Atraviesa el parque y saluda a las abuelas sentadas en los bancos. En las voces, respuestas cariñosas; mientras, en los ojos, la envidia se detiene en sus zapatos, en esos de tacón militar tan cómodos para las viejas.
Durante unos minutos, junto a los zapatos, la vestimenta y el peinado de peluquería hacen que las abuelas olviden el cuidado de los nietos. Ella lo adivina y las perdona porque también cría la envidia. Les envidia esos nietos al alcance de las manos, besables, acariciables.
Los lloriqueos de un niño la detienen. Absortas en detallar centímetro a centímetro a la anciana elegante, descuidaron las correrías de los pequeños y una rodilla raspada se lamenta desde el suelo.
La reclamada tal vez por la amargura que la asiste por dentro, por las chancletas viejas que hoy la avergüenzan añade regaños al ardor de la piel. Y la otra, la observada observadora, quisiera besar a ese niño ajeno. Sus nietos están guardados en la cartera de piel. Apura el paso. Hace señas al auto que la llevará a la reunión con la amiga.
El mensaje de texto fijó el día y hora del encuentro. Necesitan verse, hablar y asistir al milagro. A las dos amigas, unidas por las profesiones y aquel tropel de hijos y maridos en vacaciones playeras, se ha unido otra atrapada en las mismas circunstancias.
Europa les tomó los hijos en bodas por amor o en la natural ansia humana de escalar peldaños. Esta amiga de los años es la primera en llegar. Abrazo de sesentonas, todavía esbeltas y atractivas, porque el cuidar la imagen es otra forma de emplear el tiempo sobrante.
Evitan el tema que las une más. Risas y chistes. Burlas hacia los antiguos conocidos, con actualización en historias y chismes. La anfitriona invita al recorrido por la mansión. Como en un museo, muestra las últimas adquisiciones.
Son dos mujeres cultas y, tanto una como la otra, saben rendir homenaje a la belleza en las adquisiciones de obras de arte y también saben calcular el valor futuro a la inversión, por si a los hijos les fracasan los empeños atrevidos. Termina el paseo en la cocina, con sus enseres relucientes, hermanados en el ambiente general. Vale un brindis inicial con el vino francés, traído por esta primera invitada. Y freír unas papas congeladas que alimentarán el colesterol, pero evadirán la tristeza no declarada a favor de las buenas costumbres entre anfitriona y visitante.
Amaestradas en los análisis profundos a estipular todas las posibilidades, evaden los gritos altos y el consuelo de las lágrimas hasta el último segundo. Temen la respuesta anímica ante el anunciado milagro.
El timbre indica el arribo de la faltante. La dueña abre.
Apurada, entra todavía con el temor a fallar ante la dueña de la casa. Se conocieron en la escuela en que su hija sobresalía por su inteligencia y comportamiento ejemplar. La hija era brillante y bella. El francés simpático la conoció durante aquel curso universitario en que fueron compañeros en la tesis, porque esta hija nunca fue una chiquilla alocada y comprable, de esas a las que un perfume le disfraza el amor. A ella se lo enseñó la abuela y supo trasladarlo a la única descendiente.
Aunque en una constitución se escriba y selle la igualdad de todos los hombres y mujeres, el color oscuro es color de muertos y en la piel invita a las cerraduras sin llaves para al futuro. Erguida, esconde en el batón bordado a mano las libras de más y, en los pies, esos zapatos de tacón alto porque no teme los huecos de las calles, pues la vida la obligó a vadear los obstáculos.
Sonríe con sus dientes perfectos abridores de caminos y entrega rápida las olorosas flores en pago sutil, quien sabe, de la entrada al milagro. Le avergüenzan las suposiciones. La agasajan dos sonrisas francas, debilitantes de sus ancestrales resquemores. Los sufrimientos iguales, hermanan. No demoran más la espera por el milagro.
La habitación oscura y refrigerada. Las butacas acolchadas y reclinables. La pantalla casi se roba la pared. De las carteras, las abuelas extraen a los nietos. Los deberes del anfitrión obligan al último turno y, en recuerdo a los repasos que aquella chiquilla daba al hijo, coloca en el equipo ultra moderno la memoria de la última invitada. La imagen será más perfecta que la realidad porque quien las tomó evitó las zonas del desencanto.
Aparece el milagro. Los payasos suspendidos del techo en una maroma interrumpida, la familia de osos regados en la alfombra, el edredón multicolor en la pequeña cama; es el dormitorio de un niño. Ese niño de mirada al frente que las tres mujeres contemplan con ojos de abuelas. La legítima no resiste. Se levanta, avanza, grita: ¡Es mío, es mío!
Reconoce la voz de mujer traída por el audio. No entiende las palabras. La otra invitada aclara. En francés le dicen al niño que tú eres su abuela, que te envíe un beso. Entonces, la anfitriona toma el mando de la pantalla. Acerca al niño, aumenta el rostro. Rizado, muy rizado pelo rubio. Una piel tostada no por el sol europeo, unos pícaros ojos azules que buscan a la imaginaria abuela y una boca de labios gordezuelos envía besos, besos, muchos besos que atrapa la legítima y roban las otras, ansiosas de besos de nietos.