Las obreras invisibles

Su labor no aparece en las cuentas nacionales ni consta como sector de empleo en las estadísticas. El de las amas de casa suele ser un trabajo ingrato, aunque muy necesario; poco reconocido a veces por la familia que de ellas se beneficia y tampoco valorado por las propias mujeres que como tal se desempeñan.

“Yo no trabajo, soy ama de casa”, dice Migdalia García, una habanera de 68 años, madre de dos hijas y abuela de tres muchachos en edad escolar.
García subestima las muchas obligaciones y tareas que ha desempeñado, casi toda la vida, dentro de su casa. “Para mí no es nada del otro mundo. Es lo que hice siempre, desde que me casé y salí de casa de mis padres”, agrega.
Ella integra el grupo de mujeres que no reciben salario ni disfrutan de derechos laborales, aunque dediquen todo su tiempo y el que no tienen a la reproducción de la vida familiar.
No tienen paga ni vacaciones y suelen hacer más de una tarea al mismo tiempo para que la jornada les rinda más, en turnos laborales interminables y que se prolongan infinitamente de un día a otro. Asumen, de una vez, los trabajos que harían varias personas, si fueran contratadas para hacerlos.
“Mi esposo siempre trabajó y yo me ocupé de todo en la casa. También he ayudado a mis dos hijas para que pudieran estudiar y trabajar: una es doctora pediatra y la otra se hizo profesora”, añade.
Aunque sus hijas insisten para que ella descanse más y se ocupe menos de las labores domésticas, García todavía se encarga de una buena parte de las tareas del día: acude al mercado en la mañana, prepara la comida y “mantengo un poco la limpieza de la casa”, comenta.
Además, repasa la ropa, por si hay que pegar un botón o hacer una costurita, recoge el desorden diario y hasta hace las camas en la mañana.
“Generalmente este trabajo se considera como invisible, no sólo por la familia, sino por las propias mujeres, debido a que responde a patrones culturales y sociales asignados y asumidos de manera diferente para mujeres y hombres”, comenta a SEMlac la antropóloga Leticia Artiles, quien comparte actualmente la coordinación general de la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (ALAMES).
Ese papel reproductivo, incluidas todas las acciones domésticas en el cuidado de la salud, la preparación de los alimentos, la educación, la limpieza del hogar y de los otros, “toma valor, si la misma mujer lo desempeña en otro lugar”, señala la también profesora de la Escuela de Medicina de La Habana.
Algunos cálculos de la especialista se aproximan a la contabilidad que pudiera hacer visible la inversión económica que implica el trabajo doméstico, al traducir el valor de uso a valor de costo.
Por ejemplo, sólo una comida de arroz, ensalada, vianda y una proteína al día cuesta 25.00 pesos (equivalente a 1,25 dólares) en el mercado agropecuario.
Adquirir esa porción elaborada, para una familia de cuatro personas, una vez al día, durante un mes, representaría erogar 3.000 pesos cubanos (cerca de 125 dólares), casi diez veces por encima del salario medio en el país, de 387 pesos para el sector estatal y mixto, según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas (ONE).
“Si este mismo ejercicio lo hiciera con la ropa que lava y calculara el costo por mandarla a lavar, y si añade las otras acciones y les asignara valor, la mujer calcularía un salario considerable”, reflexiona Artiles.
Esas parecen haber sido las cuentas que sacó Rosario Varela, de 47 años y licenciada en Matemáticas, cuando en 1993 decidió abandonar su trabajo como profesora en una escuela secundaria y se fue de empleada doméstica, a limpiar la casa de una familia diplomática residente en la isla.
“Ganaba bien, pero también trabajaba hasta el desmayo. Salía de mi casa, en bicicleta, cuando apenas estaba amaneciendo. Limpiaba una casa enorme, de dos pisos, y planchaba una vez a la semana. A veces ganaba algo extra, cuando cuidaba a los niños en la noche, si sus padres salían. Ganaba mucho más que como profesional”, recuerda.
Corrían entonces los tiempos más duros de la crisis económica iniciada con la pasada década de los noventa, cuando no pocas cubanas, ante dificultades con el transporte, carencia de recursos y cierre de empleos, retornaron al hogar. Otras emigraron de sus puestos a otros con mayor remuneración, como estrategia propia ante la crisis.
Con algún que otro altibajo en sus contrataciones, Varela optó por no retornar a las aulas, de maestra, cuando pudo hacerlo, hace tres años. “Me mantuve limpiando, porque al final podía reunir más dinero para los gastos de mi familia y los arreglos de mi vivienda. Hace tres años estoy estable en una casa a donde voy todos los días, de lunes a viernes, y me pagan al mes 40.00 pesos convertibles (960 pesos cubanos, equivalentes a cerca de 50 dólares al cambio oficial)”.
Poco más de un millón de cubanas se dedican hoy, en cuerpo y alma, a las labores de su casa, la mayoría de ellas con 45 y más años de edad, según estimados no oficiales. A ese grupo habría que sumar las que trabajan fuera y luego, cuando llegan a sus viviendas, tienen que encargarse de casi todas las tareas domésticas.
De acuerdo con el último Censo de Población y Viviendas, de 2002, el 97 por ciento de las personas que declararon dedicarse a los quehaceres domésticos fueron mujeres.
En total sumaron un millón 884.332 mayores de 15 años, de las cuales cerca del 21 por ciento superaban el nivel medio y el superior de educación. En tanto, los varones dedicados a las tareas domésticas sumaron 56.700.
Con una población de 11,2 millones de habitantes, Cuba tiene una relación de masculinidad de tres varones por cada mujer y una tasa de fecundidad de 1,63, entre las más bajas de América Latina y el Caribe, de acuerdo con los últimos datos emitidos por la Oficina Nacional de Estadísticas.
La esperanza de vida de las cubanas es superior a la de los hombres y ellas los aventajan también con el 66,2 por ciento de los puestos como profesionales y técnicas y el 63,6 por ciento de las graduadas universitarias.
Sin embargo, el mundo de las mal llamadas “reinas del hogar” parece inamovible. Sin suficiente reconocimiento social y ninguna compensación económica, ellas se encargan de sostener y reproducir las fuerzas y energías de la sociedad, desde el ámbito de la familia.
A eso habría que añadir el daño que provoca la sobrecarga doméstica en la salud femenina, un aspecto también poco visible ni reconocido, y que “incrementa sustantivamente el estrés que sufren las mujeres más que los hombres”, señala Artiles a SEMlac.
Ese efecto se basa en la forma en que se desempeñan hombres y mujeres. “Ellos tienden a distribuir el tiempo de forma compartida; es decir, hacen una tarea y, terminada esta, comienzan la siguiente. Las mujeres no: al mismo tiempo lavan, cocinan, atienden a los demás y hacen otras cosas”, explica la especialista.
Solicite el trabajo completo a semcuba@ceniai.inf.cu

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