Por Ilse Bulit
De un balcón al otro de la acera de enfrente, dos vecinas, con el esfuerzo máximo de sus cuerdas vocales, comentan el último capítulo de una telenovela. Desde la puerta abierta de una casa, un reggaeton martillea los tímpanos, mientras en otra, en viva competencia de “lo último” en tecnología, otro reggaeton hace vibrar las maderas en riesgo de derrumbe.
Con la humildad del vencido, un viejo tocadiscos trata, desde una ventana, de unirse al concierto con su chachachá en soporte de pasta.
Por la calle, al ritmo andante de los “almendrones”, esos coches antidiluvianos con motores de tractor desactivado, brota una salsa erótica que no hace perder su sentido de dueño del tránsito a un chofer, desesperado porque un “bicitaxi”, descendiente en línea directa de los palanquines chinos, también “deleita” a sus ocupantes, dos turistas anglosajones, con un recital de música celta. En la calle, un representante del mercado subterráneo anuncia en tono monocorde su oferta variopinta y rompe la concentración de unos jugadores de dominó que tiran, con fuerza de lanzadores de martillo, las detonantes fichas al medio de la calle.
Esta es La Habana folclórica, recogida por los celulares de los visitantes fortuitos que, después, en sus países originarios, narrarán sus gratos días de vacaciones.
Para el ciudadano común, esta ciudad abigarrada de ruidos, colores y olores, estampa ya en sus barrios los peligros de la contaminación acústica, la misma señalada por la Organización Mundial de la Salud, por ser una de las principales causas del estrés, a juzgar por numerosos estudios sobre la materia, y porque 50 o más decibeles son suficientes para originar problemas cardiovasculares.
Si en los céntricos municipios de Centro Habana y Habana Vieja prolifera más la imagen narrada en los párrafos iniciales, en casi todos los edificios de esta ciudad mágica, que todavía no ha encontrado los vestigios arqueológicos de su primera fundación, cada mañana, tarde o noche, una música estridente interrumpe la paz de los vecinos y agrieta la convivencia.
Porque la existencia de la contaminación sonora revela otra muy peligrosa, la contaminación del naciente relativismo moral, en que cada quien cumple sus leyes particulares de supervivencia y concepción de la felicidad.
Es el desmoronamiento del valor universal del respeto al prójimo que, en la relación humana a escala pequeña en barrios, pueblos y ciudades, ha sostenido a grupos unidos contra las adversidades de cualquier tipo u origen; aunque a escala universal, gobiernos y sistemas sociales pugnaran entre sí.
La Habana es sólo un ejemplo, repetido con sus características particulares en numerosas ciudades de América Latina. El irrespeto hacia el otro habla con diferentes acentos y dialectos.
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