Abuelas a distancia

Por Ilse Bulit

Nunca tomó un avión y desde la provincia de Santiago de Cuba venía a La Habana en un incómodo tren. Pero para conocer a un nieto europeo, no quedaba más remedio.
Las fotos recibidas por la red y vistas a escondidas, en una computadora de horario laboral, revelaban que la mezcla de cubano de piel oscura con nórdica de piel lechosa daba un bebé de rizos enmarañados, nariz fina y labios gruesos, bembón en el decir santiaguero.
Pasó con entereza los temblores del aparato volador, las miradas inquisitorias en las aduanas y ¡al fin!, el cariñoso abrazo del hijo en el aeropuerto. Ni miró la arquitectura de la casa, ni calibró lo guardado en la amable sonrisa de la nuera.
Quería abrazar, apretujar, manosear, besar y mordisquear al nieto. Repetir los cariños hechos al hijo, recibidos por ella, heredados de costumbres transcurlturadas venidas de aldeas gallegas y kimbos africanos.
Estaba frente a una cuna polivalente. Un bebé de seis meses con el peso justo para su edad, la observaba. Con los brazos abiertos corrió hacia él. Las dos manos del padre la sujetaron por los hombros, mientras el horror estallaba en los ojos claros de la nórdica. “¡No, mamá, no puedes cargarlo!”.
Durante los preparativos del viaje, temió al frío de aquel clima. Nunca imaginó este frío que la recorría. Tan cerca y tan lejos del nieto. Durante su estancia le explicaron las normas higiénicas y educativas establecidas para la crianza de los niños y niñas. Le enumeraron las bases científicas que las respaldaban. Escuchó la música que sólo debía escuchar el bebé. Contempló los regulados movimientos de brazos y piernas a que lo sometía la nuera. El horario estricto para las comidas y las “clases” para una futura “caca” planificada también en tiempo reglamentado.
Con contados besos y apretones autorizados dados a este legal ciudadano europeo, y una bolsa con juguetes para los nietos cubanos, regresó la abuela sabiendo que entre ese bebé y ella, la distancia se mediría no sólo en kilómetros geográficos.
En este verano, cientos de abuelas cubanas se distribuyeron por el mundo. Jóvenes de ambos sexos nacidos en este archipiélago caribeño, casados con extranjeros, han sembrado coloridos retoños en Australia o en Argentina, en México o Canadá, en Sudáfrica o Irlanda y, por supuesto, en España y Estados Unidos.
Hacen parejas donde el nacional tiende a imponer las reglas y el migrante aspira a la rápida adaptación a los nuevos modos de vida. Si el idioma de ambos es el español, por lo menos existirán nexos culturales. El lugar del inicio de la relación influye. Si los besos primeros nacieron en el calor caribeño, el previo contacto con las costumbres y tradiciones propiciará cierta integración de las mismas en la futura prole. Si el cubano o cubana concretó su matrimonio en tierra extraña, otro podrá ser el cantar.
Cada hombre o mujer es un mundo y cada pareja, un universo. Cada país, un insondable agujero negro.
Para las decisiones personales en cuanto a la integración de acervos caribeños en la crianza, más allá del aporte genético mandarán otros factores que van desde el grado mayor o menor de xenofobia existente en la zona residente, a la formación educacional de la familia dejada en la isla. Sólo con una súper computadora podríamos enumerar todas las posibilidades posibles.
Mientras, hay abuelas estudiando francés o inglés para las conversaciones vía móvil con los descendientes globales. Otras cambian hasta sus hábitos alimentarios y normas en el vestir para no resultar chocantes en la próxima visita.
Algunas vecinas las envidian porque reciben remesas. No auscultan el dolor de la lejanía. La puesta como ejemplo en este escrito se aferra a la inamovilidad del pensamiento. Cuenta a sus hijos cubanos en son de burla al hermano migrante que éste ha aceptado “vestir al niño de rosado, lo que no es de hombres”.
En este caso, las ganas de no ser clasificado de homofóbico en una sociedad que ha aceptado las diferencias, lograron que el hijo rompiera los atavismos todavía enarbolados por la progenitora. En otras latitudes en que ha carenado una cubana, ocurre lo contrario. La integración social ganada por la mujer en Cuba, choca con maridos y familias retrógradas en sus conductas.
El futuro traerá respuestas individualizadas. Algunas pistas sirven para la cábala intelectual. Parejas arriban a la isla y bautizan a sus hijos en la fe católica y así aseguran, además, la inscripción parroquial. Niños bullangueros o azorados reconocen primos variopintos y habitan durante días en apartamentos cómodos o casas de tejas y gozan de la emoción de las goteras. Juntos marchan a la playa y aniquilan las diferencias.
Al paso del tiempo, los años traen nostalgia aunque el olvido forzado provocará acentos y costumbres acordes con la ciudadanía obtenida, madres y padres añorarán la tierra, su tierra. Organizarán el retorno temporal aunque no les queden familiares cercanos. Los hijos adultos e independientes, aún los criados en otro idioma y sin siembras de paisajes, sentirán, al menos, la curiosidad y vendrán por su cuenta.
¡Esperémoslos con los brazos abiertos!

Septiembre 2010

(Solicite el trabajo completo a semcuba@ceniai.inf.cu)

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