y acepté, aunque no fuera mi especialidad, porque de no ser así me hubiera sido imposible seguir trabajando», relata la profesora de 39 años, quien es pastora del culto de la iglesia metodista de la zona.
Basada en su experiencia, la líder espiritual considera que, para la población de Las Caobas, estudiar significa un sacrificio, no solo por el trayecto diario por un camino de tierra a ratos intransitable, sino por las débiles posibilidades de implementar esos conocimientos en la comunidad.
«A la mayoría de las jóvenes les queda permanecer en casa, tejer, hacer conservas o mirar televisión. Las pocas que logran terminar una carrera y graduarse se casan y se van de aquí», opina.
Por otra parte, hay pocas tierras para cultivar, la mayoría propiedad de los hombres, algo que se generaliza en todo el campo cubano. Según cifras aportadas en junio de 2011 por Moraima Céspedes, viceministra del Ministerio de Agricultura, las mujeres representaban apenas 18,6 por ciento del más de un millón 340.000 trabajadores del agro en Cuba, sumados el sector estatal y el cooperativo.
Sin embargo, ellas constituyen el 47 por ciento de las personas que habitan áreas rurales, según Datos del Centro de Estudios de Población y Desarrollo (CEPDE), de la Oficina Nacional de Estadísticas (ONE).
A criterio de las investigadoras Niurka Pérez Rojas y Dayanni Romero, del Equipo de Estudios Rurales de la Universidad de La Habana, las labores femeninas en las zonas rurales constituyen por lo general una extensión del trabajo doméstico, algo que trae aparejados pocos ingresos y menores espacios de poder.
A menudo esas labores reproducen el rol tradicional de «cuidadoras» en estos espacios y finalmente posicionan a las mujeres como fuerza de trabajo no remunerada, soslayan sus aportes a la producción y les dejan escaso tiempo libre, agregaron las expertas durante las Jornadas de la Mujer Rural realizadas en La Habana entre el 11 y el 13 de octubre pasado.
«Para nosotras no quedaba mucho más que la casa», sentencia Josefina Aguilera Segura, ama de casa de 45 años.

Nacen alternativas
El débil empleo de la población femenina fue de las principales problemáticas detectadas en el primer taller de sensibilización de género que se dio en Las Caobas, según recuerda Zulima Cuesta Gómez, educadora de la escuela rural y punto focal de PIAL en la comunidad.
«Entre las preocupaciones de las mujeres estaba la poca continuidad de estudios, pues muchas no tenían ni el noveno grado. También el acceso a los recursos porque, «al no trabajar, no disponían de dinero», añade a SEMlac la coordinadora de género del proyecto.
Un curso de superación para alcanzar el nivel secundario fue tramitado a través de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), con lo cual se graduaron 11 mujeres de Las Caobas. Otras dos se especializaron en peluquería y tres como auxiliares pedagógicas. A su vez, se impartieron talleres sobre agricultura sostenible, conservación de alimentos, cultura alimentaria, crianza ecológica de animales menores, artesanía local, huertos familiares, entre otros, siguiendo criterios de equidad.
A través de un diagnóstico participativo, ellas mismas definieron sus posibilidades para alcanzar fuentes alternativas de ingreso y convinieron en la creación de huertos familiares, la elaboración de conservas y artesanías.
Ana Luisa Serrano, de 59 años, comenzó a fijarse en los múltiples colores de las semillas que sembraba como abono orgánico su esposo Alfredo Fernández, uno de los primeros campesinos innovadores de la zona.
«Comencé a reproducir modelos de collares con semillas y me convertí en artesana», relata la antigua «ama de casa aburrida». Aunque no ha podido legalizarse como vendedora, logra comercializar de manera informal muchos de sus artículos y tiene en proyecto impartir cursos para niños y niñas de la comunidad.
A Josefina Aguilera los talleres de PIAL la devolvieron a la tierra, pues si bien ayudaba al esposo con las tareas de la finca no había trabajado directamente en las labores agrícolas. «Se hablaba de que la mujer debía tener su espacio y eso me motivó. Primero hice conservas y luego comencé a buscar semillitas para el huerto. Decidí que fueran solo de plantas aromáticas, lo cual me ha dado resultado porque de ahí saco condimentos para la casa y para vender en la feria», refiere a SEMlac esta mujer de 45 años.
Otras, como Eloina Gómez Bauta, de 72 años, y Yamila Fernández, de 41, prefieren dedicarse al autoconsumo familiar. «Ya no tengo que salir a comprar casi nada y, además, garantizo alimentos frescos», refiere Gómez Bauta.
Las evaluaciones del proyecto arrojan que las conservas se han convertido en fuentes de ingreso seguro para estas campesinas. A partir de una encuesta realizada entre las integrantes del proyecto se determinó que los beneficios económicos de esta actividad se dedicaran tanto a la compra de envases y materia prima como a los gastos individuales. «Después del proyecto aparecieron dos manicures, como prueba de que las mujeres ahora se preocupan más por ellas mismas», considera la entusiasta coordinadora.
Alexis Bauta Fernández, presidente de la CCS Abel Santamaría, confirma que existen 10 nuevas asociadas a la Cooperativa, y de ellas, tres ocupan cargos de dirección. «Hay compañeras que se vinculan directamente a la producción y otras trabajan en una parte de la finca», indica el productor de 46 años.
En la actualidad, 14 mujeres de Las Caobas tienen empleos remunerados, 25 se benefician con la conservación de alimentos, 16 con artesanía local, ocho están vinculadas directamente a los resultados de las producciones y se percibe un aumento de 50 por ciento vinculadas al estudio.

Machismo tras la puerta
Si bien surgieron opciones económicas para las mujeres de Las Caobas, los cambios en el hogar resultan mucho más rezagados. En una entrevista grupal con cinco de las productoras vinculadas al proyecto, todas coincidieron en que las tareas domésticas siguen siendo responsabilidad de las mujeres, aunque coinciden en cierta flexibilización del machismo exacerbado de antaño.
«Hay ayuda por parte de los hombres cuando nos corresponde arar o sembrar, pero tratamos de adelantar las tareas de la casa para venir al huerto, porque las dos cosas son diarias y no se puede descuidar ninguna», afirma Xiomara Fernández, quien trabaja el huerto familiar «La Esperanza», junto a su cuñada Alicia Fernández.
«En Cuba, el medio rural se caracteriza por generar relaciones de género mucho más conservadoras, sobre todo en lo referente al confinamiento de la mujer al espacio doméstico», refieren Annia Martínez Massip y Lázaro Julio Leiva, especialistas de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas en el artículo «Reflexiones en torno al contexto social del ama de casa rural».
En su opinión, la mujer rural organiza su vida de acuerdo con roles que su grupo social le dicta y con los cuales ella misma se identifica en el transcurso de su niñez y adolescencia.
«Se cree que la mujer tiene que estar en la casa con los hijos y hay hombres que no las dejan trabajar ni siquiera en la comunidad», considera Noemí González, madre de una joven de 14 años y un niño de 8. «Las nuevas generaciones se dan cuenta de que necesitan una compañera idónea, no una esclava, y van cambiando esta imagen», valora esta profesora de rostro parsimonioso y verbo categórico.
Para Zulima Cuesta ha sido complejo insertar un trabajo con enfoque de género en el espacio rural, donde el machismo está tan arraigado. «Los próximos pasos deben encaminarse al trabajo con hombres porque, aun cuando se avanza, todavía son ellos quienes mantienen la casa y eso genera poder», considera la joven educadora.
No obstante, hombres y mujeres confirman que la incorporación de esta perspectiva en el trabajo de la cooperativa ha ido fraguando cambios y hoy son más frecuentes los varones que colaboran en las tareas domésticas.
El productor Alfredo Fernández, de 61 años, piensa que se trata de un proceso complejo y hay que tener en cuenta las condiciones específicas de cada persona según su contexto. «El concepto de género es como la ley, que es una para todo el mundo, pero no funciona igual para todos. No es lo mismo para una mujer trabajadora de la ciudad que para el ama de casa del campo que depende del esposo», refiere.
Capacitar a las mujeres del agro es también una manera de empoderarlas y propiciarles autonomía. «Una de las enseñanzas que nos ha dejado el proyecto, además de entrenarnos con nuevos conocimientos y facilitarnos los recursos para realizar las acciones, ha sido la posibilidad de trabajar directamente desde las necesidades de la propia comunidad y hacer a cada persona partícipe del cambio», concluye Cuesta.

(1) Volanta llaman en Las Caobas a un coche rústico tirado por caballos que funciona como medio de transporte cotidiano en la comunidad.

Marzo de 2012

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