Por Ilse Bulit
Esa pareja de ideas avanzadas. Sí, ese par de profesionales que defiende abiertamente el derecho individual a la diversidad sexual. Esos, quienes no niegan la amistad a la lesbiana confesa, vecina del mismo edificio donde habitan. Esos, compartidores alegres de tragos con el inteligente homosexual de las iniciativas brillantes en el colectivo laboral.
Hoy, ellos entrecruzan miradas asustadas. Callan. En un gesto del niño, el hijo de apenas cuatro años, detectan lo dicho por una abuela alarmada, quien lo cuida en la mayor parte del día. Esa forma de mover las manos. Esa cadencia al caminar. ¿Revela una homosexualidad en ciernes o ya establecida?
Supongamos lo mejor. Este matrimonio no renuncia a su defensa del derecho individual a la elección sexual, pero sí está consciente de que todavía la sociedad cubana no acepta de buen grado estas diferencias. El hijo sufrirá. Ansiarán evitarlo. Por lo menos, en este ejemplo, los padres hurgarán en los conocimientos científicos, pondrán de su parte para aceptar una verdad situada dentro de las paredes del hogar, no como ejemplo lejano. Pero si piensan que hay remedios todavía contra esa manifestación, ¿cómo actuarán?
En otro hogar, y puede constituir una mayoría, la mera suposición de la inclinación de este niño provocará actuaciones distintas. Desde el alboroto inicial hacia quien lanza esa estimación, la gritería contra el imaginado futuro homosexual y hasta golpes por su modo de hablar, gesticular. Este padre podrá dar los buenos días al llamado homosexual serio, nunca aprobará a un trasvesti, pero abonarlo en su casa, ¡jamás!
Si bien hay pasos de avance en la comprensión y aceptación de un espacio para ese otro u otra no heterosexual; recibirlo como obsequio de la cigüeña presupone otro cantar. La mirada hacia fuera es más condescendiente ante cualquier complicación vital ajena. Amanecer con lo extraño, lo inusual, lo no deseado en la propia vivienda, implica otras connotaciones.
En fin, estrenar un hijo homosexual, en la Cuba de 2008, todavía provoca las impertinentes miradas y cuchicheos entre vecinos. En los medios se propugna la comprensión, la aceptación, al menos la tolerancia. Pero esta familia no ha escuchado las claves para evitarlo, pues el ensayo no lo desea en carne propia. Recurre entonces a los viejos moldes para formar a un heterosexual, a un macho, machísimo. ¡A continuar con los remedios antiguos!
Como punto primero, se le hablará al parvulito y se le preguntará por sus novias, por los sabrosos besitos, ya enseñados a dar, se le dirá que la tendrá grande, muy grande para el pipi de las niñas. Se le enseñarán palabras mal sonantes, sobre todo la que alude a su péndulo del medio. Y, por supuesto, prohibido, en absoluto, hacer cosas de hembras. ¿Y qué son las cosas de hembras?
La homofobia, anclada en la mente, rige también en abierta o solapada acción en las costumbres heredadas. Se alinea entre las causas que las madres seamos repetidoras de aquellos inculcados roles de género.
El padre le niega el beso y la caricia tierna al niño y las lágrimas al caer de la bicicleta; la posibilidad de declinar una riña por la posesión de una pelota y obedecer los mandatos de la hermana, porque es él quien llevará las riendas.
Y nosotras no le ensañaremos a lavar sus prendas interiores como hace su hermana; ni a ordenar su dormitorio; ni a fregar su plato. Nos emocionaremos si nos trae una flor del jardín si sólo tiene cinco años; si ya cumplió los 12, nos preocuparemos.
Las rutinarias actividades de los quehaceres hogareños, esos quehaceres de nuestra segunda jornada laboral y en reclamo eterno en el pedido de colaboración de nuestra pareja; son quehaceres sexuados con vagina por medio.
Un sencillo ejemplo: separar las piezas para introducir en la lavadora, sólo es tarea mujeril. Por muy agotadas, jamás permitiremos una mano de macho que diferencie los algodones legítimos de las telas artificiales. Claro, desde niñas aprendemos las clasificaciones, pegadas a las piernas de la abuelita.
Aquel no contento con su sexo oficial tratará de ser lo que desea y aprenderá a clasificarlas para imitar su ideal. Las parejas homosexuales caen también en esta trampa de las viejas costumbres y los retrógrados se dividen los papeles de hombre y mujer en la casa, según las antiguas andanzas.
No hay dudas. La homofobia influye en la crianza machista de nuestros hijos. Para levantar los ánimos, ofrezcamos un ejemplo favorable. Los padres aceptan ya, de buen grado, la entrada de sus varones en nuestras reconocidas escuelas de ballet. Pregúntenle a la excelsa Alicia Alonso, nuestra primerísima ballerina de Cuba y del mundo, cuán difícil resultaba la aprobación familiar cuando, en los años sesenta y setenta del pasado siglo, encontraban a un pequeño con las actitudes físicas imprescindibles.
Ser bailarín, en esas fechas, era sinónimo de homosexual. Valdría investigar, bajo la égida científica, el cómo y por qué de los cambios positivos en esa concepción. Se rompió un tabú. Conocerlo y comprenderlo ayudaría a romper, tal vez, el tabú encerrado en el reparto de los papeles de cualquier pareja dentro de las paredes del hogar.
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