Nadie podía imaginar que la hija de José Ramón Simoni y María del Pilar Argilagos, nacida en pañales de seda y disfrutando de una niñez y una juventud dentro de la más alta aristocracia de la provincia de Camagüey, a unos 550 kilómetros de esta capital, se fuera a convertir en la esposa per se del legendario jurista, caudillo y libertador Ignacio Agramonte y Loynaz.
Su educación estuvo regida por fuertes rigores éticos y abarcaría no sólo las asignaturas primordiales, sino una exquisitez adquirida en escuelas y universidades de Europa y Estados Unidos.
En la reciente biografía que viera la luz en la recién concluida Feria Internacional del Libro 2010, sus autores Roberto Méndez y Ana María Pérez subrayan no sólo las cualidades de Amalia, sino su encuentro con quien sería su único amor y junto a quien emprendería la larga lucha por la libertad del suelo que la vio nacer.
Nadie mejor que los autores para describir aquel momento: «no es difícil imaginar los hechos, como quien reconstruye una novela romántica: en el salón de aquella familia de la alta sociedad habanera, el novel jurista Ignacio Agramonte se aparta un momento de la esquina donde conversaba de asuntos públicos, para fijar su atención en la mayor de las Simoni, que acaba de cantar una romanza», relatan.
«Fijan sus ojos uno en el otro y ya ninguno de los dos tiene un instante para los otros asistentes…por un momento, no importan la política, los periódicos, ni la música. Acaba de comenzar uno de los amores más notables del siglo XIX cubano…no hubo obstáculo que pudiera separarlos jamás: ni la muerte».
Herminia, la hija de la pareja, escribiría: «al encontrarse Amalia e Ignacio se amaron eternamente». Corría el año 1866.
Don José Ramón Simoni quería para su hija Amalia un esposo que no fuera tan impetuoso e idealista como Ignacio. Pero ya nada impediría que, en un ambiente de prohibición y ocultamiento, comenzara la correspondencia amorosa.
No se conservan las cartas de Amalia, salvo una; se cree que Ignacio las llevaba consigo al caer en los campos de Cuba. Las de él, las guardó celosamente Amalia, modelos de género y de rasgos costumbristas de una sociedad refinada y contradictoria.
Después de muchas cartas y vicisitudes, Amalia e Ignacio lograron contraer matrimonio el primero de agosto de 1868, en la iglesia de la Soledad, en Misa de Velaciones, para consagrar el matrimonio dentro de esa celebración religiosa, que no de otra manera se hubiera permitido en aquella época.
Sólo tres meses pudieron hacer vida matrimonial de forma estable. No fue sencillo para ella mudarse a una casa modesta, si se la compara con la quinta Simoni. Ni tampoco modificar, en poco tiempo, su modus vivendi, con escasos recursos económicos.
Con el alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868, comenzó la guerra de liberación en la convulsa isla. Ignacio se unió a la insurrección.
La vida de Amalia había cambiado y el país también. Ya asomaba su embarazo. Ella no pretende, ni pretendió nunca, un rol protagónico. Lo suyo fue apoyar, alentar y esperar.