Hemingway, Leopoldina, María Ignacia y yo, (Parte IV)

Por Ilse Bulit

La Habana, agosto (SEMlac).- Leopoldina, la de la piel olivo, correteaba por la calle Peña Pobre como la otra mulata, la Cecilia Valdés protagonista de la novela homónima de Cirilo Villaverde. Quienquiera conocer las costumbres y contradicciones de La Habana del Siglo XIX, acuda a sus páginas. Quien quiera conocer las del principio del Siglo XX, las tiene en las novelas de Miguel del Carrión.

Y en esas fechas vivían adolescencia y primera juventud, Leopoldina y María Ignacia. Como la Cecilia, Leopoldina, frente al espejo del hogar de su media hermana María Ignacia, contaba con su belleza para tentar la fortuna.

Criada a lo blanco conocía, como mi abuela María Ignacia, el uso de todos los cubiertos, los vinos ideales para las carnes y los pescados y, también, el andar en la casa con libros sobre la cabeza para, en la calle, conservar la postura elegante.

Elegancia y donaire de las negras africanas todavía hoy día asombro de las caucásicas, conseguidos por el peso de las vasijas de agua que se balanceaban sobre la cabeza, ?logradas a muchos pasos de la choza.

Leopoldina sabía que el futuro honesto de una mestiza bella era casarse o «arrimarse» a un español comerciante o a un chino, en escalón inferior en la sociedad, pero con fama de buenos maridos. Nunca pegaban a sus mujeres.

En verdad, el ejemplo del hogar de mi abuela descartaba la imitación. Ya con dos hijos, mi abuelo Abelardo la presionaba para que abandonara la costura. Y ella, renuente. Sus entradas, aportadas al ingreso familiar, afilaban su palabra en defensa de su individualidad.

Un golpe de pesos apuraba las escenas de este melodrama real. Abelardo recibía su parte en la herencia dejada por su padre gallego. Dinero en mano, el tabaquero se dejó llevar por las tentaciones de los amigos oportunistas. Incursionó en la política con aspiraciones de ser concejal por su nativo municipio de San Antonio de los Baños y, con estos amigotes de turno, en las noches asistía a los lupanares del barrio de San Isidro.

Esas andanzas dieron libertad de acción a María Ignacia. Caída la tarde, marchaba con sus dos hijos hacia una casa amiga, situada en la Habana Vieja, casa pudiente visitada y ambientada por trovadores. Se servía café con leche y pan fresco con mantequilla. Se cantaba, se contaban anécdotas. Se recordaba la guerra pasada, las esperanzas agotadas.

Así conoció mi abuela a los grandes de la trova, a Manuel Corona, a María Teresa Vera. Nunca estuvo Sindo Garay. Este bizco se sabía el mejor y, aunque el retoque dado a la biografía de los famosos oscurezca los hechos reales, las relaciones entre él y Corona fueron frías, distantes.

Sindo y Corona, no hay dudas, son los pilares de la trova fundacional cubana. Dos bohemios aventureros, pero si Sindo glorificaba su ego, Corona no aquilataba su valía. Años después, la trova cubana resurgía en manos de otros dos hombres de personalidades también muy deferentes, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.

Nunca conocí el apellido de los dueños de aquella casa, parada primera para los trovadores que después continuaban su andar por la Habana de noche. Eran blancos de alcurnia venidos a menos. La dueña bautizó a mi abuela con el nombre de Caridad, por si un día se decidía a «trovar» en serio. Nunca lo hizo.

?En los años cuarenta, mientras cosía a mano los dobladillos, junto a ella, yo escuchaba en Radio Cadena Suaritos al dúo de María Teresa con Hierrezuelo. Ella cantaba por lo bajo y, detrás de los espejuelos, yo veía las lágrimas.

Regresemos a los veinte del Siglo XX. A Leopoldina le gustaba la trova, pero no cantaba. Bailaba, bailaba muy bien y decía versos con el apasionamiento de las actrices italianas de moda. Favorito les eran los versos de Acuña, el amigo mexicano de la juventud de José Martí, aquel suicida por amor.

A su paso por las estrechas calles de la Habana Vieja, negros, mulatos y blancos giraban la cabeza. Era casi blanca y sólo pondría sus ojos en un blanco. Así fue. El barrio del Ángel contempló aquellos amores.

No era todavía el populoso Centro Histórico de hoy. Los vecinos se conocían. Las familias fundadoras se trasladaban para las nuevas mansiones del Vedado con sus jardines circundantes y los garajes para el estrenado auto. Los negocios, los almacenes, las oficinas, los chinchales de tabaco permanecerían.

Las casas abandonadas, con su enorme patio central y las cocheras, eran ocupadas por la incipiente clase obrera, después de divididas en secciones; nunca tan multiplicadas y congestionadas con la furia ocupacional nacida en los ochenta y que ha contribuido a su depauperación, más que el paso de siglos y huracanes.

Y, a la luz pública, el joven Alberto Barraqué rondaba y conseguía a la Leopoldina. Cada uno exhibía al otro como un baluarte. Las envidiosas casaderas pobres se preguntaban si el lazo terminaría en una notaría. La aventura se comentaba en el café Europa de los famosos pastelillos franceses o entre los pregoneros habituales del barrio.

¿Quién era este Barraqué? En Cuba y Amargura, remozado, está el edificio Barraqué. Jesús María Barraqué era el secretario de Justicia en el gobierno de Gerardo Machado y se vio involucrado como mediador entre el furibundo presidente y los estudiantes revolucionarios, durante la huelga de hambre de Julio Antonio Mella. Conocedor de las legislaciones internacionales, su nombre aparece repetido en los papeles de la legislación nacional.

El? sexo sin protección suele tener consecuencias. Leopoldina quedó embarazada. Con la psicología social de estos tiempos, es difícil asimilar esta parte de la historia. Los ahora llamados ciudadanos de a pie olvidan que, quieran o no, aparte de sus intereses y decisiones individuales, sobre ellos se mueven madejas de influencias.

Aquel barrio aseguraba que Alberto era el único hombre de Leopoldina. Mi abuelo Abelardo estaba en las marañas políticas. Quien representa la ley se supone que debe respetarla.

Si bien Leopoldina no bajó casada la escalinata de la Iglesia del Ángel, su hijo llevó el apellido de la familia honorable. Entre sus nuevos conocidos, le gustaba presentarse como Leopoldina Barraqué.

Albertico no había cumplido el año, cuando la madre lo dejó al cuidado de mi abuela. María Ignacia lo adoró. Bálsamo para su dolor de madre y mujer: el tifus le mató a su hijo mayor. El esposo, bendecido en la iglesia, le traía una enfermedad conocida por ese entonces como venérea. El Salvasan le curó las entrañas. Jamás recuperó la confianza para amar. Y tomó la decisión que le concedió la libertad de acción y pensamiento hasta en los minutos finales de su vida.

Mientras, Leopoldina partía para Europa del brazo de un hombre poderoso. En esas fechas, Hemingway estaba en Francia. ¿Se encontrarían en ese París que era una fiesta?

Agosto de 2009

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