Por Ilse Bulit

Con sus 80 años podía ensartar las agujas, así que pudo observarlo de arriba abajo y de abajo arriba. Lo trató con la amabilidad que la caracterizaba. Al despedirse mi enamorado, (así se decía entonces), mi abuela me dijo: «Tiene la pinta».
En el lenguaje habanero de finales de la década del sesenta del pasado siglo, «tiene la pinta» significaba que, pese a sus ojos azules y su piel blanca, mi abuela había detectado en él un gen venido del África en un barco negrero.
Dos semanas después, la presentación a la inversa. Mi nuevo amor me presentaba a su familia. Casa de tejas en Santa Clara, ciudad a 280 kilómetros de mi Habana. Por él sus parientes sabían de mi mulatez, así que no los asustó o lo disimularon bien en esa ciudad donde, en la década anterior, los blancos paseaban por el centro del parque Vidal y los negros, por fuera. Miraba yo el álbum de la familia, cuando una foto amarillenta llamó mi atención. «Era mi bisabuela», me dijo él y yo, entre risas, exclamé: «¡Aquí está la pinta!». Por desgracia, mi futura suegra me oyó y desde el comedor, gritó: «¡Era de Tenerife!». «Y yo siempre obtuve el máximo en Geografía», le contesté en igual tono: «¡Las Islas Canarias están cerca de África!». Con violencia machista, mi nuevo amor me pellizcó.
Año 1974. La Habana siempre ha adolecido del mal de los ómnibus insuficientes. Mi indudable embarazo de siete meses fue colocado, gracias a los empujones, en las narices de un fornido joven negro. Él se levantó a darle el asiento a una jovencita negra situada a mi izquierda. Una anciana blanca situada a mi derecha me murmuró: «no pueden negar que son negros». Al principio, soy sincera, sentí el deseo de enviarlos a los barracones, pero al observar en el asiento contiguo a un cubano modelo nórdico de mirada verde prendida del techo para evitar mi redondo vientre, derroté el ataque de racismo.
Algunos años después, en una publicación en que sostenía ejemplar camaradería con todos los colegas menos uno, que solo aceptaba de mí «buenos días», una simpática secretaria de color marrón me advirtió: «eres muy clarita».
Adherida a mi ingenuidad congénita, me negué a asumir tal conclusión regida por la escala de colores.
Al regreso de cubrir el primer viaje de un latinoamericano al cosmos, dicho colega repartió menudencias alegóricas al hecho trascendental. Otro colega, mestizo de color amarillento por la ascendencia cantonesa junto a la secretaria marrón, me incitaron a que le pidiera uno para derrotar mi candidez. En mis narices y con ellos en la mano, me lo negó. Estaban destinados a los portadores del pigmento oscuro como los de el.
Pudiera continuar con múltiples ejemplos. Cierro con uno que desnuda la irracionalidad de un racismo de siglos, todavía indemne a la igualdad social proclamada en una constitución y en leyes y disposiciones adjuntas: una joven nacida ciega y blanca de padres videntes, roto el primer enamoramiento y único por obligación familiar, entregado a un joven también nacido ciego y negro. De los ejemplos matizados con cierto humor, este final dramático ofrece las diversas escalas marcadas por el color de la piel.
Con estos ejemplos siento las pautas de mi experiencia y conclusión sobre un racismo vivo en Cuba todavía en lo individual, existente de arriba abajo, de izquierda a derecha, del blanco hacia el negro, del negro hacia el blanco, del negro al mestizo, del mestizo al negro, del blanco al mestizo, abierto, escondido, solapado en un chiste o una frase denigrante…en todas las capas de la sociedad, donde también respiran y aumentan más, en los últimos tiempos, por diversas causales de este Siglo XXI, quienes se libraron del lastre del racismo.
Aparte de la creación de determinadas condicionantes en la sociedad para la discusión de estos problemas, un rasgo actual en la familia cubana ayuda a romper esta herencia. Adolescentes y jóvenes aplastan velozmente con las amarras de las costumbres y tradiciones anteriores. Miran por encima del hombro a los abuelos y hasta a los padres. El costo malsano en numerosos aspectos de la conducta, suele beneficiar en este caso.
El racismo se incubaba en el espacio ideal para el pegamento eterno, en el hogar. Allí el niño escucha el «no te hagas amiguito del negro ese porque te puede robar el sacapuntas». O, «la familia de esa blanquita es muy orgullosa, no la trates». Pero… ese niño o niña abre los ojos al entorno a más velocidad que en las generaciones anteriores. Olisquea que además de la división por los tonos de la epidermis, existe una superior, por los dineros en los bolsillos de los padres, traducidos en play stations y ropa de marca al quitarse el uniforme escolar. En las conversaciones en el hogar, en estos tiempos «modernísimos» en que los niños no se envían al pasillo para tratar temas agudos, aprende el poder de Don Dinero.
Ya en el siglo XIX, la protagonista casi blanca de nuestra novela principal Cecilia Valdés, se entregaba al blanco-símbolo de poder y riqueza. El color de la piel siempre atado al poder del dinero en doblones, duros o euros. Y a los negros libres, los mestizos artesanos o músicos, aun con la acreditación de la lucha en los campos contra el coloniaje español, les tocó la peor parte en la república estrenada.
Todavía existían, entre los negros nativos, reminiscencias del orgullo traído en las bodegas de los barcos negreros, aunque los oriundos desaparecían. Contaba mi abuela, mulata nacida en 1890, que solo una vez vio a su bisabuela. Fue durante una estancia de una semana en Matanzas. La anciana estaba lúcida, narraba cuentos maravillosos y cantaba en su lengua natal. A ella nunca la besó ni acarició y sí a sus primos negros. A ella le dolió el desprecio por su piel amarillenta venida de Cantón. Comprendí ese acto de rebeldía de mi antigua progenie al leer el libro Raíces, de Alex Haley, revelador de las ignominias de la esclavitud. ¿Cuántas veces sería violada aquella anciana negra que solo amaba a su descendencia de idéntico color?, ¿cuántas hijas entregaría al blanco para acumular tanta rabia contra los otros colores de piel? Mi abuela estaba muerta y no supo estas razones.
Por otra parte, desde los años sesenta del pasado siglo, la enseñanza gratuita y la obligatoria inscripción en las escuelas predeterminadas en la enseñanza primaria y secundaria reunieron a infantes de colores diversos y, también, de familias de costumbres diferentes.
En los círculos infantiles creados para la mujer trabajadora, se contagiaban los catarros niños y niñas variopintos. Pero, mantener a un hijo mientras cursaba estudios universitarios gratuitos exigía cierta medianía financiera y, por supuesto, por las relaciones sociales y económicas anteriores todavía no superadas, los negros estaban en desventaja. Además, en sus familias, también los inclinaban hacia las becas deportivas y, no lo neguemos, los entrenadores los escogían por considerarlos desde antaño con un biotipo ideal para determinadas especialidades.
El obligado estudio de la enseñanza media superior en institutos internos, fuera de las ciudades, puso otro freno al negro, verde o rojo pobres. La alimentación extra llevada por los padres, los maestros particulares pagados para los repasos de fin de semana, fuera del alcance de los desfavorecidos. Y si, de contra, en los años noventa del pasado siglo, durante el boom del turismo con sus puestos de trabajo mejor pagados, los de color oscuro eran los menos aceptados para ocuparlos… Bajo estas circunstancias, ¿para qué superarse?.
Nuevamente, aclaro que estos ejemplos sirven para recalcar la diversidad de los factores incidentes en estos años. Factores más visibilizados en estos últimos tiempos por los decisores en las diversas esferas de la sociedad y la economía. Se supone que, por el resultado de estas miradas objetivas, observaremos caras negras y mestizas en puestos relevantes. Entonces, envío la recomendación de aquella abuela mía, una noche radial en que el brillante declamador y músico Luis Carbonell regalaba la interpretación del poema «Ilusión de abuela» de Antonio Castel.
Es una escena que transcurre en la puerta de un solar habanero. Una negra sale con su negrito y este brinca en un charco de agua sucia en el momento del paso de un hombre vestido de blanco. En lugar de dar las excusas pertinentes, la mujer increpa al enfangado transeúnte. En la puerta está ahora una abuela negra junto a su nieto en uniforme limpio y planchado, forradas las libretas de la escuela. En voz dulce, la anciana aconseja la vía del estudio para el mejoramiento futuro. Al terminar Carbonell, mi abuela repitió la recomendación: «Tienes que ser la mejor, así te ganarás el respeto». Y agregó: «si un día necesitas un médico o un abogado, elige siempre al negro o al mestizo, a ese le costó más trabajo y será el mejor».
Pues, aconsejo lo mismo. ¡A brillar!. En nuestra espalda, escucharemos las voces que dirán: «¡Qué buena es la negra maestra de mi hijo!», o «¡Ese mulato prieto es un científico de primera!», o «¡No hay quien le haga una maraña al negro que tengo de jefe!».
Primero, aprovechar las circunstancias favorables y a ganarse la consideración por la actitud laboral, estudiantil y en el comportamiento social. Pensar que en un cerrar de ojos cesará la discriminación racial de individuo a individuo es ilusorio. A pesar de radio y telenovelas, de las aclaraciones académicas de psicólogos en los medios, de organizaciones que apoyan al homosexual del edificio, algunos le dicen todavía Maricón y le gritan improperios al hijo si toma en las manos la muñeca de la hermana. La posición estatal y gubernamental, las leyes elaboradas, los medios son fundamentales, pero… el testimonio personal es vital en las lides de borrar los atavismos heredados.

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