Historias tejidas a mano

“Si no hubiera sido por la Hermandad, no sé que hubiera sido de nosotras. Surgió en 1994, en momentos difíciles, de carencias materiales y de alimentos, la pensión no alcanzaba”, cuenta Dulce María Acosta, de 69 años.

Dulce es una de las 35 integrantes de la Hermandad de Bordadoras y Tejedoras de Belén, en La Habana Vieja, un proyecto social comunitario creado por la Oficina del Historiador de la Ciudad y que agrupa a amas de casa y jubiladas.

“El requisito era que supiéramos tejer, bordar o coser”, recuerda. Con paciencia, tejieron blusas, sayas, cubrecamas y bolsos. Las ventas de las confecciones contribuyen a incrementar los ingresos de los hogares, a mejorar su calidad de vida.

Estimados indican que cerca del 80 por ciento de los visitantes internacionales que viajan a La Habana recorren las calles de su Centro Histórico. No pocas personas llevan a casa como regalo estas prendas tejidas a mano, con la destreza de manos expertas, que hallaron en esta idea una realidad nueva, distinta.

Las prendas son comercializadas en pesos convertibles, la divisa interna de la isla. Cada peso convertible equivale a 24 pesos de moneda nacional. Los precios de las confecciones artesanales oscilan entre cinco y 30 pesos convertibles. Una parte de esos ingresos la reciben las integrantes del gremio.

Las aspirantes deben dominar, al menos, tres técnicas de tejido o bordado. Elegidas por concurso y convertidas en afiliadas, deben probar durante dos años sus habilidades para ganarse un espacio como integrantes del grupo.

Rescatar y mantener la tradición de las artes manuales a través de la confección y comercialización de las piezas que elaboran sus miembros, así como mediante las clases que imparten, son los objetivos fundacionales de la Hermandad, que agrupa mujeres entre 17 y 78 años.

Algunas tejen con diferentes técnicas, otras, también cosen y deshilan. Las hay expertas en muñequería o parche, lo que incrementa los surtidos.

Junto a los museos, los adoquines, las antiguas viviendas restauradas y los secretos de la parte más antigua de la capital cubana, se mueven al viento las prendas de las “tejedoras de Belén”, cada una con una historia por contar.

Los caminos que conducen a Roma

“A finales de los sesenta se usaban las medias de malla. Yo empecé a tejer porque quería un par y la mujer que las hacía no me tejió las que le pedí, aunque le di hasta el hilo. Busqué quien me enseñara y me las hice yo misma”, dice Dulce, con la determinación de quien sabe labrarse su propio destino.

“Cuando me enteré de la convocatoria, caminé mucho hasta que me incluyeron. Algunas no tenían confianza, pero ya llevamos 12 años. Nos facilitan la compra del hilo, los tejidos y las agujas, en ocasiones, provenientes de donaciones internacionales”.

“Mira, tejer no me ha hecho rica, pero me permitió adquirir equipos que nunca había tenido. Hace 11 años que no lavo a mano, lo hace la lavadora. Arreglé mi casa, la puse bonita”, comenta con la sencillez y franqueza de las almas buenas.

“Ves, tengo las uñas arregladas. Los clientes se retratan contigo. Si quieren hacer un presente, les gusta enseñar quién tejió la prenda. Por suerte, sé tejer de todo a crochet, lo que no sé, lo invento”, cuenta sin sonrojo.

Los primeros tres meses iba a la casa a prepararle el almuerzo a su esposo, Pedro Antonio Lemagne, de 78 años. Ahora él es “el amo de casa”.

“Salgo todas las mañanas a tejer aquí, justo enfrente del Museo del Automóvil. Este es mi trabajo, no falto, aunque nadie me pone horario. El negocio te da en dependencia de la atención que le pongas”, explica muy convencida.

“Estaré aquí hasta que no pueda trabajar más, para eso tengo mi ‘guanajita echada’ (ahorros)”, señala.

A pocos pasos, María Dolores Delgado, de 78 años, no separa la vista de los puntos. Es una de las fundadoras. Sobre su pecho está el documento que la identifica como “tejedora de Belén”, que paga mensualmente 24 pesos convertibles de impuesto como trabajadora por cuenta propia.

“Esto ha sido muy grande. Trabajé por años en el comedor de la Escuela de Enfermería del hospital Calixto García. Me jubilé y mi hija, doctora, me convenció de que me incorporara al proyecto, en lugar de hacer punto y entredós para la empresa Quitrín”, dice, recordando aquellos primeros tiempos.

“Algunas veces no vendo nada, otras lo suficiente para resolver algunas necesidades. No es para enriquecerse, pero no hubiéramos tenido ni eso de estar sentadas en la casa”, afirma.

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