Por Ilse Bulit
Con una mano seca el sudor de su frente; en la otra, la improvisada regadera se mueve entre los tiestos colocados en este típico balcón habanero. A la misma hora, las flores la esperan. Cada día, menos horas de sueño y más tiempo vacío.
La mirada alcanza la acera. Divisa a Ángela con sus bermudas, su pulóver desmangado y su andar ágil a pesar de sus 70 años. Se encamina al parque a realizar sus ejercicios matinales, junto a los otros viejos. En los primeros tiempos, algunos jóvenes esbozaban risitas a su paso. Ahora la mirada es de admiración. Es su amiga. Ambas nacieron en el mismo mes y el mismo año. Juntas fueron a la escuela primaria, al bachillerato. Después sus vidas se bifurcaron, pero la amistad continuó.
Entra en la confortable sala de muebles renovados. Todo en su lugar, todo en orden. El cuadro del entonces pintor bisoño y hoy famoso, es el habitante más antiguo. Recuerda cuando las dos amigas lo visitaron en su taller y, por precio bajo, cada una regresó con su óleo figurativo. Dos pinturas parecidas, sólo que los rasgos de una mujer entristecida se adivinaban en el suyo, el que ella eligió primera.
Ángela se casó tan joven como ella, pero con el cuento de la satisfacción financiera, logró que su esposo le permitiera continuar los estudios universitarios y ejercer su profesión. Ella misma se lo confesó. Utilizó esa fuerza mayor de los dineros, pero en verdad su fin era aprovechar las posibilidades que se abrían a las mujeres. Y bien que las aprovechó y las aprovecha todavía.
Continúa hacia la cocina. Abre una puerta de la alta nevera y extrae su jugo favorito. Piensa, mientras lo saborea. A ella le tocó un marido de estable condición financiera y que, como hombre capacitado, responsable y trabajador, prosiguió su ascenso. Nunca le permitió laborar. Sólo en ciertas tareas sociales enmarcadas en el barrio.
No lo culpaba por completo. Ella había cumplido también los deseos de su madre. “La mujer es de la casa”, le repitió siempre. Todavía no se explica si fue por ese respeto a su madre o por cobardía propia. Su marido nunca fue un ogro. Con él se podía conversar, intercambiar criterios. Nunca propició ella la disyuntiva, ni cuando él se refería a las capacitadas mujeres que progresaban en su empresa.
No fue por haraganería tampoco. Bastantes horas de trabajo significan una casa impoluta, donde todo está en su lugar y donde los habitantes aparentan no dejar huellas. Quizás, ahí estaba el porqué. Ese concepto de perfección hogareña basado en un orden imposible de transgredir.
¿Esa inclaustración de la mujer en el hogar se trasladará en los genes, se inoculará como un virus?, especula y sonríe con amargura. Esa idea es un paliativo mentiroso. Lo sabe y lo rechaza. Su amiga Ángela recibió idéntica crianza a la suya, su progenitora profesaba iguales ideas a las de su madre, pero ella se liberó. Y creciendo como profesional, crió a sus hijos y mantuvo la estabilidad matrimonial.
En verdad que el destino de ambas obró parejo. También su esposo falleció y sus hijos marcharon al extranjero. Juntas repasan las fotos de cuando, en viaje dominical planificado, los llevaban al zoológico, al acuario, y aquellas vacaciones de días continuos en Guanabo, la favorita playa habanera.
Al revisar las fotos de los nietos nacidos lejos las lágrimas hacen su aparición en los rostros de su amiga y en el de ella. Ángela, en gesto rápido, las borra de su rostro, pero ella las deja correr, se las bebe.
Es que su amiga no vive encerrada en el recuerdo ni en paredes recién pintadas. Aplasta su soledad con las pequeñas pisadas de otros muchachos. Le da clases de bordado a un grupo de niñas del barrio. Ya expusieron en la Casa de Cultura. Y allí, asiste como alumna a un taller de creación literaria. Y por supuesto, a sus ejercicios matinales y a cuantas excursiones, paseos y fiestas organizan los abuelos.
Muchas veces, Ángela la ha invitado a incorporarse. Ella ha desviado la conversación, como si en sus oídos resonaran todavía las órdenes de su progenitora.
Sus ojos recorren ahora la pulcritud de los muebles. El rostro imaginado de aquella mujer desconocida la mira desde el cuadro, como si ella fuera también otra imagen sin movimiento.
Regresa al balcón. Esperará por divisar a una Ángela sudorosa y alegre. Y aunque le enseñaron a hablar en tono bajo, le gritará a su amiga que la espere esta tarde, que ella puede enseñar a tejer a las niñas del barrio.
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