Hemingway, Leopoldina, María Ignacia y yo (II parte)

Por Ilse Bulit

La Habana, julio (SEMlac).- Ernest Millar Hemingway nació en Oak Park, Illinois, en julio de 1899. María Ignacia, en La Habana, Cuba, en septiembre de 1890. El invisible lazo de una piel olivo los comunicó.

Un budista sen, más poeta que budista, dijo: «el aleteo del ala de una mariposa mueve las estrellas». En vocabulario científico lo afirman ahora los estudiosos de la Física Cuántica. José Martí, el misterioso cubano del siglo XIX, lo resumió en esta frase: «las ciencias confirman lo que el espíritu presiente». Y yo presiento que las palabras de una mujer admirada, traídas al recuerdo de un cerebro enfermo, pueden inducir al suicidio.

De Hemingway, hablaré después. Es conocido por todos. Saco del anonimato a María Ignacia, invisible como tantas otras en los tomos de historia; las protagonistas de saltos al vacío que remueven y remodelan la sociedad.

Era mestiza y repetía la piel amarillenta de su madre Rosalía, adquirida en la mezcla de negra con chino; originada porque algunos de los Pedroso, amos de las negras, trajeron engañados a los chinos en contratos sinuosos.

Rosalía no conoció la esclavitud sufrida por su abuela negra, perteneciente a la dotación de Matanzas de estos Pedroso, repetidos en los legajos estudiados por los historiadores, arquitectos y arqueólogos que regresan a sus inicios, estas mansiones del Centro Histórico de La Habana.

Era criada de confianza de una Pedroso, aposentada entonces en el actual Palacio Lombillo, en la Plaza de la Catedral. Sabía leer y escribir. Esperaba con ansiedad la llegada de los barcos con la continuación de los folletines leídos a escondidas por las señoritas y después por ella. Asistía de pie, en espera de órdenes, a las tertulias. Los hombres hablaban de política y economías. Las damas, de la moda parisina y del último estreno teatral. Rosalía escuchaba.

Allí le nació su hija María Ignacia, en 1890. El padre fue un mulato artesano, desterrado hasta su nombre del panteón familiar por ingresar en un regimiento español de pardos, al comienzo de la guerra por la independencia del colonialismo, iniciada el 24 de febrero de 1895.

Mi abuela María Ignacia me contaba que el rompimiento fue a cazuelazos en la cabeza del traidor. Esta acción subió los valores de la criada, pues la apretazón colonial molestaba en distintos grados y formas a las clases sociales.

Los viejos apellidos de la alcurnia cubana coqueteaban con los propósitos inversores estadounidenses; en lo cultural, la mirada permanecía fija en la Europa, pero sentían como cubanos.

Ese mismo día 24 de febrero, un año después, la mestiza Rosalía, acompañada de la pequeña María Ignacia, compraba vituallas para su señora en la Plaza de la Catedral. Vestía con los provocativos colores de la bandera cubana: azul, blanco y rojo. Unos soldados españoles la detenían. La influencia de la Pedroso consiguió la liberación inmediata.

Como la música siempre se ha enseñoreado en este archipiélago, en las calles corrían coplas y cuartetas, que identifican el sentir del cantor. La pequeña María Ignacia, quien asistía a las clases prodigadas por las ayas a sus contemporáneas de la mansión, adoraba y adoró hasta su muerte la música.

Ni el famoso Malecón habanero, ni la Avenida del Puerto existían. Muy cerca del Palacio llegaba el mar. Allí se apostaban los coches de alquiler, guiados por españoles. Estos le daban moneditas a María Ignacia, quien cantaba muy bien y entonaba las coplas a favor de España.

Por iguales moneditas, entregadas por los señoritos, en la Plaza de Armas o de la Catedral cantaba las cuartetas dedicadas a los mambises. Una malhadada mañana, la madre la descubrió ante los cocheros españoles. De su voz infantil salía una copla que terminaba en un «mataron a Maceo y Gómez se entregó» (ambos próceres de las luchas libertarias cubanas).

La paliza fue tal, que las señoras arrancaron a la mulatita del brazo poderoso de la madre, porque si no, la mataba.

Como el patriotismo no se impregna a golpes, a los ocho años, en 1898, sí lo adentró para siempre. Acompañaba a su madre en el coche de la familia Pedroso, cuando la criada, con aprobación de los señores, repartía en las noches bollitos de maíz a los campesinos reconcentrados por el gobernador español Weyler en las afueras de la ciudad de entonces.

Mi abuela María Ignacia me repitió muchas veces las escenas de los niños muertos por hambre en los brazos de sus esqueléticas madres. Cuando en el año 1986 visité el campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, comprendí el porqué de las lágrimas de la anciana, cada vez que recorría aquellas imágenes.

Y pensar que en 1998, a 100 años de este holocausto en pequeño y sin propaganda, en una semblanza dedicada a Don Valeriano Weyler en Radio Exterior de España, se le limpió el rostro de tanta muerte de civiles indefensos.

A María Ignacia le llegó la menarquia en plena República y a su madre Rosalía otra niña que se acunaba en sus brazos. Su piel no tenía el tono amarillento. Como tantas mujeres de esta familia, la bautizaban con un nombre prestado de la protagonista de una novela, la llamarían Leopoldina.

El nombre del padre, más que perdido, escondido en secreteos nunca llegados a mÍ, ni aún cuando mi abuela, desbordada al oír en la radio un danzón cantado por Barbarito Diez, hablaba de aquel baile en la sociedad de los mulatos tabaqueros, donde obtuvo como premio una especie de camafeo-reloj, vendido en una casa de empeños en una de las crisis comunes en estos archipiélagos.

Esa procedencia paterna de aquella niña de rasgos finos y con la marca africana en la piel era otro de los misterios de la bella Leopoldina, la amante mestiza por largo tiempo del escritor estadounidense y nunca abandonada por él.

Mi abuela no pudo esconderme el escándalo social provocado por la primera aventura amorosa de Leopoldina, ya que conocí el fruto pecaminoso, (así se decía en aquellos tiempos), la hija, con la cual jugué.

Y en arquitectura visitable está, en las Calles de Cuba y Amargura, el edificio de los Barraqué, conmocionados por esta Leopoldina adolescente, enredada en amores con uno de los ilustres vástagos. Más adelante, se aclarará el final inesperado de este trance, copiado tantas veces por las telenovelas.

Con todos los protagonistas guardados en mausoleos fúnebres o transformados sus huesos en fósforo a ras de tierra, con la serenidad analítica regalada por la vejez, continuaré esta historia de mujeres invisibles.

Tanto María Ignacia, casada y velada por la iglesia, por su gusto por la trova y su rebeldía ante las injusticias; y Leopoldina, por su abierto rompimiento con las normas obligadas para la mujer, sufrieron el desprecio de la sociedad. Jamás bajaron la cabeza, me consta.

Julio de 2009

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