Por Ilse Bulit / Foto: Carmona
Ni el detergente ni la TV conquistaban los hogares habaneros. Cercana estaba todavía aquella noche iluminada por los fuegos de artificio de los vecinos del Barrio Chino, en celebración de la derrota japonesa. Y chinos eran, precisamente, quienes colmaban de gigantescas palomas blancas de tela las azoteas de las otroras mansiones de los primeros señores ricos de la Habana Vieja. Ellos eran los alquimistas de esas sábanas blancas lavadas en misteriosos procesos de jabones derretidos y agua hirviente, puestas a secar al sol y viento y sostenidas en las largas sogas por unos “palitos de tendedera” en forma de alicates de madera, nunca copiados por los carpinteros criollos.
Las cubanas siempre prefirieron los otros, los de presión. Las divisiones raciales y financieras proponían hasta los nombres comunes. A las lavanderías de los cantoneses se las llamaba “tren de lavado”, ahora conocidos en los anuncios como locales para la limpieza de los coches. Eran tintorerías, las de propiedad de españoles o sus descendientes. Ante los vecinos, entregaba prestigio la llegada del repartidor de la ropa, mejor uniformado y, más aún, en camioneta anunciadora.
Quienes permanecían apegados a las viejas costumbres; de cuando en el rincón último del patio las negras esclavas hervían las ropas a base de leña para después, las más preparadas, plancharlas en otro local destinado a ese fin; preferían las lavanderas particulares bajo el decoro de no mezclar las telas familiares con las impurezas de otras gentes.
La frase “lavar para afuera” recogía las penurias de una mujer gallega, negra, mestiza (las ganas de sostener a la familia no tienen color ni raza) que, con la fuerza de sus brazos, ganaba lo necesario para la sopa diaria y la fiesta de los zapatos nuevos para los chicos.
Acostumbraban habitar en casas de vecindad de multiplicadas habitaciones y personas, con inmensos patios centrales de vida en común. Allí se lavaba en largos lavaderos o en tinas individuales mientras se hablaba de los hijos, se escudriñaban los defectos de los demás, se reía o se reñía. Mientras, los jabones cumplían su labor, ahorrándose ellos mismos hasta las astillas que, después de hervidas, volvían al uso en reciclado a lo antiguo.
El jabón amarillo era el preferido. Duraba más. Pero algunas marchantes exigían el blanco por su olor refrescante. La lejía para clarear y burlar las manchas, el añil envuelto en una bolsita y en la dosis exacta para imprimir al blanco cierta firmeza; porque las sábanas y fundas blancas, bien blancas, eran el símbolo de la señora de casa perfecta, ya rica, ya pobre.
Después venía el planchado, la etapa sudorosa, encerrada en la habitación y con el regaño a los niños de no abrir ni puertas ni ventanas porque “un aire” entrado de sopetón se alojaría en los pulmones. Esa habitación, convertida en horno, se adelantaba a los descubrimientos sobre el vapor en lucha contra el estrés.
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