El sonido de la marimba le hizo perder el equilibrio. El chillido de la madre la regresó. Lastimó su piel de cebolla seca. Le apretó el brazo porque, esta vez, ella necesitaba sostenerse. Camila caminaba al suplicio con la alegría de llevar la vida en su vientre. El hombre miraba al sudeste porque la desesperación reinaba en los otros puntos cardinales.
La bella envejecida bailaba una rumba en el escenario destruido del Alambra. Las imágenes de los filmes le entorpecían el paso hacia el cuarto de aseo. La madre se dejaba llevar sin oposición. Quizás la marimba del tema de aquel festival de cine vibró en algún segmento de su cerebro. Porque ella también gustaba de las películas, así siempre las llamó, pero prefería las románticas de finales felices, no esas que agrandaban, en pantallas gigantes, las desventuras diarias de la realidad.
La bañó, la secó, le revisó las escaras. Las tenía controladas con la última crema enviada por el nieto. Accedió a acostarse. La cama pegada a la pared ayudaba a la seguridad. Colocó los butacones, le impedirían la caída. Si durmiera un rato, lavaría la ropa de la noche, hasta leería la revista prestada por la vecina.
Sonó el teléfono. Reconoció la voz convocada también por la marimba, todavía no afectada por el efecto de los años. La obligó a compartir con él los recuerdos. Asaltaban en grupos las filas de los cines. La táctica era sencilla. Uno o dos escapados de clases se dedicaban a marcar en dichas largas colas de cinéfilos ansiosos de la apertura de las tandas.
Ya en días anteriores, programación en mano y por decisión democrática de mano alzada, decidieron los filmes a visionar. Casi siempre eran las chicas las dedicadas a marcar los turnos, pues con la gracia de la juventud hacían relaciones con los presentes en evitación de disgustos ante la llegada de la avalancha estudiantil. Corrían de un cine a otro. Engullían las meriendas traídas para no perder tiempo en espera del despacho de las cafeterías. Las amables muchachas tenían en cuenta el olvido o haraganería de los varones y compartían las provisiones.
El Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana constituía una fiesta extendida, año tras año, punto de reunión de aquel grupo de cinéfilos incontrolable.
Después de graduados, inmersos en labores, movidos de aquí para allá, los casamientos, los hijos, rompieron aquellas escapadas, pero siempre existían filmes que los convocaban y, tras complicadas estrategias familiares y laborales, se encontraban, diezmados por el arte de emigrar y por la desembocadura de las enfermedades y los primeros encuentros con la muerte.
Hacía años que ella no respondía al llamado de la marimba de la publicidad sonora del festival habanero. Era la protagonista principal de un filme interminable. Encarnaba el papel de cuidadora de una anciana con Alzheimer avanzado.
Este año, la voz del teléfono no suplicaba, exigía. Había comprado entradas para todos los días. Ella podría asistir cuando le conviniese. Un ruido llegado del dormitorio la sobresaltó. No coordinó el pensamiento, respondió un sí. Colgó y corrió. La madre trataba de saltar de la cama. Llegó a tiempo.
Desde esa llamada, las escenas de filmes, los rostros de los antiguos compañeros de la universidad, mezclados en la imaginación. Merecía un descanso, un respiro. Urdió el intento. Solo por unas pocas horas abandonaría a la enferma. La dejaría bañada, almorzada, los pañales dispuestos, los medicamentos.
Decidida, llamó al hermano. No lo dejó hablar. En un torbellino de palabras le expresó su plan desmenuzado hasta las más mínimas posibilidades. Él atendería a la anciana en esas horas señaladas con tiempo. Tajante, llegó la respuesta negativa. Desbordada la de ella. Todas las horas acumuladas del encierro obligatorio con ejemplos contundentes le brotaron en una voz desconocida. Para el hermano solo existía una razón gritada. «¡Tú eres la hija y a ti te toca
!». ¿Estaba escrito en las tablas, en la base de las Pirámides, también la serpiente emplumada lo ordenaba?
Durante varios días duró el ajetreo telefónico. Ni por el fijo, ni por el celular contestaba el hombre y, cuando lo hacía, se apertrechaba en la única conclusión: «a ti te toca porque eres la hija». La culpa la sentía sobre los hombros. La responsabilidad la asumió en un principio porque era la hija, la mujer. La injusticia escapada por la crianza recibida de la propia madre. Al hermano y al nieto «les tocaban» proveer de alimentos, medicamentos, dinero.
La rebeldía aumentó al escuchar la noticia en el radio acompañante en sus idas y venidas encerrada, en la casa. Tal día y a tal hora se exhibiría una copia remozada del filme cubano Memorias del subdesarrollo. Quería verla. Necesitaba verla. Aquella escena de la madre sosteniendo el blúmer ensangrentado de la hija era el resumen de los atavismos y violencias que cercaban a la mujer.
En todos estos años de desarrollo de campañas, ¿cuántas cercas habían saltado? ¿Cuántas, todavía enmascaradas por las costumbres familiares? ¿Cuál era el límite entre la responsabilidad social y el egoísmo personal? Con tiempo fijó el mensaje en los teléfonos. «En la tarde de tal día, no estaré en la casa». Y lo repitió en días continuos.
Hoy fijó el recado en la mañana. Está ataviada con la prenda que ocultaba mejor su cuerpo adelgazado y el doblez de la espalda producida por el peso de la anciana. Dejó conectado el radio para entretener a la madre. Suena la marimba. La llama. Está detenida frente a la puerta de salida. Paralizada por los siglos de los siglos de amor y sumisión.