La mujer observaba a la otra mujer, despojada de la posibilidad de responder la mirada. Eran dos ancianas frente a frente, Incluidas en el epígrafe «adulta mayor» de las estadísticas.
Los 20 años de diferencia que las separa también suponen ojeadas lastimosas o despreciativas por parte de los jóvenes, según sea la crianza.
Convivientes ambas en el espacio fijado por los metros cuadrados de una casa llamada también hogar. Convivientes durante un tiempo obligado, más allá del enlace generacional, por el eclipse de las posibilidades de una vivienda separada.
La tenía en sus manos. A ella, el hijo le entregó la responsabilidad primera para la atención de la atacada de Alzheimer. Cumplida la edad de la jubilación, la presionó a hacerlo, pues todavía a él le faltaban unos años y, además, en su carné de identidad aparecía un número consignador de su sexo femenino y, por tanto, adscrita por la ley de la sociedad al cuidado de los enfermos.
Ganaba unos pesos más que él, la reconfortaba un trabajo en que se sentía útil y obedeció sin protestas.
En ese recodo del matrimonio, la unidad entre los dos, más que amor, era una necesidad de continuidad.
Además, una rebelión por parte de ella sería mirada con aspereza por sus propios hijos, criticada abiertamente por el barrio y, en especial, por las propias mujeres.
De aquellos ojos, más penetrantes que la voz, solo quedaban unas pupilas inquietas en que ella creía leer, a veces, el miedo. En chispas de lucidez, acaso podría imaginar la herencia gozada de su reino hogareño. Al amargor surgido en estas relaciones y que no se atrevía a bautizarlo dentro del rencor, lo suponía de propiedad personal.
Nunca sostuvieron un altercado mayor que unas palabras enfrentadas. La madre le advirtió desde un principio, antes de la boda. «Vivirás en una casa ajena». Y ajena vivió hasta que la enfermedad destruyó a la suegra y ella pudo cambiar de lugar los utensilios de la cocina y aquel jarrón de herencia familiar tan estimado.
En verdad, era reconfortante regresar de la oficina y encontrar a los niños bañados, haciendo las tareas. Sin embargo, era frustrante aceptar esa crianza diseñada por la abuela, robando el papel de madre, oyendo el cariñoso tono del «abuelita» pronunciado cuando ella les pasaba la mano por las rodillas raspadas y aliviaba con su «sana, sana, culito de rana».
A precio caro pagó el reino de las decisiones insignificantes, esas que no cambian el rumbo de un país, pero alzan la autoestima de una mujer ante el marido y los hijos sujetos a las órdenes disfrazadas de consejos de la otra. Liberada, sí se quiso. Liberada del encierro obligado por el destino único del título «ama de casa».
Se quería acompañada en las tareas pendientes a la llegada del trabajo, pero como toda tarea exige un líder, se soñó en la decisión entre el congrí y el potaje para cocinar al día siguiente y, lo más importante, deslizando en los niños, poco a poco, tareas que la suegra clasificaba dañinas para el erecto orgullo del sexo masculino.
Por la noche, el marido le daba el baño general a la madre y la atendía, y el hijo, que todavía permanecía con ellos, también cooperaba. Pronto comprendieron, mediante los surcos estrenados en la cara, el cuerpo encorvado y la respiración ahogada que a ella también se le aburría la salud.
Ella gozaba a esas horas del descanso y aliviaba la espalda del peso de aquel cuerpo medio muerto y, sobre todo, de aquellas pupilas inquietas que continuaban persiguiéndola y de aquellas palabras y sonidos incoherentes que ella traducía en órdenes. ¿O eran súplicas?
Liberada entonces del esfuerzo físico, el espíritu correteaba a sus anchas. Adelantaba las horas del futuro y en el juego de las probabilidades, se veía alcanzando, primero que el marido, ese inhumano estado.
Regresaban recuerdos encerrados en la gaveta del rencor. En aquel pasado compartido con la otrora suegra, juntaron noches desveladas por la fiebre de un niño y suposiciones anhelantes por las notas finales del examen decisivo de un adolescente.
Llegadas esas imágenes, le disminuían poco a poco las amarguras. ¿Era la purificación del alma o los primeros pasos hacia el alzheimer?