Por Ilse Bulit
El llanto de una amiga, a través de un teléfono fijo a las siete de la mañana, asusta a cualquiera. Sobre todo en tiempos atormentados por la profusión de informaciones alarmantes y verídicas sobre el medio ambiente, los virus de la gripe y los altos precios de los productos en el mercado.
Mi amiga acudía a mí por ese falso concepto de que los periodistas somos los dueños del conocimiento humano. ¡Pobrecita!, la red tiene las argucias de la serpiente del Génesis y engaña más o tanto como algunos relacionistas públicos o altos cargos de cualquier ideología o país. Logré calmarla con un método muy cubano: “la tiré a relajo” (no hacerle mucho caso). Entre llantos, me contó la tragedia. Encontró un condón en la mochila de su nietecita de 13 años, la pequeñita de la familia. En nombre de los largos años de amistad, contuve la risotada. Le contesté: “Peor sería que te dijera que estaba embarazada o que padecía de una infección de transmisión sexual”.
Logré mi intención: la noqueé. Entonces, cancelados sus jipíos, pasé al convencimiento con uso de la aceptación de los acontecimientos bajo la filosofía “del mal, lo menos” y la futura preparación de conversaciones amistosas y sin imposiciones con la nietecita.
Alrededor de 30 minutos de mi amanecer, con la tacita de café que nos levanta el ánimo en cualquier circunstancia, caí en la contemplación de lo narrado. Porque ?y vale esta disquisición? nosotros los cubanos, en una inmensa mayoría, somos capaces de echar al aire el humor en burla o choteo, en el mismo instante que se nos desgarra el alma ante la pena propia o ajena.
Como todo en la vida, esa válvula de escape sirve a algunos para oxigenarse en pensamiento y acción, y a los otros, aquellos que se les va la mano en ese refugio, a perder la perspectiva y convertirse, al final, en unos amargados disfrazados o en alcohólicos sin redención.
Consumido el café, escapada de la tentación profesional de escuchar la radio que me trae los gritos de la tierra violada y reventada, analizo las reacciones de mi amiga.
Esta adulta mayor fue de aquellas jóvenes que, en los sesenta cubanos, rompió las ataduras. Frente a un marido encadenador, acudió al divorcio contra las opiniones del clan familiar. Estudió fuera del país, creció como profesional, hizo pareja sin firmar papeles, fue de las primeras en usar anticonceptivos, levantó su voz en asambleas presididas por hombres y resistió el dedo acusador de los retrógrados del barrio por su andar en pantalones.
El 2010 la transformaba en una anciana temerosa, nerviosa y ¿retrógrada? Si tomo el camino fácil y recurrido ?detenerme en las apariencias?, la juzgaré con esta óptica: está encerrada en su vejez. Retenida en el tiempo. Separada de los minutos vigentes; atrapada por el lema aquel de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Con las mismas palabras que juzgó a sus padres, ahora la juzgará la nieta. Persiste la incomunicación, las ganas de mando autoritario sobre la adolescente.
La radio me trae el tema musical del filme Casablanca. Este melodrama provocaba que mi amiga y yo nos llamáramos en aviso cuando la repetidora televisión cubana lo programaba.
Ambas guardábamos historias personales de ilusiones saboreadas en la adolescencia. Esa “As time goes by”, en versión libre al español como “Cuando los años pasan”, me reconcilió con ella versus presente.
Aunque pasaron los años y la serena belleza de Ingrid y el duro rostro de Humphrey fueron convertidos en polvo y ceniza por las llamas o el lento pero igualmente devastador invisible mundo animal, música, imágenes e historia continuaban atrapándonos, envolviendo con su final abierto a lo filme ruso soviético y con las ganas de que Ilsa retorne a su hombre.
Dejemos que los analistas del género la autopsien y clasifiquen; Casablanca tiene un “algo” inmortal que perdura, aunque pasen los años.
Y cuando pasan los años, también es justo sopesar el pasado. Los triunfos, los pasos de avance que saboreamos con gusto y enarbolamos cual antorchas que iluminan la senda de quienes nos seguirán. Las antorchas provocan humo, quemaduras al sostenerlas. Tras su brillo, están las oscuridades.
Ante los primeros sonidos del piano pensé llamar a mi amiga. La música evocadora terminaría por secarle las lágrimas. El empoderamiento de las notas en mis tramas neuronales me trajo una duda. La muchacha de 13 años con condón en la mochila, ¿estará capacitada para la ensoñación? Además del útil condón, ¿guardará también poemas de amor en la mochila?, ¿o cartitas de su enamorado con faltas de ortografía? ¿O, quizás, la flor seca del primer encuentro?
Espero que, por la velocidad ejecutiva en el sexo, la nieta de mi amiga no haya saltado etapas y la ilusión se le haya escapado junto al condón usado.
Así podrá sonreír como su abuela, cuando pasen los años, ante el recuerdo del primer enamoramiento ingenuo.
Febrero de 2010
(Solicite el trabajo completo a semcuba@ceniai.inf.cu)