Abuelas en obsolescencia programada

Con lactantes entrenados en teclear móviles en vez de hacer las «palmitas de manteca», y con sus madres paridoras a los cuarenta y que serán abuelas si el Altzheimer les permite asimilarlo, la función de las antiguas segundas madres adquirirá otras responsabilidades todavía por aparecer y, más tarde, definir.

Lo primero dependerá de las reales opciones de estudios y laborales, unidas a una liberación total de la mujer en una sociedad de posibilidades satisfactorias para todos. Lo segundo provocará reuniones, encuentros, talleres, simposios, paneles y congresos.

Este trigo germinó ya en las casas, las habilitadas convenientemente con abuelas de paso apurado, tiempo cronometrado y miradas puestas en estos niños oyentes solo de las voces de sus cuentos en 3D y que responden a los saludos con un «hola», sin voltear la cabeza.

Alguna –toda generación tiene sus rémoras– rememorará cierto cuento real en la tercera dimensión de la naturaleza, narrado por una abuela anterior y ocurrido en ese archipiélago cubano expuesto al destino de vientos y mares imprevistos.

Y esta abuela se preguntará si su función quedará reducida al traslado genético de un lunar, porque los aditamentos informáticos se encargarán de sembrar el amor o, quizás, el odio, dadas las furiosas realidades puestas a mano a un golpe de tecla. En sus ojos, donde el prodigio del láser eliminará cualquier vestigio de cataratas, surgirá una lágrima al recuerdo de esas historias pasadas de moda.

Aquellas abuelas

Algunas descendían de brujas canarias venidas en escobas aptas para el cruce de los océanos. Otras provenían de tierras gallegas o asturianas, donde los cantos y bailes sustituían a las alucinaciones. Las africanas, por su traspatio sanguíneo, mezclaban espíritu, cantos, bailes, santos del almanaque porque ya tenían años de ser cubanas.

Las mejores, según testimonio de los nietos, eran las variopintas, entrecruzadas, revueltas, originadas por la toma y daca de las razas. Esas, ¡maravillosas!, ya no lloraban por un terruño distante ni por un retorno malogrado.

Esas abuelas, lo mismo confeccionaban un dulce inimitable, tejían abrigos para un invierno duro que nunca llegaba, de trapos viejos confeccionaban muñecas, curaban con yerbas recogidas hasta en placeres y, sobre todo, atesoraban leyendas nacidas en todos los confines del globo terráqueo y de más allá.

Niños y niñas se disputaban sus rodillas cansadas y, con ojos muy abiertos por el asombro, conocían de barcos venidos de la China con porcelanas, guerras en las que una línea imaginaria separaba a los combatientes, cantantes famosos a quienes un petardo hacía huir de un teatro, ciclones devastadores que arrasaban un malecón recién estrenado. Eran historias ciertas, contadas a su vez por sus abuelas cuando eran tan pequeñas como sus curiosos nietos, o eran mitos nacidos de verdades encubiertas.

Así, los cuentos de hadas con princesas despertadas por un beso y brujas maléficas envenenadoras de manzanas quedaban desguarnecidos por leyendas ocurridas en tierras cercanas de palmas verdes y mar y cielo entrelazados en un mismo azul.

Eran las cartas de amor escritas por un bayardo en campaña a su hermosa dama y la horrenda venganza de un gobernador que hacía morir de hambre a mujeres y niños porque los hombres luchaban por la libertad de esa tierra. Porque la historia hecha a golpe de tiempo y sueños se comprende y penetra mejor cuando se escucha en la misma voz cuajada de arrullos maternales. Porque la historia es madre también, madre de todos.

A esta abuela de cuerpo estilizado, sabedora de dietas saludables y caminatas diarias, le nacieron las ganas de mecer una muñeca de trapo con leyenda propia para poder contarla a una nieta todavía no engendrada. Tenía miedo de que la historia la olvidara.

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